László Krasznahorkai. Foto: Residencia de Estudiantes

László Krasznahorkai. Foto: Residencia de Estudiantes

Letras

László Krasznahorkai, la vida entre borrachos y vagabundos del ganador del Nobel de Literatura

Antes de sumergirse en una vida previsible y convencional, el escritor tomó el petate y se marchó de casa para vivir entre los más pobres y marginados.

Más información: El escritor húngaro László Krasznahorkai, Premio Nobel de Literatura 2025

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Cuenta la leyenda que László Krasznahorkai, cuando era joven, no quería ser escritor ni ser nada de nada, en realidad. Eterno desencantado, antes de sumergirse en una vida previsible y convencional prefirió olvidar sus estudios de Derecho, de Educación para adultos y de húngaro, tomó el petate y se marchó para vivir entre los más pobres y marginados.

Imaginen: en una sociedad marcial, férreamente controlada como era la Hungría comunista ocupada por el ejército soviético, en la que no faltaban los delatores deseosos de denunciar a quien no se conformara con el inmovilismo de una sociedad sepia y temerosa, el joven Lázsló rompía con el mundo burgúes y pastueño del que procedía, y se sumergía en lo más oscuro de su tierra, vagando junto a inadaptados y borrachos, trabajando, cuando era preciso, con sus propias manos, sin vanidad ni sin compromiso.

Aunque se trataba de una rebelión contra su familia burguesa, fue bastante más que una pataleta de adolescente demasiado prolongada y le marcó indeleblemente como narrador, poeta y como persona. Y es que, como todo en él, incluso a su pesar, su decisión estaba tiznada de pura, de gran literatura.

Detrás de esa necesidad de huir de lo fácil y de hacer camino con los sinvoz, estaba el mismísimo Dostoievski y sus grandes protagonistas, los marginados, los seres sin historia, sin futuro ni esperanza.

También el Quijote, claro está, presencia constante en su vida y en muchas de sus obras. A fin de cuentas, para Krasznahorkai el personaje de Cervantes está inscrito en nuestra realidad, al punto de asegurar hace un año a El Cultural que todavía hoy puede reconocerlo en las calles, "cuando se dispone a coger algo en el estante más bajo de los vinos en el supermercado más barato, cuando está tumbado en el metro de espaldas, cuando permanece echado sobre la hierba y contempla durante horas una brizna de hierba".

Su vagabundeo de entonces, a ratos quijotesco, a ratos kafkiano también, resultaba además una sutil, inesperada forma de protesta política y social. Él mismo nos lo explicaba diciendo que en ese momento consideró que sus sentimientos de casi hermandad con los más despreciados de la sociedad "eran los correctos".

Lo cierto era que, bajo el régimen comunista, el Partido les decía a ellos, a los explotados, que había llegado su hora, que a partir de este momento el poder era suyo. Pero nunca se humilló tanto a las personas marginadas como entonces. Porque no, no llegó su hora, no llegó el momento de justicia social tan deseado y necesario, de hecho nunca llegará", destacaba.

Fue una suerte de exilio interior desesperado. El otro, el exilio exterior, era apenas una quimera de consecuencias imprevisibles, pues la posibilidad de abandonar el país y establecerse al otro lado del telón de acero era absolutamente imposible.

No había pasaporte para gente como László Krasznahorkai, pero es que además ni siquiera se llegó a plantear la posibilidad porque, por no confiar, no creía ni en los pasaportes, ni en las fronteras. Además, su necesidad de codearse con los marginados húngaros no surgía de lucha política alguna sino de su profunda incomodidad ante el mundo y lo real.

"No pensaba que estaba condenado a vivir despojado de la libertad, porque creía que vivía en el verdadero 'mundo' entre los marginados sin pertenencias, y el estar despojado de la libertad no se producía por culpa de los soviéticos o de otro poder opresor, sino porque ese estado era algo dado en el 'mundo' que sólo se podía afrontar de una manera: la compasión, la compasión con los otros y sobre todo con quienes estaban despojados incluso de esa nada de la que yo no", nos decía.

Mientras, no mantenía contacto alguno ni con la élite cultural del país, ni con los jóvenes supuestamente levantiscos ni con nadie remotamente intelectual. Vivía entre campesinos y obreros, voluntariamente ajeno al mundillo literario y artístico, sabiendo que la intelectualidad sufría por la falta de libertad, pero sobre todo por sus propias mentiras, por su propia represión del deseo de libertad, por su autoengaño, porque quien no quería medrar y prosperar en realidad aspiraba a sobrevivir y alcanzar tiempos mejores.

Lo peor es que, cuando en 1987 al fin obtuvo su primer pasaporte para poder viajar a Occidente, a Berlín Occidental, su sorpresa fue mayúscula porque también allí, en el soñado mundo libre, todos le resultaron traidores: "Desde luego –nos contaba–, se traicionaban a sí mismos, y se convertían o en cínicos o acababan agotados. Así y todo, desde entonces percibo el sabor de la libertad política hasta el día de hoy, quedará eternamente dentro de mí".