Image: Felipe III y la Pax Hispanica

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Ensayo

Felipe III y la Pax Hispanica

Paul C. Allen

27 febrero, 2002 01:00

Felipe III visto por Velázquez

Traducción de José Luis Gil. Alianza, 2002. 366 páginas, 23 euros

Libros como este ponen de relieve lo infundado del criterio que durante mucho tiempo ha desdeñado la historia militar y diplomática, considerándola un género escasamente útil para dar cuenta de los grandes cambios y sin la capacidad explicativa de especialidades como la historia social.

Salida de una tesis de doctorado, la obra se centra en el estudio del proceso que llevó a la firma de la tregua hispano-holandesa de 1609 a 1621 (es por tanto equívoca la cronología que figura en el subtítulo, pues lo analizado acaba precisamente en la primera de ambas fechas), tratando de establecer qué consideraciones y cálculos estratégicos llevaron a su concentración. Un factor de importancia especial en aquel proceso fue el acceso al trono de Felipe III a fines de 1598 y su influencia personal en el desarrollo de los acontecimientos durante los diez años siguientes. En contra de lo que suele aceptarse, el nuevo monarca no fue para Allen un abúlico beato que descargó el peso del gobierno en su favorito Lerma. Por el contrario, insiste en la necesidad de tomar con mayor espíritu crítico las fuentes que se hacen eco de su falta de condiciones para reinar y apreciar mejor su experiencia en relaciones exteriores al llegar al trono. De esta forma sostiene que las decisiones estratégicas fueron suyas. Lo que no queda del todo claro es la influencia de Lerma en el diseño de la política exterior de la Monarquía, según él lo mismo limitado (p. 30) que de alter ego del propio rey (p. 71).

La Monarquía hispánica había venido librando desde hacía más de medio siglo guerras alternativas o conjuntas con Francia, Inglaterra y las provincias holandesas rebeldes a la autoridad católica de los Austrias. Esos conflictos respondía a la defensa de intereses dinásticos, estratégicos y religiosos cifrados en la protección del catolicismo, la conser- vación íntegra de la herencia territorial heredada e incrementada en cada reinado y la preservación del monopolio del comercio americano. Cualquier cesión en alguno de estos frentes hubiera representado no sólo una merma de prestigio sino poner en riesgo el conjunto de ellos si los rivales pudieran interpretarlo como indicio de debilidad. No fue, pues, intransigencia y falta de realismo lo que llevó a Felipe II a elegir la guerra por encima de cualquier otra opción para servir a aquellos fines. Su hijo los compartía plenamente, pero las circunstancias le hicieron recurrir a una estrategia diferente para defenderlos, que tendría como eje la división de sus enemigos mediante paces separadas y como instrumento la diplomacia más que los ejércitos. Al subir al trono se encontró ya concertada la paz con Francia; la muerte de Isabel I haría posible la paz con Inglaterra en 1604, y el estancamiento de la guerra con las Provincias Unidas y la imposibilidad de financiarla con la Hacienda en bancarrota forzaría la tregua de los Doce Años. Al conjunto de esos conciertos lo llamaron los propagandistas Pax Hispanica, un periodo de relativa inac- tividad militar en Europa occidental que se cerró con la entrada en la guerra de los Treinta Años.

La paz no tenía que interpretarse, y no lo fue, como síntoma de decadencia y menos de renuncia a los fines estratégicos últimos. Como simple tregua buscaba, además de recuperar la propia capacidad financiera y militar desgastadas, debilitar al adversario con las nuevas circunstancias capaces de desmovilizar a la población y hacer crecer intereses económicos vinculados al aprovechamiento del periodo de paz para el comercio con España. Gran parte de eso, que entraba en los cálculos de los políticos españoles, se produjo y en ese sentido su política pragmática, que no pacifista, fue un éxito. Nadie desconocía que Felipe III no iba a permitir que las Provincias Unidas acabaran por substraerse a su soberanía y, por tanto, la guerra tendría que reanudarse cuando las condiciones le fueran favorables. Pese a la propicia situación de partida. ciando las hostilidades se rompieron en 1621 quien se encontró en peores circunstancias fue la Monarquía, no los rebeldes holandeses. En ese sentido la estrategia pragmática fracasó y justificó la vuelta al belicismo de los años siguientes. Allen lo explica con destreza y buena base documental (aunque se eche en falta alguna bibliografía española); será un libro de referencia durante bastante tiempo.