Wenceslao Fernández Flórez. Retrato de M. Pardo de Vera. Cortesía de la Fundación Abanca

Wenceslao Fernández Flórez. Retrato de M. Pardo de Vera. Cortesía de la Fundación Abanca

Letras

La cara y la cruz de las novelas de Fernández Flórez

La publicación de las obras del escritor se ha convertido en un fenómeno editorial. Desde 'Novelas escogidas' hasta 'El terror rojo', numerosos sellos se han ocupado de su recuperación

13 febrero, 2022 15:40

Noticias relacionadas

Hay escritores que necesitan ser presentados al público sujetos por una cadena de licencias emitidas por el ministerio de la opinión pública, cuando el personaje en cuestión resulta controversial. Es el caso del coruñés Wenceslao Fernández Flórez (1885-1961), a quien se exime por un rato de haber sido un confeso franquista, admitiendo como descargo bondades que le redimen: su talento de periodista y el humorismo de sus escritos, sumados a diversos pluses favorables, por ejemplo, el que sustituyó a Azorín en el oficio de cronista parlamentario, corresponsalía ejercida antes por ilustres progresistas como Galdós. O el que numerosos e impecables literatos hayan avalado sus bondades artísticas, entre otras su amiga y paisana Emilia Pardo Bazán, o en tiempos más cercanos Fernando Fernán Gómez o Francisco Umbral, con quien compartía el gusto por el dandismo.

La introducción de González Somovilla al volumen Novelas escogidas, que reúne las cuatro novelas canónicas de nuestro autor, publicadas en torno a la segunda década del siglo XX, puede ser un ejemplo perfecto y sumamente útil de cómo la obra de WFF merece nuestro aprecio, y sirve de acicate para que volvamos a leerlo. No obstante, semejante apreciación de esta narrativa lanza al aire su obra y sólo vemos la cara de la moneda.

Suele construirse su imagen de escritor desde círculos estrechos, y por eso la literatura crítica le trata con un sí es no confuso. Su popularidad se contrapone con el escaso reconocimiento de la crítica; al hombre de derechas se le absuelve porque su literatura era de izquierdas (Fernán Gómez, Haro Tecglen); al reaccionario social se le conmuta parte de la pena por ser un verdadero ecologista. Y así los lectores quedamos un tanto perplejos.

Novelas escogidas es un ejemplo perfecto de cómo la obra de Fernández Flórez merece nuestro aprecio

González Somovilla aporta en su texto abundante información biográfica y sobre la obra para efectuar una lectura de la cara literaria de este autor, su labor de periodista parlamentario, de guionista de cine, la base profesional, que le permitirá dedicarse a su deseo de ser escritor, novelista. Sabemos, pues, que la popularidad proviene de sus artículos periodísticos llenos de chispa sobre los asuntos del día, a la que se suma un atractivo perfil bohemio. Siempre aparece retratado cigarrillo en la mano, vestido con esmero de dandy, y emitiendo frases ocurrentes. El aprecio literario, en cambio, viene otorgado por la élite. Cabe argumentar que su conservadurismo proviene de la cultura popular, las costumbres, maneras, instintos, y que rara vez deja al lector penetrar en las galerías de su alma, sus ideas quedaron siempre encerradas dentro de su consciencia.

Volvoreta (1917), considerada su primera obra de calidad, ha recibido numerosos elogios. Justificados en cuanto a la escritura se refiere, pues el libro fue redactado con soltura y gracejo, sin embargo cuando se considera la fecha de publicación, y se compara con lo editado por esas calendas, pongamos Abel Sánchez, de Miguel de Unamuno, advertimos que la obra de WFF se entronca mejor en la novela del siglo XIX que en la propiamente moderna.

Algunos críticos la han calificado de naturalista. De hecho, la novela cuenta una historia muy sencilla. El joven Sergio de clase media rural se enamora de Federica, conocida por Volvoreta, mariposa en gallego, que llega a servir a su casa. Ella duerme en un jergón relleno de hojas de maíz en el desván de la morada, donde el joven la visita y hacen el amor, hasta que un día son descubiertos por Rafaela, una vieja criada que duerme en el cuarto contiguo. Estos detalles del ruido de las hojas de maíz, y ciertos detalles de la descripción de la joven, sus pelos rubios color miel, los ojos verdes, y la turgencia de sus pechos, son los rasgos que sugieren a algunos críticos lo de naturalista. Rafaela, decía, entera a la madre, y Volvoreta abandona la casa y se va a servir a A Coruña.

