Casas-Escritoras

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Letras

Ellas vivieron aquí

Periodista y editora, Sandra Petrignani emprendió hace 30 años un viaje único a las casas de las autoras que admira, relacionando vida, pasiones y literatura. El resultado es La escritora vive aquí, que lanza ahora Gatopardo Ediciones.

20 septiembre, 2019 17:20
Marguerite Yourcenar en Petite Pleisance

Convencida de que “nada resulta más revelador acerca de los sentimientos de un ser humano que el lugar en el que vive y los objetos de los que se rodea”, en 1986 la periodista italiana Sandra Petrignani (Piaceza, 1952) emprendió un viaje alrededor del mundo que aún no ha terminado en busca de los enigmas literarios y vitales de un puñado de escritoras que admiraba intensamente. La idea, confiesa en el libro, nació tras leer la autobiografía de Leonard Woolf, en la que el marido de la autora de Al faro confesaba creer que “las huellas más profundas en la vida de una persona son las que dejan las distintas casas en las que ha habitado”, aunque también estaba seguro de que “es verdad también lo contrario: que en las casas quedan grabados los signos indelebles de las presencias que han habitado en ellas”. Pues bien, en pos de esos destellos personales y creativos nace La escritora vive aquí, que se detiene, entre otras, en las casas natales de Colette y de Karen Blixen, así como en Monk’s House, el último refugio de Virginia Woolf, y en Petite Plaisance, la casa de Marguerite Yourcenar en Maine, Estados Unidos, entre otras villas.

La autora de Memorias de Adriano vivió en Petite Plaisance treinta y seis años, hasta su muerte en 1987 (está enterrada en el cementerio de Somesville, la aldea más cercana, junto a las tumbas de Grace Frick, su compañera durante cuarenta años, y de Jerry Wilson, su último y desesperado amor maltratador). Petite Plaisance es una casa de campo acogedora, “embellecida por un porche con una enredadera de tupido verde. […] En el interior se ve un espacio luminoso, amueblado con butacas y mesitas de mimbre blanco con grandes cojines a rayas que conservan la huella de los cuerpos”, donde solía tomar el te con sus amigos, explica Petrignani. Las librerías están organizadas temáticamente, de los clásicos a los libros de espiritualidad, de Mishima a las obras que le resultaron útiles para escribir Opus nigrum o Memorias de Adriano, y hay fotos, muchas fotos, sobre todo de su cocker Valentine, de la que Grace estaba celosa. Quienes entrevistaron allí a la escritora descubrieron su carácter camaleónico: el día anterior les recibía vieja, huraña, mal vestida, pero al siguiente, ante la cámara, una Yourcenar elegante y simpática con todos derrochaba encanto. Su participación en Apostrophes, el popular programa televisivo de Bernard Pivot, en 1981, descubrió a los franceses a “una señora de setenta y siete años, corpulenta, de ojos maliciosos, que maneja perfectamente la concordancia de los tiempos” y que sobre todo mantenía a raya las provocaciones irónicas del popular presentador. Tenía fama de ser una especie de ermitaña porque vivía en una isla remota, pero habían sido las vicisitudes de su vida las que la habían llevado hasta allí. Y sostenía, convencida: “Mi personalidad es como mi casa, muy abierta”.

Colette, sala a sala

Colette en su casa natal

A dos horas y media en coche de París se alza Saint-Sauveur-en-Puisaye, pueblo natal de Sidonie-Gabrielle Colette (1873-1954), la célebre Colette. Allí, en un caserón del siglo XVIII, se encuentra el museo de la escritora, donde se ha trasplantado su último hogar parisién pieza a pieza, sala a sala.

Petragnani visita el lugar en octubre de 2001 y se asombra. Su primera impresión ante la habitación de Colette es que no parece el dormitorio de una escritora, porque “es rojo fuego. Como en un viejo burdel. Rojas las paredes, tapizadas de seda, y también el techo”. De la gran biblioteca que ocupaba tantas paredes de la casa de Palais Royal queda una pequeña escalera de madera en la que han colocado objetos queridos de Colette y en las paredes se multiplican los carteles de sus espectáculos y muchísimas fotografías.

Karen Blixen, ¿en casa?

Karen Blixen en Rungtedlund

La casa natal de Karen Blixen, una antigua villa danesa del siglo XVIII, se encuentra a la entrada de un parque de dieciséis hectáreas, Rungstedlund, que la escritora quiso convertir en reserva natural para las aves migratorias (lo consiguió en 1958). Anárquica y caprichosa, despótica, de repentinos cambios de humor, exigente, magnética según sus propios sobrinos, la fortísima personalidad de Blixen (más conocida entre los lectores como Isak Dinesen) se apodera de toda la mansión, especialmente en la estancia en la que se guardan los libros de su biblioteca, que conservan en los márgenes breves anotaciones. Lo mejor es que no se trata de notas literarias, sino de la vida cotidiana. Así, en una de las ediciones de Réquiem por una mujer, de Faulkner, anotó una lista de árboles para plantar en el jardín, y en la solapa de Fiesta de Hemingway hay una lista de platos: tortilla, arroz, pasta… Y eso que el norteamericano fue uno de sus mejores amigos escritores y que cuando le concedieron el Nobel, dijo públicamente que debía haberlo ganado ella.

Blixen murió serenamente en Rungstedlund, en su cama, de desnutrición. Judith Thurman escribe: “No tenía en modo alguno miedo a morir. Fue a oler el perfume de los tilos y a escuchar el canto de los ruiseñores, sabiendo que era la última vez”.

La habitación propia de Virginia

Virginia Woolf en Monk's House

Dice Petrignani que si existe una casa de ensueño se encuentra en Charleston Farm, en Sussex, Inglaterra. Allí se instaló Vannesa Bell, la hermana de Virginia Woolf, con su gran familia y sus excéntricos amigos (T. S. Eliot, Keynes, Britten, Strachey), salvajes y felices. Y muy cerca, como una suerte de espejo oscuro, el matrimonio Woolf compró Monk’s House (Rodmell).

“Lo que Charleston tiene de soleada, Monk’s lo tiene de oscura y hundida”. Con una excepción: el dormitorio de Virginia, añadido en 1929, un espacio luminoso, con dos ventanas y una puerta independiente que da al jardín. Cuando se construyó esta “habitación propia” gracias a las ganancias obtenidas con Orlando, Virginia aspiraba a tener, por fin, su estudio, pero la habitación terminó siendo sólo el dormitorio. En ella se conserva también una mesa, grande y sólida, sobre la que acumulaba “papeles, botellas de tinta, cartas, viejas boquillas para los cigarrillos, montones de plumines nuevos y usados, cajas de cerillas, y los puros que fumaba de vez en cuando, porque era muy desordenada”. Vestigios de una vida que acabó el 28 de marzo de 1941, en el río que discurría bajo Monk’s House, a los cincuenta y nueve años.

@nmazancot