Detalle de la portada de 'Pessoa. Una biografía', de Richard Zenith (editorial Acantilado)

Detalle de la portada de 'Pessoa. Una biografía', de Richard Zenith (editorial Acantilado)

Letras

La biografía definitiva de Fernando Pessoa, el escritor de las cien máscaras y un infeliz negado para la vida

Enigmático y múltiple, ese fingidor que encubrió su identidad en una pléyade de autores ficticios sigue siendo un misterio que Richard Zenith intenta desvelar en un monumental libro.

Más información: Los heterónimos más famosos de Pessoa: los cuatro mejores disfraces del gran fingidor

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En el otoño de 1907, sin haber cumplido todavía los veinte años, Fernando Pessoa, ya de regreso en Lisboa, después de pasar buena parte de su infancia y adolescencia en Durban, Sudáfrica (adonde había sido destinado como cónsul el segundo marido de su madre, el comandante João Miguel Rosa), se dirigió por escrito a algunos de sus excompañeros y antiguos profesores en la Durban High School.

No lo hizo en nombre propio, sino haciéndose pasar por el doctor Faustino Antunes, psiquiatra. En cartas cuidadosamente mecanografiadas, el doctor Antunes, quien supuestamente estaba tratando a Fernando Pessoa de un serio trastorno mental, pedía informaciones sobre su paciente.

Uno de sus condiscípulos, Clifford Geerdts, le respondió que Pessoa era, cuando él lo conoció, un muchacho “pálido y delgado”, de “andares peculiares”, que “no participaba en deportes ni en más vida escolar que la de clase”, reacio como era a “trabar amistad con sus compañeros”.

A las insinuaciones del doctor Antunes acerca de ciertas anomalías sexuales de su paciente, Geerdts declaraba no constarle que Pessoa hubiera tenido amorío alguno, y que lo único que podía decir a este respecto es que poseía “ciertos tebeos franceses y portugueses indecentes”.

Este episodio, exhumado por Richard Zenith (1956) en su colosal biografía de Pessoa, es presentado como “una estratagema ingeniada por el tímido poeta para averiguar la opinión verdadera de los otros sobre él”.

Las evidencias acumuladas en estas 1.400 páginas apenas dibujan la sombra de un pobre infeliz negado para la vida

Pero, además de documentar la muy temprana tendencia de Pessoa a adoptar personalidades fingidas, sugiere algo más que una curiosidad más o menos morbosa: sugiere, en un joven casi veinteañero, una búsqueda desesperada, quizá angustiosa, de su propio yo.

Uno concluye la muy esforzada biografía de Zenith preguntándose, quizá como él mismo, quién demonios era Pessoa. Lo cual no supone un fracaso de Zenith, sino más bien la constatación de que tal pregunta carece de respuesta. O de que la respuesta es increíblemente decepcionante.

Todas las evidencias acumuladas a lo largo de 1.400 páginas apenas dibujan la sombra de un pobre infeliz negado para la vida. Negado para todo lo práctico: el trabajo, los negocios, el dinero, las relaciones sociales y familiares; pero también para la amistad, para el amor, para el sexo, para la alegría, para casi todo menos para la escritura.

En la jerga de la actualidad, cabría caracterizar a Pessoa como una especie de íncel sospechoso de reprimir tendencias homosexuales y masoquistas.

El interés insaciable por la personalidad fugitiva de Pessoa sostiene aquí la atención del lector

Profundamente conservador desde el punto de vista político, su ideario estaba atravesado por una fuerte, casi apasionada y a menudo delirante atracción por el ocultismo en sus múltiples modalidades. Sorprende –y deprime– enterarse del tiempo y las energías que Pessoa dedicó a hacer cartas astrales y a transcribir mensajes del más allá, entre tantas otras veleidades esotéricas.

La altísima reputación de Pessoa como poeta se nutre del asombro y el regocijo que produce el despliegue asombroso de sus heterónimos. Todo el mundo recuerda a Alberto Caeiro, Ricardo Reis y Álvaro de Campos, los tres que, junto al ortónimo Fernando Pessoa, han labrado su fama literaria.

Fernando Pessoa a los 47 años en su última foto conocida.

Fernando Pessoa a los 47 años en su última foto conocida.

Pero el trabajo de investigación de Zenith saca a la luz una auténtica compulsión mistificadora que, ya desde niño, movió a Pessoa a inventar identidades falsas. Más de cien, calcula Zenith, de las cuales cerca de una tercera parte “firmaron al menos una obra literaria significativa”.

Se trata de un caso extremo en la historia de la literatura, y probablemente en la de la psicopatología. Pues ante el dato no cabe limitarse a pensar que los heterónimos fueran una simple artimaña más o menos ingeniosa para producir literatura. Su incesante multiplicidad invita a pensar que la personalidad misma de Pessoa “no sería otra cosa que un artificio”.

Como bien concluye Zenith, los heterónimos vienen a ser “la evidencia más flagrante” de que Pessoa carecía de “la más mínima noción de un yo cohesivo y unificado”.

Nada comparable, pues, al empleo de heterónimos por parte de escritores como Kierkegaard, Yeats o Machado. Pese a que las vidas de estos dos últimos transcurrieron paralelas a las suyas, Pessoa no es, en el fondo, comparable a ninguno de ellos (y menos que a ninguno a Antonio Machado), pues la proliferación de sus heterónimos responde, en su caso, a razones muy distintas.

