Cristina Rivera Garza. Foto: Random House

Cristina Rivera Garza. Foto: Random House

Letras

Cristina Rivera Garza: “La migración no es una cuestión trágica, la vuelven así las ideologías racistas”

La autora de 'El invencible verano de Liliana' explora en 'Autobiografía del algodón' la relación de sus abuelos con la tierra del norte de México

15 noviembre, 2022 03:21

Cuando Cristina Rivera Garza (Matamoros, Tamaulipas, México, 1964) visitó hace algunos años Estación Camarón (Anáhuac, Nuevo León) en México se encontró con una simbólica imagen: una excavadora estaba engullendo la plaza del lugar. Había llegado allí buscando el rastro de sus antepasados mientras escribía y se documentaba para Autobiografía del algodón (Literatura Random House), un recorrido por la frontera menos explorada con Estados Unidos que nos habla del mundo rural y de las migraciones.

Se trata de una exploración de la generación de sus propios abuelos, obreros y campesinos que trabajaron aquellas prósperas tierras situadas en la hoy compleja frontera próxima a Tamaulipas y Texas. Después escribió: “Bancas de cemento completamente derruidas. Obeliscos partidos en dos. Casuchas de adobe sin techo ni puertas”. Y unas líneas antes: “No podemos ir a Estación Camarón, porque Estación Camarón ya no existe”.

Como en una de esas escenas de película en las que el vídeo se rebobina a gran velocidad, más de 80 años antes, otro escritor, José Revueltas, llega al mismo lugar que visitó Rivera Garza atraído por una huelga de trabajadores agrícolas. Es 1934, y aquel momento coindice con la época en la que los abuelos de la escritora trabajaban y vivían en aquella tierra, a la que habían llegado en búsqueda de prosperidad, dejando atrás una vida marcada por la explotación de las minas. Quién sabe, se plantea ahora, si se llegaron a conocer, o si tal vez algunos de los personajes de El luto humano estuvieron basados en ellos o atravesaron su propia existencia.

[Juan Rulfo, 100 años en llamas]

Protagonistas, ahora sí, del libro de Rivera Garza, donde el propio escritor tiene también su presencia, “se dice –cuenta la autora al otro lado del teléfono- que uno debe de escribir de lo que sabe y parecería que uno sabe mucho de su familia, pero en realidad eso muy pocas veces es cierto. La familia también es el lugar más desconocido que tenemos”.

Nacido con vocación de trilogía, “el segundo libro tenía que ser sobre la papa –la especialidad de su padre, un ingeniero agrónomo que trabajó el mejoramiento genético de este alimento–, pero se me metió ahí el libro de Liliana –se refiere, claro está, a El invencible verano de Liliana, donde narraba el asesinato de su propia hermana en 1990– y no pude dejar de escribir. Lo mencioné en Autobiografía del algodón y ya no lo pude dejar de hacer, una no se desdice tan fácilmente. El libro exigió su lugar. Pero ahora estoy tratando de regresar a ese proyecto inicial y de escribir este libro con un registro formal, muy distinto de aquel”.

“Una tierra blancuza e hiriente”

Para encontrar el germen de Autobiografía del algodón, no obstante, hay que remontarse a un título anterior, Había mucha neblina o humo o no sé qué (2016), donde la escritora se empezó a cuestionar sobre la relación entre el territorio, las personas y sus comunidades. “Aquel libro trataba sobre la relación de Juan Rulfo con un área muy específica de México que es Oaxaca y pensé que me hacía falta acercarme a esas geografías en las que se generó mi propia historia familiar, que en mi caso estaba muy relacionada con un área neurálgica del mundo de hoy que es la frontera entre México y Estados Unidos”, señala la escritora.

Es difícil no apreciar esa relación entre el entorno y el hombre en su escritura. El mismo espacio que Revueltas describió “como una tierra blancuza e hiriente” y que, en opinión de su compatriota, “aún hoy continúa siendo el mismo”. Que sufrió una inundación y una sequía, y que ha terminado convirtiéndose en un espacio donde se libra la “guerra contra el narco”.

