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Letras

El viaje al infierno de Carolyn Forché

En estas memorias, la poeta Carolyn Forché narra todo lo que vio y oyó en sus ipulsivos viajes a finales de los 70 a un Salvador inmerso en una cruenta guerra civil

20 abril, 2020 07:55

Lo que han oído es cierto. Testimonio y resistenciaCarolyn Forché

Traducción de Martín Schifino. Capitán Swing. Madrid, 2020. 399 páginas. 22 €

“¿Quién es Gómez? Nadie lo sabe”. El autor de esta críptica declaración no era otro que el propio Gómez, Leonel Gómez Vides, un caficultor salvadoreño que en 1977 se presentó en la puerta de la poeta Carolyn Forché (Detroit,1950) con un manojo de papeles bajo el brazo y sus dos hijas detrás. En unos días la convenció de que hiciese su primer viaje a El Salvador justo cuando el país estaba al borde la guerra civil.

En Lo que han oído es cierto, Forché reconstruye cómo este encuentro inesperado con un extranjero acabó cambiando el rumbo de su obra y de su vida. Entonces la autora tenía 27 años, vivía en San Diego y empezaba a labrarse una reputación por su trabajo. Ya había oído antes el nombre de Gómez, cuando viajó a España para traducir los poemas de la prima de este, Claribel Alegría, aunque nadie sabía a ciencia cierta si el hombre colaboraba con la guerrilla salvadoreña o con la CIA. Hasta la publicación de estas memorias, las experiencias de Forché en El Salvador entre 1978 y 1980 han permanecido en su mayor parte destiladas en su poesía. “El coronel”, incluido en El país entre nosotros, empieza con una elegante cena en casa de un coronel y acaba con un saco lleno de orejas humanas, espeluznantes trofeos de una guerra sucia, que el militar vacía sobre la mesa.

Las memorias de la autora toman su título del primer verso de ese poema. Empiezan poco a poco, con la descripción pormenorizada de cómo tomó la trascendental y aparentemente inexplicable decisión de seguir las instrucciones de un misterioso extranjero instándola a emprender un peligroso viaje, pero una vez que el relato cobra impulso es difícil dejar la historia. Durante un tiempo, no queda claro en absoluto hasta qué punto se puede confiar en Gómez. Cuando aparece por primera vez, pinta a Forché imágenes de galeones españoles, le explica el maltrato que los conquistadores daban a los indios, y utiliza un palillero y un salero para representar la lucha interna entre los oficiales salvadoreños tras casi 50 años de dictadura militar. Ofrece espeluznantes disquisiciones sobre los escuadrones de la muerte, los desaparecidos y los miembros humanos arrastrados a la playa por las olas. Forché le dice que haría mejor en reclutar a un periodista para dejar testimonio de lo que ocurre “Quiero un poeta”, insiste él. “¿Por qué cree que he venido de tan lejos?”.

Cuando la autora llega a El Salvador, Gómez la traslada de un sitio a otro en su Toyota Hiace blanco sin dejar de mirar el retrovisor y con una pistola envuelta en un ejemplar de la revista Time entre los dos. La lleva al campo para que conozca a los campesinos que apenas tienen qué comer, y a la embajada de Estados Unidos, donde el embajador la previene contra Gómez porque “no sabemos quién es”. Su guía la lleva incluso al cuartel general del Ejército salvadoreño, donde comenta candorosamente a un teniente coronel la mala imagen que están dando al Ejército tantas desapariciones antes de preguntarle si puede utilizar su ducha.

En estas memorias, Forché narra todo lo que vio y oyó en sus viajes a un Salvador inmerso en una cruenta guerra civil

Todo ello resulta tan chocante como le resultó a la propia Forché, al menos al principio. Poco a poco, el lector va familiarizándose con Gómez y su país a través de los ojos de la escritora, que empieza sin saber prácticamente nada para ir aprendiendo paulatinamente un poco más. A Gómez le enfurece la pobreza supina de la mayor parte de su país, donde los campesinos viven en cabañas de barro y trozos de chatarra. “Si los campesinos salvadoreños luchan”, reflexiona, “tienen que ganar. Si no ganan, seguirán sufriendo otros 200 años”. Pero Gómez también posee tierras. Está en contra de la corrupción y a favor de las reformas, si bien asegura que no tiene “lealtades doctrinarias”. Su ejemplar de Maquiavelo ha sido hojeado tantas veces que tiene que sujetarlo con una goma. Cuando Forché hace un comentario sobre el cartel del Che Guevara que hay en su casa, él le contesta: “Bueno, sí, también tengo pósteres de Mussolini para un caso de necesidad”.

Forché es consciente de que lo que Gómez llama su “sinfonía de ilusión” resulta ser la única manera que tiene de dar apoyo a los esfuerzos reformistas contra un régimen asesino y al mismo tiempo intentar, dentro de lo posible, protegerse a sí mismo. “Allí el terror se da por hecho”, escribía Joan Didion en 1983 en su libro Salvador. Forché cuenta cómo la persiguieron los escuadrones de la muerte, y no solo una vez, sino dos. Los asesinatos se volvieron tan indiscriminados que llegó a familiarizarse con el “nauseabundo y dulzón hedor a podredumbre” de los cadáveres abandonados junto a la carretera. Un fragmento de las notas precipitadas que tomó en aquella época –garabateadas a lápiz “para que la escritura se pudiese borrar”– recoge cómo los cuerpos eran mutilados para convertirlos en instrumentos de intimidación: “Cuando la simple muerte no inspira miedo a la población hay que dar otra vuelta de tuerca y hacer que la gente vea no solo que va a morir, sino que morirá de manera brutal y lenta”.

Detrás de la mayor parte de los asesinatos cometidos durante los cruentos 12 años de guerra civil en El Salvador estaban las fuerzas gubernamentales, que contaban con el apoyo financiero y el adiestramiento estadounidense. En su libro, Forché hace continuas referencias al contexto político, pero el perfil de sus memorias se ajusta fielmente a lo que vio y oyó, y a cómo, a partir del horror, empezó a discernir qué tenía que hacer personalmente.

La autora volvió a Estados Unidos para escribir lo que llamó “poesía de testimonio” (“nacida en una isla de gracia / y codicia en la que uno se percibe a sí mismo / aparte de los otros”), se casó con un fotógrafo de guerra y tuvo un hijo. “Hay que ser capaz de ver el mundo tal como es, de ver cómo está compuesto, y hay que ser capaz de contar lo que uno ve”, le indicó Gómez, pero le dejó a ella la tarea de averiguar el resto por sí misma. “No tengo sus respuestas”, le advirtió. “No soy más que un hombre”.