Retrato de Ignacio Zuloaga en 1941. El escritor sostiene en su mano derecha su libro 'Pensando en España', de 1939

Retrato de Ignacio Zuloaga en 1941. El escritor sostiene en su mano derecha su libro 'Pensando en España', de 1939

Letras

Los mejores libros de Azorín

Apasionado por lo pequeño y lo humilde, el escritor plasmó en sus mejores obras “la poesía callada de las cosas”. Una selección de títulos imprescindibles

12 junio, 2023 01:41

Anarquista en su juventud, conservador en su madurez, Azorín no será recordado por sus ideas políticas, que incluyen una vergonzosa exaltación del franquismo, sino por haber introducido en la literatura española la perspectiva fenomenológica. No sé si llegó a leer a Husserl, pero su prosa se ajusta perfectamente a su programa: “ir a las cosas mismas”.

Sus novelas no son novelas. Sus artículos no son artículos. Su teatro no merece ese nombre. Todo forma parte de un texto concebido para mostrar la poesía escondida de las cosas. No le interesa lo mítico y grandioso, sino lo pequeño y humilde. Un muro blanco puede ser una explosión de belleza.

La voluntad (1902)

Novela de aprendizaje, narra la evolución intelectual de Antonio Azorín en su Yecla natal. La construcción de una iglesia sirve de punto de partida a un sucesión de estampas y diálogos donde el protagonista medita sobre el sentido de la vida y la finalidad de su propia existencia. Su principal interlocutor es el maestro Yuste y, más tarde, Olaz, trasunto de Pío Baroja. Tras viajar a Madrid y Toledo, Azorín regresa a Yecla, hundido en la apatía y el desencanto. Su fervor por Nietzsche y la voluntad de poder ha desembocado en la ataraxia de Schopenhauer. Ya no busca ser más, sino sufrir menos.

Novela de ideas con una prosa impresionista, La voluntad se publicó el mismo año que Camino de perfección, de Baroja, Amor y pedagogía, de Unamuno y Sonata de otoño, de Valle-Inclán. Se inscribe, por tanto, en esa renovación de la literatura española que se asocia a la Edad de Plata, cuando una pléyade de autores se alejó del canon realista, asimilando las nuevas corrientes estéticas y literarias de su tiempo. En 1904, José Martínez Ruiz adoptó definitivamente el sobrenombre de Azorín. Ese gesto revela que La voluntad es su biografía espiritual.

Las confesiones de un pequeño filósofo (1904)

Final de la trilogía protagonizada por Antonio Azorín, narra la infancia del personaje en el Colegio de los Escolapios de Yecla. Salvo el padre Lasalde, no hay nada memorable en ese lugar. Azorín es un niño ensimismado y soñador al que no le interesan las clases ni los juegos de sus compañeros. Solo halla alegría y felicidad en los libros, pero eso no significa que le guste estudiar.

En realidad, solo lee por placer, buscando esa belleza que no advierte en su rutina, marcada por áridas lecciones y maestros adustos. Azorín habla de su infancia desde la perspectiva de un adulto. Parece que esos años no se hubieran desvanecido, pues aún fulguran en su memoria con fuerza.

Apenas hay trama. No es por incapacidad de contar una historia, sino porque a Azorín solo le interesa evocar, divagar, describir. Se resiste a seguir la flecha del tiempo. Utiliza su prosa para alterar el orden lógico de las cosas. Por eso, mezcla pasado y presente, memoria y vida. Su meta es que los días aniden en el recuerdo y no se borren como nubes que pasan sin dejar huella alguna. Podríamos decir que esta obra es “palabra en el tiempo”, es decir, poesía, pálpito con vocación de perennidad.

