Ilsa_Barea

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Letras

Ilsa Barea, una llamada desde la Guerra Civil

Hoja de Lata publica por primera vez en español Telefónica, la novela donde la periodista y política Ilsa Barea-Kulcsar narra el día a día del emblemático edificio de comunicación y censura durante el sitio de Madrid en 1936

11 junio, 2019 14:39

«¿Es cierto que cuando oyes silbar las bombas ya no te pueden dar?» se preguntan temerosos los corresponsales extranjeros mientras cruzan la Gran Vía madrileña. Han venido a España para cubrir la guerra civil y cada día envían sus crónicas desde la central de la Telefónica, sede de la oficina de censura para la prensa extranjera. Es el edificio más alto de la capital, el primer rascacielos del país, y los aviadores alemanes tratan a diario de bombardearlo para aislar las comunicaciones de la República.

Allí llega un buen día la voluntaria alemana Anita Adam, pequeña, rolliza, independiente y muy decidida. La han asignado a la oficina de censura ya que habla varios idiomas. Su modo de ser autónomo choca de pleno con el machismo de los españoles y con el rol subordinado de las españolas, siempre esposas o amantes. Allí, en el enorme edificio que tiembla bajo las bombas de los junkers y los obuses del quince y medio, refugio inexpugnable y prisión asfixiante al mismo tiempo, permanecerá inalterable la pequeña Anita, trabajando a la débil luz de las lamparillas de su escritorio.

Estos son los mimbres con los que la periodista y política Ilsa Barea-Kulcsar (Vien, 1902-1973) escribió Telefónicauna vibrante novela basada en sus propias experiencias de guerra, en el Madrid sitiado en el que todos desconfían de todos y en el que ella encontró el amor de Arturo Barea. El texto, que se publicó por entregas en 1949 y aparece ahora por primera vez en español, lo concluyó el día antes de que la Segunda República sucumbiera.

 

El Cultural publica el arranque de Telefónica

 

En lugar de una dedicatoria

Acabo de leer en el periódico la noticia de la entrega de Madrid. las tropas del general Franco han entrado en la ciudad. las mujeres y los niños han mendigado pan a los soldados, los hombres, cigarrillos. Han izado la bandera de la España nacional en lo más alto del edificio de la telefónica, el rascacielos que durante los años de asedio fue el más bombardeado y tiroteado… algo así decía el escueto comunicado. delante de mi habitación se extiende un césped verde que una niebla fina y suave empieza a envolver. un tordo se ha posado en la valla. En el seto alborota un coro de pajarillos. los cálices amarillos de las campanillas de primavera ondean en silencio. Estoy en Inglaterra. Pero el zumbido de motores de avión se oye más que el chisporroteo de la madera húmeda de la chimenea. tres pájaros negros surcan en un vuelo bajo y lento el apacible horizonte. ¿Aviones de maniobras o la fuerza aérea? Aquí tienen tiempo de formar a los pilotos porque Madrid ha resistido hasta ayer, no se rindió hace dos años y medio.

Pronto no se entenderá cómo fue. Surgirán leyendas que ocultarán a los hombres vivos o ya muertos que no quisieron someterse y no se entregaron porque no les parecía justo. En aquellos meses yo vivía en la telefónica de Madrid. Quiero intentar hacer vivir a estas personas -no la verdad oficial sino la verdad interior de todos nosotros- en un libro, tal y como se han adueñado de mí: por eso no veo el sentido de dedicarles este libro.

***

Los feos edificios de Madrid se transforman en una ciudad espléndida cuando la tarde luminosa los hace relucir como bloques fantásticos delante de los montes en el ocaso, o cuando el sol blanco del mediodía los dibuja como superficies lisas y es- tridentes con finos bordes umbríos sobre la campana centelleante del cielo de un intenso color azul.

Entonces ese rascacielos americano que es la Telefónica pierde sus ridículas molduras y sus torrecillas y se convierte en la torre vigía de esta ciudad de ensueño.

