Ensayo

Hacia los confines del mundo

Harry Thompson

27 septiembre, 2007 02:00

Charles Darwin, en 1855. Foto: Maull y Polyblank

Trad. V. Malet y C. Hodgkinson. Salamandra. Barcelona, 2007. 832 páginas, 24’50 euros

Del viaje que ejecutaron el célebre Darwin y el injustamente poco célebre Fitzroy a Tierra de Fuego en el barco de la armada británica The Beagle para cartografiar las tierras patagónicas se podrían decir muchas cosas. Tal vez la primera -al igual que aquella habitación de estudiantes de Gotinga en la que coincidieron los imberbes Hülderlin, Schelling y Hegel- es la coincidencia casi providencial de dos personas de semejante talla, y más aún, su coincidencia en un viaje. La novela de Thompson (1960-2005), aparte de estar escrita en la mejor tradición de la novela de viaje-aventura, al estilo Melville o Conrad, donde la narración fluye de un acontecimiento a otro con la soltura de una marea, no se resiste a hacer de ese viaje toda una encarnación del enfrentamiento ideológico de la época, una novela de ideas, como habría preferido Thomas Mann, en la que el todavía joven Darwin -ya seducido por las tesis de pioneros como Lamarck, pero aún poco experimentado- encarna la nueva época, y las tesis evolucionistas del hombre, y Fitzroy, humanista, marinero y aristócrata, las tesis creacionistas en las que aún se intentan integrar las sagradas escrituras con los últimos hallazgos geológicos y arqueológicos.

La naturaleza propia de viaje, y aquí Thompson ha demostrado una inteligencia narrativa excepcional, es la de la ambivalencia entre el tránsito y lo permanente. Tránsito de un lugar a otro, de unas ideas a otras, pero con un objetivo sólido; la verdad científica, en un caso, la verdad religiosa y humanística, en otro. Donde Fitzroy trata de apoyarse en la Biblia para salvar la dignidad de todas las razas y defender a los indígenas como iguales en derechos y deberes, Darwin avanza lentamente en el todavía oscuro territorio de la evolución de las especies, tratando de dilucidar si no será necesario leer al menos metafóricamente esas escrituras que hablan de la creación del mundo en siete días y que toda la comunidad científica occidental toma por verdades incuestionables.

El tandem Fitzroy-Darwin, más que la historia novelada de una colisión de ideas, es la narración de un solapamiento, de una evolución. Igual que se suceden las estupendas descripciones de ese mundo casi por completo ignoto de la Patagonia, o de las tormentas descomunales del cabo de Hornos, se describe cómo un personaje excepcional modifica la expectativa y la mirada del otro. Fitzroy se convierte en ese sentido en la pieza clave articuladora de la historia. A su lado humanista y aristócrata se superpone una sangre excitada, que en ocasiones llega a verse arrebatada por delirantes ataques de locura. La ambigöedad del personaje lo hace si cabe más atractivo y complejo: es tan capaz de arremeter contra los indígenas como de costear la educación de varios de ellos y llevarlos, convertidos en caballeros y damas británicos, hasta el mismo rey, y si no ceja en su empeño de integrar la sagrada escritura con la ciencia, es asimismo un pionero científico, el primero que determinó una forma de prever con precisión las alteraciones climatológicas utilizando como base de los pronósticos la actividad de las manchas solares.

De este fantástico viaje, escrito con una fidelidad más que encomiable a la Historia, queda la experiencia de haber asistido en primera fila a esa mezcla de arrojo, talento, perspicacia, salvajismo, superstición, heroísmo y tragedia que fue la verdadera cuna de la modernidad.

"Esta tierra vido primero un marinero que se decía Rodrigo de Triana; puesto que el Almirante, a las diez de la noche, estando en el castillo de popa, vido lumbre, aunque fuese cosa tan cerrada que no quiso afirmar que fuese tierra, pero llamó a Pero Gutierrez, repostero de estrados del Rey, y díjola que parecía lumbre, que mirase él, y así lo hizo y vídola; díjole también a Rodrigo Sánchez de Segovia, que el Rey y la Reina enviaban en el armada por veedor, el cual no vido nada porque no estaba en lugar do la pudiese ver. Después que el Almirante lo dijo, se vido una vez o dos, y era como una candelilla de cera que se alzaba y levantaba."

(Diario de Colón. Entrada del Jueves 11 de Octubre de 1492)