Pardo Bazán, referencia gallega

Tras diversas peripecias, un tiempo en que Sergio se dedica al periodismo, se encuentra con Federica en la ciudad, hasta que llega el desengaño, que ella tiene otro amante. Y Sergio termina volviendo al pueblo. Galicia, la riqueza de ese bello rincón de España, es el espacio de la obra, lo que nos lleva a mencionar de nuevo a su admirada Pardo Bazán, que escribió dos obras contando una historia similar, la extraordinaria novela corta Bucólica (1885) y Morriña (1889). No me cabe la menor duda de que doña Emilia fue la inspiración de WFF, y ambas constituyen un estupendo dúo para aprender las costumbres de la Galicia rural. Volvoreta no alcanza la genialidad de Bucólica, donde un señorito deja embarazada a una belleza pelirroja, sensual, de ojos verdes, que cuando él le propone matrimonio se echa a reír, porque tenía novio. En esta Galicia popular reflejada en el texto reconocemos la antropología gallega de Los pazos de Ulloa (1885).

Dos novelas, El secreto de Barba Azul (1923) y Las siete columnas (1926), inauguran un rumbo narrativo distinto. Deja atrás el realismo, y la fantasía y el humor reemplazan al espejo stendhaliano como maneras narrativas. En la primera obra no se aleja demasiado de lo oral y legendario, pues la leyenda de Barbazul, de Charles Perrault (1697), este cuento de hadas sobre las relaciones conyugales, que trata de un oscuro personaje que casa con varias mujeres, desaparecidas luego misteriosamente, plantea el secreto oculto de la vida, que viene enlazado con episodios estupendamente cómicos de la milicia. Tras varias peripecias queda claro que “los afectos ni el sexo son la respuesta a sus tribulaciones, al secreto de la vida” (pág. XXXVI).

El bosque animado, sin duda su obra maestra, ofrece un galleguismo esencial, espiritual, ecologista

Las siete columnas aborda la jocosa desaparición del mundo de los siete pecados capitales, lo que provoca una enorme confusión. Vivir sin tentaciones, etapa que dura cinco años, resulta en principio una situación ideal, pero termina por ser nefasta, infinitamente peor que la vida con el incentivo del pecado y la consecuente pena. Acracio Pérez, un ermitaño, había logrado convencer al mismísimo diablo de que retirara esos pecados. Ya dijimos que el resultado no fue una Arcadia feliz. El joven empresario Florio Oliván le explica los errores a Acracio, que los pecados eran las columnas sobre las que descansaba la vitalidad humana, el progreso, las leyes. Esta sátira oculta una parte de la razón humana, la necesidad de enfrentar esa súplica de nuestra naturaleza, la lucha en nuestro ser del bien y del mal. Un aspecto que se refiere a ese hecho inevitable, que veremos en la cruz de su obra, la persistencia del conflicto humano. A la novela le valió el reconocimiento lector y el premio Nacional de Literatura.

El bosque animado, sin duda su obra maestra, ofrece un galleguismo esencial, espiritual, la relación del hombre con la naturaleza. Relata cómo la lluvia, el paso de las estaciones, hacen germinar la plenitud de la vida en ese entorno mágico. Nada tiene que ver esta Galicia con la rural de la pobreza, del señoritismo de Volvoreta. Llevada al cine en diversas ocasiones, siendo la versión de José Luis Cuerda con un título homónimo (1987), la mejor y más celebrada. Y gracias al guion de Rafael Azcona, resulta una historia coherente, que hilvana con maestría los diferentes personajes e historias, que en la novela vienen yuxtapuestas.