La telefónica era la atalaya y el símbolo de Madrid en aquellos primeros meses de sitio, cuando la gente, sobreponiéndose a sus pequeños miedos y a los pequeños actos de valor de sus vidas individuales, se convirtió en un solo pueblo en lucha. Este destino común de vida y muerte al que nadie podía sustraerse creó una cálida unión en el interior de los elevados muros de hormigón de la telefónica, porque los que trabajaban y vivían allí se sentían como la avanzadilla de la muerte. Y sin embargo, nadie murió durante esos meses en la telefónica de Madrid, y el edificio sobrevivió con cientos de impactos de granadas en el cuerpo.

Sus ventanas miraban al frente. a sus pies se amontonaban sacos de arena. Y por las tardes, antes de que llegase la oscuridad total y empezasen los combates nocturnos, veíamos brillar a nuestro Madrid torturado y destrozado por la batalla desde la torre de la telefónica, como si fuera una fortaleza incorpórea y atemporal.

Ilsa Barea

Hertfordshire, 29 de marzo de 1939

Primera Parte

—¿Es cierto que cuando oyes silbar las bombas ya no te pueden dar? —preguntó Johnson. Iba por la calle de Alcalá con Simms y Warner, con la sensación de atravesar una selva inexplorada. Era el 16 de diciembre de 1936. Estaba en Madrid, y en la redacción esperaban que les enviara una serie de reportajes sobre la defensa e inminente con- quista de la ciudad. Hacía solo cinco días aún estaba en Londres. Eso le parecía fantástico.

—Sí, es cierto —le respondió el pequeño Warner, que prefería aferrarse a esa parcela de tranquilidad—. Por lo menos eso espero. —La cara de ratón de ojos vivos traslucía tensión interna, todos los músculos trabajaban bajo la piel. Llevaba ya tres meses en Madrid como corresponsal de guerra.

De alguna parte llegó un estruendo sordo.

—Ha sido por la plaza de Callao —dijo Simms, que vivía en Madrid desde hacía cinco años y conocía y amaba cada una de sus calles—. Suena como si fuera de gran calibre… no, lo de los silbidos es una leyenda. No se puede uno fiar de nada. Nunca se sabe si te van a dar o no.

Siguieron caminando en silencio.

—¿Lo de ahora ha sido un obús? —preguntó Johnson. Su fino rostro de intelectual bajo el pelo de un rubio pajizo solo expresaba curiosidad, pero en su interior se preguntaba desconcertado: ¿A qué mundo he ido a parar?

Warner lo había tomado por un obús, pero prefirió decir: —No. Por cierto, si oye una explosión cerca, tírese al suelo, Johnson.

—Ya me lo ha dicho todo el mundo. Creo que así se me estropeará el traje —dijo Johnson. Suena muy afectado decir eso, pensó, y añadió—: Bueno, es mi primer día en Madrid.

Doblaron para entrar en la Gran Vía.

—Allí está la Telefónica —dijo el pequeño Warner—. Ya sabe, la central de teléfonos. Es de los americanos, ahora la ha reclamado la República y está bajo el control de la autoridad militar. Mire bien el edificio, Johnson, allí es donde pasará la mayor parte de su tiempo. La prensa y la censura se alojan allí. Es el edificio más alto de Madrid y el mejor blanco para los nacionales.

Johnson contempló el gran bloque liso con las clásicas torrecillas sobre la moldura del tejado.

—¿Por qué trabaja ahí la prensa si el edificio corre ese riesgo? —preguntó, y pensó en su amiga Anita, que desde aquel día tenía que estar en el edificio ejerciendo de censora, qué oficio tan desagradable, y servir de blanco.

—Desde ahí podemos llamar al extranjero —explicó Simms, que iba junto a Johnson dando largos pasos tranquilos, tan callado como de costumbre—. Por eso nos han instalado un despacho. Es más seguro que pasar por esta calle con cada noticia que surja. No es un camino agradable.