Conviene tener presente que Pessoa murió relativamente joven, a los 47 años de edad. Él mismo, a los 37 años, en una “carta al director” de un semanario inglés, se jactaba de sentirse cada día más joven por carecer de todo propósito en la vida y no haber conseguido nada: ni familia, ni profesión, ni trabajo; ni siquiera “una opinión que durase más que el transitorio minuto en el que la sostuve”.

“Nunca he hecho un verdadero esfuerzo por conseguir nada, ni he aplicado con fuerza mi atención excepto a cosas fútiles, innecesarias y ficticias. Me siento joven porque he vivido así”, concluía. Una declaración de la que cabe desprender una resistencia programática a madurar, consecuencia quizá de una incapacidad innata para conseguirlo. Pues ¿cómo puede madurar lo que carece de un núcleo en torno al que hacerlo?

En el caso de Pessoa, la inmadurez es la clave de los heterónimos, que obvian el proceso de construcción anejo a toda personalidad que evoluciona. En sus propias palabras, los heterónimos dan voz a individuos ya “completamente formados” en el momento de su aparición. También de ellos mismos se ha sustraído el proceso de su maduración, razón por la que su voz es esencialmente monotónica.

Pessoa se sirve de los heterónimos para multiplicarse y “repartirse”, en lugar de propiamente crecer. Prefirió, como dice Zenith, “sentir todo de todas las formas posibles, verlo todo desde todos los puntos de vista posibles”, sin apostar por nada.

Es sabido el importante impacto que sobre él tuvo el descubrimiento de Walt Whitman, pero allí donde el vate americano declara olímpicamente “¿Me contradigo? / Muy bien, me contradigo. / Soy amplio, contengo multitudes”, Pessoa, también sin miedo a contradecirse, parece él mismo esconderse y diluirse en la multitud de sus heterónimos, “vaciarse” en ellos antes que contenerlos.

Acreditado experto en la vida y en la obra de Pessoa, Richard Zenith ha invertido más de una década en armar esta biografía del poeta, que llega precedida del aplauso unánime que recibió al publicarse originalmente, en 2021, y que va más lejos que ninguna de las anteriores –y son muchas– en sus trabajos de investigación, sobre todo en lo relativo a los años de Pessoa en Durban, y en la interminable y todavía inacabada exploración del famoso “baúl” en que Pessoa acumulaba sus innumerables manuscritos.

Eficaz y elegantemente traducida por Ignacio Vidal-Folch, el Pessoa de Zenith pertenece al abrumador subgénero de la “biografía definitiva”, que de tanto predicamento goza de un tiempo a esta parte. Se trata de biografías, por así decirlo, “analíticas”, en el extremo opuesto de las amables biografías “sintéticas” de maestros como Zweig, Strachey, Mourois o Troyat.

Su propósito de exhaustividad se traduce en una extensión intimidante, consecuencia a menudo de un déficit de jerarquización de los materiales recabados, de un insuficiente filtro selectivo. Al finalizar el libro de Zenith da la impresión de que, lo mismo que tiene 1.400 páginas, podría alcanzar las 2.600 o, preferiblemente, 800.

El interés insaciable por la personalidad fugitiva de Pessoa sostiene aquí la atención del lector, a menudo obligada a desparramarse en digresiones, conjeturas y prolijidades.

Zenith carece del talento panorámico de Reiner Stach, el autor de Kafka (Acantilado), y queda lejos de ser él mismo un lector tan perspicaz ni un narrador tan eficiente.

Su insistencia en perseguir indicios de las pulsiones sexuales de Pessoa –de quien “sabemos casi con seguridad que murió virgen”– alcanza a veces cotas casi cómicas.

Pero esclarece con minuciosidad episodios como la intensa amistad con Mário de Sá-Caneiro, las ruinosas empresas comerciales y editoriales en que Pessoa se embarcó, la aventura vanguardista de Orpheu, los bandazos políticos del poeta, el tristísimo amorío con Ofélia Queiroz o –en las páginas sin duda más trepidantes del libro– la extravagante complicidad con el aventurero, mago y estafador Aleister Crowley, “La Gran Bestia”.

Y sobre todo levanta, para pasmo de los lectores, el censo hasta ahora más completo de la multitud de los heterónimos, cuyo origen y rastro persigue con la misma admirable tenacidad con que recopila los pasos y manifestaciones del mismo Pessoa.

“He intentado construir, con todos los detalles creíbles que he podido recopilar –escribe Zenith en su prólogo–, una vida ‘cinematográfica’: cómo era Pessoa y cómo se comportaba, adónde lo llevaban sus pasos, las personas con las que interactuaba y los animados escenarios donde se desarrolló su vida. Pero esta película, por sí sola, dice poco sobre Pessoa el escritor, cuya vida esencial tuvo lugar en la imaginación. De ahí que mi mayor ambición haya sido cartografiar, en la medida de lo posible, su vida imaginativa”.

El resultado es eso mismo: un mapa, mucho antes que un retrato. Pues ¿cómo dibujar un rostro escondido siempre detrás de sus máscaras?