Igual que la Galicia de la novela de 1917 el referente era Pardo Bazán, ahora lo es Ramón del Valle-Inclán. Especialmente, la riqueza verbal y el deseo de plasmar la esencia de lo popular gallego, lo que termina por unir Los pazos de Ulloa con las Comedias bárbaras. Disfrutemos del mero comienzo: “La fraga es un tapiz de vida apretado contra las arrugas de la tierra; en sus cuevas se hunde, en sus cerros se eleva, en sus llanos se iguala. Es toda vida: una legua, dos leguas de vida entretejida, cardada, sin agujeros, como una manta fuerte y nueva…” 

La cruz (y el conflicto)

Estos libros ofrecen otra cara de WFF, una que, en mi opinión, no necesita excusas. Ofrece un espejo de la España de los años 30, alrededor de la guerra civil, en el que rehusamos mirarnos. Lo suelen evitar los más puros entre nosotros calificando a su autor de fascista para denigrarlo y de paso rechazar la imagen que ofrece el azogue, pero el abuso del término la ha hecho perder validez. Lo cierto es que el conflicto civil español sigue siendo una herida abierta en la moral nacional, y la sistemática recurrencia a la superioridad de los vencedores y vencidos con que se abre el debate en tiempo de elecciones ayuda poco a entender la violencia intensa que desató en ambos bandos. Ese sigue siendo la mayor causa de dolor, de la incomprensión del horror. Quienes escriben sobre el tema desde la cómoda distancia del ordenador, debían comprender que escritores, periodistas como WFF, que redactan sus páginas en el mismo perfil de la realidad del día a veces tocan temas que dan dentera, por la crudeza provocada por la inmediatez. Estos libros nos ayudarán a cuestionar lo sucedido entonces.

El terror rojo es un libro autobiográfico que ahora por primera vez aparece en castellano, traducido por Jesús Blázquez, y que trata de los azares vividos por un franquista en el Madrid republicano, perseguido por su condición de cronista parlamentario del diario ABC. Su lectura es un cáliz amargo, el del terror establecido durante el primer año de la guerra, los excesos y crímenes de los milicianos, la mano de hierro con que los comunistas importaron las checas soviéticas. Fernández Flórez al ser perseguido hubo de refugiarse en diversos domicilios y embajadas, Argentina, los Países Bajos, siendo un cónsul de Holanda el que facilitaría su huida a Francia. En las crónicas que componen este diario dejó según dice de servir a la belleza, como hizo en su narrativa, para servir a la obra artística moral. Lo que queda de este libro, descontados los juicios personales poco favorecedores de Manuel Azaña o de Largo Caballero, es la constatación de que el odio que siempre asociamos con los fusilamientos franquistas habidos durante la posguerra, tuvieron un paralelo en los crímenes cometidos por las milicias, muchas de ellas sanguinarias comunistas. Tras el congreso internacional de intelectuales en defensa de la cultura de París (1935), nadie dudó que los estalinistas querían presentarse como la alternativa al fascismo. No lo eran. Eran otra cara de la misma moneda humana.

Una isla en el Mar Rojo (1939) reaparece después de décadas, y novela lo contado en el libro anterior. Cuenta las peripecias del autor para evitar caer en manos de los milicianos, las dificultades de vivir en una ciudad sitiada, poniendo énfasis en el elemento emocional, el mantenimiento de la entereza de ánimo. Esta novela tiene una continuación en La novela número 13, donde el autor vuelve a bosquejar un panorama estremecedor del Madrid y la Barcelona revolucionarias, de la actuación de las Brigadas Internacionales en el frente del Ebro. Estos tres libros me dejan con una reflexión que no se escapará a ningún lector: lo acostumbrados que estamos a buscar lo malo en los demás y el olvido en que dejamos nuestra propia falta de templanza personal.

Tragedias de la vida vulgar. Cuentos tristes (1922) pertenece a la otra cara de WFF, la literaria y viene avalado por Fernando Iwasaki, fino catador de estilos literarios, y del que afirma que es “el mejor libro español de relatos”. Esta exageración, con permiso de Bécquer o de Juan Ramón Jiménez, contiene una pizca de verdad. Son historias de fino humor psicológico, “El miedo” o “Grano de sal”, del amante desdeñado por la frivolidad de su amada. Su prosa revela esa precisión de contar historias culturalmente ricas, realistas, llenas de humor, de un escritor para quien la cultura fue una manera de vivir.