16-Ernaux-2---Catherine-Hélie-(c)-Gallimard

16-Ernaux-2---Catherine-Hélie-(c)-Gallimard

Letras

Annie Ernaux, todo sobre su madre

En 'Una mujer', la escritora se sumerge en la intimidad de su duelo ante la muerte de su madre no para mitigarlo, sino para horadarlo y atravesarlo y alcanzar el otro lado

30 noviembre, 2020 09:23

Una mujerAnnie Ernaux

Traducción de Lydia Vázquez. Cabaret Voltaire. Madrid, 2020. 120 páginas. 15,95 €

“Mi madre murió el lunes 7 de abril en la residencia de ancianos del hospital de Pontoise”: así empieza Una mujer, con la fuerza perturbadora de las palabras comunes, con el estilo depurado y sobrio de quien concibe la indagación en la conciencia como un compromiso literario y ético para comprender la realidad. Annie Ernaux (Lillebonne, Normandía, 1940) no escribe para mitigar el dolor por la ausencia materna; muy al contrario, se sumerge en la intimidad de su duelo para horadarlo y atravesarlo y alcanzar el otro lado: un lugar en el que la madre deja de ser “una sombra grande y blanca” para ser, en virtud de la palabra, un sujeto con historia. Ernaux toma las imágenes maternas y les da vuelta para escribir su reverso, para “encontrar una verdad sobre mi madre”, para aprehender “a la mujer que existió fuera de mí, la mujer real, nacida en un barrio rural de una ciudad pequeña”.

Como el resto de su narrativa, esta pieza, exquisita, terrible, no es ni autoficción ni novela; es una escritura que hace del yo literario un personaje colectivo: alguien que con sus palabras dice también nuestras verdades. Porque Una mujer no es solo la madre de la autora, no. Es todas las ancianas con alzhéimer que ya no están y que han dejado tras de sí un hueco insondable. Ernaux escribe para llenar ese agujero, para reparar su vínculo con el mundo y restituir el nuestro.

Pero no me gustaría confundir al lector; el libro no tiene nada de manual de autoayuda. Una mujer ofrece, sobre todo, una experiencia ético-estética impresionante y muchas veces incómoda. Sus páginas parecen frías, pero queman, parecen delicadas, pero son violentas. La autora necesita mitigar su soledad, es cierto, pero quiere, sobre todo, sentirse menos falsa; por eso hurga en sus afectos con piedad, pero sin miedo. Sus recuerdos parecen un ovillo desmadejado hasta que de repente el hilo se tensa y el lector es conmovido por la emergencia de una verdad, como cuando dice que un día ella será “una de esas mujeres que esperan la cena doblando y desdoblando la servilleta”. Leemos esa imagen y es imposible no sentir nuestro posible destino, el devastador paso del tiempo, la vejez que algún día ostentaremos si tenemos suerte.

Annie Ernaux se sumerge en la intimidad de su duelo ante la muerte de su madre no para mitigarlo, sino para horadarlo y atravesarlo y alcanzar el otro lado

Una mujer regresa el mundo convertida en palabra porque otra mujer tiene la vocación de hacer literatura con el desorden del tiempo y la experiencia del yo. Tal vez porque escribir el legado materno signifique, por encima de todo, contar la propia historia, Ernaux transmuta su memoria de hija en un relato que se trenza, sosegado y lento, con la narración de la madre. Pero Una mujer son muchas mujeres: cada vez que la autora dice yo escribe también nuestras vidas: la terrible adolescencia, el cuerpo como lugar de la vergüenza y del deseo, la búsqueda dolorosa de una identidad más allá de la familia o las fracturas sociales y culturales entre una madre, obrera primero y tendera después, y una hija con estudios.

Y es que la conciencia de clase es una cuestión que siempre acaba saliendo en sus libros; no en vano, la profesora y escritora burguesa en que se ha convertido afirma en Una mujer: “Este libro, para cuya escritura tengo el tiempo y los medios desde que perdí a mi madre es, sin duda, un lujo”. Puede que tenga razón, pero también la tengo yo al decir que no haberlo escrito habría sido, sin duda, un despilfarro.

1987: una mujer muere en una residencia de ancianos. Tres semanas después, su hija empieza a escribir. Diez meses más tarde, Gallimard publica el texto. 2020: Una mujer mantiene intacta la belleza pesante de unas palabras cuidadosamente escogidas, porque la autora cree en el poder de la literatura para intervenir en el mundo y darle un sentido. La expresión de lo íntimo es aquí, como en el resto de su obra, un ejercicio de compromiso ético insoslayable. Hablo de cómo nos muestra que se debe amar en el conflicto (“Durante la adolescencia me despegué de ella y ya no hubo más que lucha entre nosotras”); hablo de cómo nos recuerda que la vida no es suave, pero que debemos serlo con nuestros seres queridos.

Exhibe con la misma elegancia impúdica su vergüenza y su odio contra la madre, su admiración y su compasión inmensas. Es precioso el modo en que, a través de pequeños detalles, la autora nos deja ver un amor gigante: “Ella me dijo ‘me gusta cuando me peinas’. Desde entonces, la peinaba siempre”. Nadie nunca más oirá la voz de esta mujer, que vivió. Gracias a su hija, sin embargo, podremos siempre leer su historia.