La ruta de Don Quijote (1905)

Publicada al cumplirse trescientos años de la aparición de la primera parte de la novela de Cervantes, relata el viaje realizado por Azorín por los pueblos de La Mancha que recorrió el famoso hidalgo. El escritor no ha conseguido desprenderse del hastío, la tristeza y la fatiga. Sin embargo, piensa que su espíritu se expandirá al contemplar las planicies castellanas. No se considera un caballero andante, sino un periodista que finge saber algo, pero que en realidad nada sabe. No ignora que nada le salvará de la melancolía, un sentimiento generalizado entres los españoles tras perder los últimos vestigios de su imperio.

Los pueblos le ponen en contacto con los aspectos más profundos del alma española. En Castilla hay majestad, elegancia, pero también tedio, inquietud y desasosiego. El sufrimiento se lleva con resignación, sin esperanzas de que nada mejore. Azorín recuerda que en los pueblecillos del Levante, donde pasó su juventud, despuntaba en cambio una alegría sensual y pagana. La estepa castellana es áspera y austera. Quizás por eso ha engendrado grandes voluntades con sueños insensatos. La ruta de Don Quijote nos habla de esa España vacía donde el tiempo parece congelado.

Castilla (1912)

Publicado el mismo año que Campos de Castilla, Antonio Machado afirmó que la obra de Azorín era un “libro de melancolía”. Ortega y Gasset añadió: “¡Un libro triste! ¡Un libro bellísimo!”. El poeta y el filósofo apuntaron que la muerte circulaba por sus páginas, recordando la precariedad de todo lo existente.

Azorín pretendía captar el espíritu de Castilla con las herramientas del simbolismo: lenguaje musical, subjetivismo, intuiciones místicas, analogías, sinestesias, metáforas. Como en otros libros, el tiempo ocupa un lugar central. Castilla parece eterna e inmutable, pero los días se suceden y todo se precipita hacia una inexorable decadencia.

Libro híbrido que combina el apunte, el pequeño poema y el relato de viajes, siempre describe el mismo recorrido: de lo exterior a lo interior y de lo interior a lo superior. Es el procedimiento agustiniano de acercamiento a lo trascendente. No es casual que ese personaje sin nombre, viejo, venerable y aquejado por la ceguera, mantenga viva en su memoria el mundo de ayer, ese pasado que ya solo perdura como recuerdo en la mente de los poetas y que no se convierte en polvo gracias a las palabras. Castilla es una obra contra el olvido y los estragos del tiempo.

Al margen de los clásicos (1915)

Azorín rescata a clásicos de la literatura española que no han recibido la atención merecida y lo hace sin notas a pie de página ni extenuantes bibliografías. Lejos de las tesis que postergan al autor para explicar una obra como producto del entorno y las circunstancias históricas, destaca la dimensión humana del hecho literario.

Su intención es forjar un canon o, más exactamente, ampliarlo, incluyendo a los poetas medievales menos conocidos. Azorín cultiva la crítica impresionista. No esgrime conceptos, sino sensaciones. No emplea el análisis, sino el diálogo. No formula juicios. Nos cuenta su experiencia como lector, las emociones que ha experimentado al adentrarse en los textos.

Azorín no cree en la disección erudita. Piensa que la comprensión de las obras no se alcanza mediante teorías, sino con microhistorias, pequeños relatos que prolongan el aliento del autor. Solo el encuentro de dos espíritus arroja luz sobre el milagro estético. Al hablar de Gonzalo de Berceo, intenta recrear su mundo interior, describiendo su tarea creadora. Lo imagina en su celda con la mirada puesta en el paisaje que se recorta contra la ventana. Su intención es hallar la cuerda más íntima de su poesía.

En el caso de Jorge Manrique, no esboza una escena. Prefiere compartir su angustia ante el paso del tiempo, un río que nos lleva a la muerte sin que apenas lo advirtamos. Al margen de los clásicos nos propone una forma diferente de ejercer la crítica literaria. Las humanidades no deben imitar a la ciencia, sino al arte. Azorín coincide con Husserl al señalar que la intuición es la clave de la comprensión. La sensibilidad aventaja a la razón al desentrañar la belleza, buscando sus secretos.