“Buena parte del interés de hacer este libro tiene que ver con las discusiones sobre el capitaloceno, con la intervención tan dañina ya no de la humanidad, sino del capital como un sistema de extracción y explotación generalizado –reconoce–. Sin esa discusión mi libro sobre el algodón habría sido más bien una serie de viñetas y anécdotas sobre cómo se cultivaba, pero a mí me interesaba ligar al algodón, esta planta tan fundamental, su voz cultural y social, con el territorio. Lo que sucedió aquí, que es lo que sucede usualmente cuando hay monocultivos, es que la calidad del suelo inmediatamente se vio dañada, y a periodos de producción le siguieron periodos muy largos también de lo que llamo un terricidio, que es precisamente este daño letal al suelo”.

No obstante, un matiz interesante que muestra esta particular Autobiografía.. es cómo, por ejemplo, “la producción del algodón que se da en el norte de México no necesariamente produce esclavitud como en el sur de Estados Unidos”. El algodón en México, desarrolla, “estuvo basado en un régimen de pequeña propiedad que, en muchos sentidos, se opuso a la concentración de tierra y a la oligarquía que resultan de cultivar otras plantas. Se privilegió por supuesto el monocultivo de algodón y la producción para la exportación. Es decir, la producción de una gran riqueza, pero sin que esa se distribuyera de manera equitativa y de manera cuidadosa con el medio ambiente”.

Aquello fue, cuenta en el libro, lo que se encontró José Revueltas cuando llegó finalmente a Estación Camarón. “El gobierno había prometido transformar el desierto en tierra agrícola y ahí, frente a sus ojos incrédulos, organizada en rigurosas parcelas divididas por surcos rectilíneos, estaba creciendo una de las mejores cosechas de algodón jamás vista”, escribe. En parte gracias a la labor de un ingeniero, Eduardo Chávez, “genuinamente interesado por su trabajo y por las comunidades a las que servía”. Pero, ¿cómo –se pregunta más adelante el escritor mexicano en el libro– habían podido organizar una huelga en este lugar?

Movilizaciones campesinas, migraciones y muros

Tal vez porque, como era de esperar, aquella zona próspera lo fue solo para algunos. En estas circunstancias, señala Rivera Garza, “las condiciones de trabajo eran muy extremas, muy difíciles, con salarios bien bajos, sobre todo para las personas a las que no les tocó ninguna tierra”. Se refiere a la repartición de tierra que se produjo en esa área durante el periodo postrevolucionario, en los años 20 y 30. Los que se quedaron fuera del reparto, continúa, “tenían largas jornadas de trabajo, con muy poca paga y sin ningún tipo de protección. Todo eso condujo a las protestas”.

Hoy, la capital de Nuevo León, Monterrey, donde está ubicado Estación Camarón, sostiene Rivera Garza, “es un lugar que se ha contado mucho a sí mismo como un lugar de industria y trabajo, donde el capital se siente bien”. Sin embargo, como en muchos lugares, “el inicio fue conflictivo, de mucha lucha y una gran movilización campesina y de agricultores. Y eso forma parte también parte de su raíz. Por eso me parece que la escritura es relevante en esos casos. Una escritura documental, apegada al territorio, también imaginativa, que nos recuerde a todos que en el origen de esta área golpeada por la violencia hay también un corazón rebelde”, defiende.

Situado en una zona demasiado definida por las fronteras entre México y Estados Unidos, lo que nos devuelve inmediatamente al presente, aquella zona, pegada a Tamaulipas, era un lugar de revueltas pero, también, de muchas migraciones.

“Mientras estaba escribiendo este libro –recuerda– empezaron todas estas noticias de familias separadas entre un lado y otro, con imágenes de migrantes encerrados en jaulas en condiciones inhumanas y degradantes. Todo eso es parte de lo que desde el presente le importa al libro. La cuestión con la migración es que no tendría por qué ser inhumana ni una tragedia. La vuelven tragedia los Estados modernos, sus afanes nacionalistas y, por supuesto, sus ideologías racistas. Hay una gran tradición de recorridos en toda esta zona, del norte de México al sur de Estados Unidos, que antecede al establecimiento de vallas en la frontera. Lo que hace daño es el muro, porque el paso, el continuo cruce entre estas áreas, ha sido parte de la experiencia misma del territorio”.