—Además, la Telefónica es el puesto de observación del Estado Mayor —dijo Warner, que siempre se empeñaba en mostrarse bien informado, precisamente porque sus colegas, por su juventud, no lo tomaban del todo en serio—. Si uno se fija en lo que sucede en el edificio, se puede adivinar todo tipo de cosas. Solo que la censura es estúpida y a los anarquistas los enloquece el miedo a posibles espías.

Un silbido agudo y prolongado: los tres tensaron los nervios para estar preparados para la explosión.

No hubo ninguna explosión, solo un golpe amortiguado. Una fina nube de polvo salió de uno de los tejados de enfrente.

—No ha explotado —constató Simms—. De lo contrario no habríamos tenido tanta suerte. La metralla de las granadas vuela muy lejos.

El pequeño Warner se había puesto un poco colorado.

—Siempre me alegra haber terminado este recorrido —dijo.

Johnson se sacudió como un perro saliendo del agua. Miró a los que pasaban —soldados en uniformes con prendas de diferentes procedencias, chicas sobre tacones altos con peinados de rizos complicados y labios de colores chillones— y preguntó:

—¿Uno se acostumbra a eso?

—Hasta hace ocho días no estaba tan mal la cosa, hasta el 7 de noviembre. Todavía no lo sé —contestó Simms, cuyo rostro enjuto con inesperados ojos oscuros no se había inmutado.

—¿Tenéis miedo? —insistió Johnson. Quería aprender a captar ese aire tan extraño.

—¡Todos tienen miedo! —exclamó Warner—. Ya se dará cuenta de lo que es Madrid… si Franco le da tiempo para ello. El primer día todos están perplejos, pero después viene lo serio.

—Es mejor que caminemos rápido —dijo Simms.

La explosión llegó por sorpresa, sin ser anunciada por ningún silbido. Primero algo parecido a un golpe, luego el estallido en sí y la presión del aire, el sonido de cristal y la caída de trozos de piedra. cada uno sintió el golpe en el propio cuerpo, sintió el corazón agitarse y el cerebro detenerse: esperando lo desconocido.

Warner se echó a tierra, Simms se apretó contra la puerta de una tienda. Johnson se encontró solo, con el pulso acelerado y la sensación de que se le encogía el estómago, solo en mitad de la acera repentinamente vacía. A unos treinta metros rodaba una lenta nube negra por la calle, se expandía y se diluía convertida en humo gris.

—Entonces eso era un obús —se dijo en voz alta. A través del humo vio moverse unas figuras oscuras. De todas partes por las puertas de las casas empezó a salir gente que continuaba andando a toda prisa. Oyó gritos que no entendió y se sintió tremendamente solo.

—Mi bautismo de fuego como corresponsal de guerra —le dijo a Simms con expresión de sorpresa en los ojos—. No he pasado mucho miedo.

—Deprisa, ahora nos quedan quizá un par de minutos—respondió el otro. Warner ya se les había adelantado.

—Es soportable. —Simms, alto, de largas y delgadas extremidades, avanzaba a pasos regulares y bien medidos mientras hablaba sin prisa—. Nosotros estamos aquí por unos periódicos. Los españoles, por su vida.

Una humareda venenosa persistía en el aire; el atardecer había llenado la calle de un gris neblinoso; todo parecía un mal sueño.

—¡Aquí le han dado a alguien! —gritó Warner, que se había detenido. Junto a la mancha clara sobre el pavimento, donde había saltado la piedra, había un charco pequeño y oscuro.

—No lo pises, a mí me pasó una vez y me puse fatal —dijo Warner en voz baja.

—¿Está lejos la Telefónica?

—A unos minutos, unos doscientos metros. Está lejos.

Vamos —dijo Simms.

Caminaban más despacio que antes, no más rápido. Johnson lo constató. ¿Queremos demostrarnos que no tenemos miedo?, se preguntó, y luego dijo:

—Material para mi primer artículo desde Madrid. Otro mundo.