En ese sentido, explica, lo que le importaba “era regresar a un momento concreto” para indagar sobre “cómo se construyen las fronteras”. “Es decir, no solo basta con que un país, una nación declare: Aquí empiezo yo y aquí pongo mi muro. Eso es una declaración abstracta. Las fronteras se hacen con comunidades de personas, de plantas, con procesos de trabajo o producción. Y a mí me interesaba ver esa historia en este lado muy específico de la frontera que, por cierto, es uno de los menos estudiados en el caso de la relación entre México y Estados Unidos”.

Lo ajeno de la escritura

Poco después de las revueltas de las que escribe Rivera Garza, al otro lado de la frontera, en el sur de Estados Unidos, James Agee viajó, junto al fotógrafo Walker Evans, al estado de Alabama para retratar la vida de los arrendatarios algodoneros. Era el verano de 1936 y aquellos reportajes, un encargo de la revista Fortune, se publicaron en 1941 en un libro bajo el título de Algodoneros, editado en España por Capitán Swing. La conexión con este título, sobra decirlo, resulta evidente. Sin embargo, se plantea Rivera Garza, ¿estaba Agee legitimado para escribir sobre una realidad que no compartía?

El problema, recoge la escritora en su libro, era que para muchos ni el periodista ni Evans le habían aclarado nunca a estas familias que aquello iba a formar parte de un libro. “De la misma manera –se identifica ella ahora en sus páginas–, mi familia nunca se sentó a la mesa, como frente a un micrófono, con la explícita intención de hablar de su historia con el algodón”.

“Mi mención de Algodoneros es fundamental para entender mi trabajo aquí –relata–. La cuestión que planteo acerca de este tipo de publicaciones es una pregunta fundamental para todo el trabajo de escritura en general. Incluso en mi caso, como nieta de estos trabajadores agrícolas del campo, yo ya no lo soy, yo crecí en la ciudad. ¿Qué es lo que me permite conectarme a estas comunidades y a esta historia? Me parece una pregunta muy necesaria. Una que, por cierto, no se puede contestar de acuerdo a cuestiones identitarias. Me parece muy limitante esta idea de solo escribir de lo que conoces.

Lo que también creo es que cualquiera que hable de cualquier cosa tiene que llevar a cabo una investigación seria y con mucha devoción. La cuestión ética, por tanto, se responde con el trabajo de investigación, que es para mí un trabajo de cuidados. Es ahí donde establecemos esa posibilidad de acercarnos a materiales que distan mucho de nosotros. Además, mientras estamos escribiendo, por cierto, todos los materiales que toquemos son ajenos”.

De vuelta a Estación Camarón

Cinco años le llevó a la propia Rivera Garza esa investigación. Mucha documentación, muchas fotografías y un lustro de viajes a lo largo de la frontera del lado de Estados Unidos, desde su hogar entonces en San Diego (California), tratando de llegar, explica, a la mayor cantidad de lugares posibles donde se hubiera cultivado el algodón. “Es el cultivo más importante de la frontera norte de México. Tan importante como el maíz en Mesoamérica. Hay muchos pueblos que fueron muy ricos, que tuvieron muchos recursos, aunque por muy poco tiempo. Muchos de ellos ahora son pueblos fantasma y debo decir que tal vez el lugar más impresionante para mí fue llegar a Estación Camarón, un pueblo del que se habla mucho en este libro”.

Fue entonces cuando la escritora se topó con la pala de la excavadora. ¿Por qué estaban derribando la plaza? “Justo le hicimos esa pregunta a la persona que la conducía. Nos dijo que era por algo del fracking. Esa es un área donde ahora se está explotando la extracción de más recursos todavía a través de esta técnica tan dañina social y ecológicamente”, responde la escritora al evocar por última vez esta zona que alcanzó la prosperidad y a la que, tal vez, no le dejaron seguir otro camino.