—Un mundo extraño —dijo Warner—. Nunca lo entenderemos del todo. Hace ocho días apostamos que Madrid caería durante la noche. Esta gente no puede creer en la victoria, ¿por qué no acaba de una vez?

—¡Venga, Johnson, tómese un whisky! —Simms se les adelantó al atestado bar del Hotel Gran Vía—. Beba a la salud de la Telefónica, que no le acierten demasiado.

A lo largo de la barra semicircular del bar estaban sentados ruidosos soldados y algunas chicas, no muy guapas, demasiado maquilladas, pensó Johnson. Oyó un traqueteo y no sabía si era una metralleta o una moto. Nadie se volvió. Solo Simms se cruzó con su mirada interrogante y dijo:

—Es el frente. A kilómetro y medio bajando la calle. Incluso algo menos. Pero hoy es un día tranquilo.

—Día tranquilo, día tranquilo, sin novedad en el frente—dijo Johnson—. Creo que en guerra todo el mundo está un poco loco. Así que esto es un día tranquilo para darme la bienvenida a Madrid. Empiezo a aprender español.

Bebieron. Todos los que estaban sentados en los elevados taburetes de la barra bebían vino. Hacían mucho ruido. A Johnson le dio rabia no entender absolutamente nada y estuvo a punto de enfadarse con esas extrañas personas incomprensibles.

—¿Cómo se entera uno de las noticias oficiales? —preguntó.

—Lo mejor es ir a la Telefónica y acercarse al frente dando un paseo. Es ahí donde está la auténtica primicia, Johnson, en esa gente y en estas calles, detrás del frente. —Simms se animó por un momento—. Y en la Telefónica.

—Crucemos la calle antes de que vuelvan a atacar. ¿No habéis oído los últimos trallazos, justo ahora? —gritó Warner a través del ruido. Se había colocado en la puerta y volvió rápidamente a la barra.

Ya estaban en la calle y la cruzaron a toda prisa.

—No he oído nada, todavía no conozco bien los ruidos de la guerra —dijo Johnson medio disculpándose—. ¿Siempre hay estas pausas entre los tiros?

—Preferimos suponerlo —contestó Simms secamente. De un segundo a otro la niebla se espesó.

—En la oscuridad no disparan mucho, solo hacen algunas pruebas —constató Simms cuando ya habían alcanzado la fachada lisa de la Telefónica y doblaron la esquina.

Coches en una calle estrecha, mucha gente en la acera, un puesto de guardia, una puerta pequeña en un portal imponente: entraron en el vestíbulo de la Telefónica.

—Estamos en casa —dijo Simms. Explicó algo en español a un hombre seco y desagradable, de mandíbula poderosa y nariz aplastada—. Es un funcionario de control anarquista, registra a todos los que entran por si llevan armas. Pero nosotros somos de la prensa, le he acreditado, Johnson.

Se oyó un golpe sordo, los cristales de la puerta tintinearon y las paredes retumbaron en silencio. Las numerosas personas que estaban en el vestíbulo, hombres, mujeres y niños hablaban todas a la vez. Pero no pasó nada más. Solo un hombre se acercó al teléfono interno para hacer una llamada.

—No ha sido más que la moldura del tejado —aclaró Simms, que había estado escuchando.

—¿Han dado a nuestro edificio? —preguntó Johnson. Miraba las caras españolas pasando de una a otra y no entendía nada de lo que veía. ¿Cómo se hacía para vivir ahí?

Es otro mundo, se respondió a sí mismo.

II

Era una noche gélida y oscura, sin luna ni estrellas. La niebla de la tarde se había disipado, pero el aire aún estaba impregnado y teñido de ella.

En la habitación del comandante de la Telefónica no había ninguna luz encendida porque la ventana estaba abierta. Agustín Sánchez se inclinó sobre el antepecho e intentó mirar hacia abajo, hacia la Gran Vía. El ancho desfiladero que formaba la calle estaba sumido en una oscuridad tan impenetrable que creyó apoyarse en él como en un cuerpo.

Del frente más cercano llegaban los trallazos de fusiles en breves intervalos. desperdicio de munición, nerviosismo, pensó. Las noticias sonaban mal, eran muy imprecisas. No debería haber llamado al Ministerio de la Guerra, tendría que haber ido él mismo. Hoy era un día relativamente tranquilo, así que no podía esperar que viniera el general. Y tendría que trabajar toda la noche y hacer pausas cortas para dormir, sin saber exactamente cómo estaba la cosa y hasta dónde se había acercado el enemigo. En realidad, le venía muy bien no tener tiempo de dormir, porque la incertidumbre hacía que el pesimismo se apoderase de él y en la cama le habrían torturado las pesadillas. Cuando conocía lo peor y veía que no era tan malo como sus miedos secretos, sentía que le invadía un valor casi alegre que los demás no llegaban a entender y que tomaban por una valentía especial. Quizá hoy sería también así si hubiera ido al Estado Mayor y supiera por qué reinaba tal silencio en el frente, en lugar de tratar de adivinarlo.

Y sin embargo, aunque hubiese tenido un par de horas libres, o incluso si no hubiera estado prisionero de ese trabajo, no habría querido abandonar el edificio de Telefónica. Aquí le eran familiares las escaleras incluso en la oscuridad. Aquí ya le habrían matado hacía tiempo si alguno de los cientos de trabajadores y empleados hubiera querido aprovechar la ocasión: así pues, aquí estaba seguro. Aquí estaba el trabajo que mantenía a salvo su cordura. Afuera le invadían el miedo y la furia, su ciudad se había convertido en algo extraño y las personas, en seres incomprensibles.

Todo esto es una locura, pensaba, y probablemente nos hundiremos todos. Pero los otros también. ¿Para qué trabajo como un loco, por qué no cojo mi pistola y mato a tiros a unos cuantos cerdos antes de que termine todo? Mi cobarde miedo de siempre a derramar sangre. ¡Qué crimen más grande es esto, con lo bonito que podría ser!

Ah, a la mierda, me sumo en mis pensamientos para poder escucharme a mí mismo, pero todo es distinto y mucho más difícil. Ya no entiendo nada del todo, hay que tener cuidado con los pensamientos. Solo que estoy tan cansado. Los del consejo obrero me van a dar mucho la lata. Sí y no, qué voy a hacer con ellos, a lo mejor tienen razón. Pero siempre estos anarquistas y comunistas. ¿Es que no tienen otras preocupaciones? Yo sí las tengo. Demasiado bien sé dónde está la nueva artillería que nos está disparando.

Era un obús hermoso. Como una rosa.

Espero que Paquita no se haya dado cuenta de que tengo media hora libre. Que no suba. No merece la pena. No me apetece. Tengo trabajo.

La pequeña del sótano, la de los refugiados de Carabanchel, tiene buenos pechos; seguro que está en celo, porque están de punta. Pero no me apetece. No tengo ni idea de lo que me pasa. Me gustaría acostarme con una, pero mi cerebro no quiere, así que no tengo ganas. Eso no es tan importante. Pero cuatro semanas… nunca había estado tanto tiempo sin mujer desde entonces, desde que tuve la pulmonía. Paquita es un mal bicho, me lo pone difícil a propósito. Y desde hoy está también Pepita en el edificio. No debería haber consentido que viniera a la Telefónica. En su caso es la histeria total. Pero ¿qué iba a hacer?

Hoy están disparando de forma irregular. Muchos obuses, lo que quiere decir que están intentando afinar la puntería. El de ahí apuntaba mejor, si es que quieren darnos.

Debería bajar a ver cómo se ha acomodado Pepita con los niños. Seguro que mal, como siempre. Pero no puedo hacer nada más. Y no quiero que se me vuelva a colgar del cuello. La excita aún más y yo ya no quiero. Las mujeres tienen que entender de una vez por todas que no puedo y no quiero y que hay guerra. Aunque sea una excusa por mi parte. ¿o no? Ya no sé nada, no entiendo nada, no sé qué va a ser de mi vida. Pero es lo mismo, porque todos vamos a morir.

—Moriremos todos —dijo Agustín en voz alta, y se echó a reír. Porque nunca tuvo miedo a la muerte, pero sí al dolor y a la suciedad.

Hoy ya había trabajado catorce horas intensamente. Tenía un trabajo infinito ante sí, y muy poco que pudiera pasar a su suplente. Toda la administración militar de Telefónica estaba a su cargo mientras su superior, el coronel, siguiera en Valencia. Agustín estaba empezando a comprender lo grande que era su responsabilidad. Estos cables de teléfono eran los únicos hilos que llevaban desde el Madrid sitiado al mundo exterior. El sabotaje siempre era una posibilidad. El Estado Mayor tenía su puesto de observación en el piso superior del edificio. El espionaje siempre era una posibilidad. Sabotaje y espionaje: todos los empleados de telefónica estaban poseídos por el miedo a estas dos magnitudes desconocidas.

La Telefónica tenía trece pisos y dos sótanos. En lo más profundo de la tierra estaban los refugiados de los suburbios y de los pueblos de los alrededores de Madrid. En el piso trece estaba el puesto de observación de la artillería. En medio, apretujada en las habitaciones de doce pisos, la maquinaria de la red telefónica para toda España y al mismo tiempo un corte transversal en el Madrid del asedio: otros refugiados; obreros; policías; milicianos; puesto de Primeros auxilios; empleados; los oficiales de observación del Estado Mayor, evitando con temor cualquier contacto; como si fueran cuerpos extraños, aislados, los empleados de los capitalistas americanos, que eran dueños de las líneas telefónicas y tenían el monopolio en España, aunque desposeídos en ese momento por el control del Estado; la oficina militar, instancia superior de la administración del edificio, y en la que solo estaba Agustín; una cantina espaciosa; camas de campaña en todos los espacios posibles para la gente del turno de noche; un ejército de telefonistas que en parte dormían en el edificio para no tener que ir de o al trabajo bajo una lluvia de proyectiles; en el cuarto piso los periodistas de la prensa extranjera; en el quinto, la censura de prensa, departamento del Ministerio de Asuntos Exteriores, y la censura de teléfonos, el comité de los empleados de telefónica; en medio máquinas y más máquinas, valiosas y casi insustituibles; luego las habitaciones de los sindicatos, el consejo obrero y sus instituciones; los carteles de la organización; los materiales para reparaciones; la vida técnica, la vida política, la vida militar, máquinas de escribir y telescopios de tijera. Y, atravesando el edificio, los cinco enormes huecos de ascensor y la estrecha escalera, tan peligrosa si cundía el pánico. todo eso estaba en el punto de mira de los cañones y de los bombardeos de los fascistas.

Tienen  razón  al  querer  destruirnos,  pensaba  agustín. Somos una de las centrales nerviosas de Madrid. El cerebelo.

Aunque probablemente los señores periodistas se consideren el cerebro. Vaya una pandilla más fatua y ridícula; se les deja demasiada libertad. ¿Por qué tienen que vender primicias a nuestra costa? Estos extranjeros son todos iguales, estos extranjeros; no es más que negocio. La censura no vale para nada. Está claro que es un negocio repugnante. ¿Cómo se llama el censor bajito, grasiento, ese al que le falta un diente? Son tal para cual. El jefe es un hombre mayor y honrado, pero es demasiado bueno. Los corresponsales hacen lo que quieren con él. Tendré que intervenir un poco. Los censores de teléfonos son unos burros. No entienden la mitad de las cosas y siempre me vienen con sospechas cuando se trata de algo inofensivo. Y por supuesto, se les pasa lo más peligroso.

Vuelvo a estar normal, pensaba Agustín. Si las historias de mujeres no me calientan la cabeza y consigo no pensar en lo que significa todo aquello, esta noche no se me dará mal el trabajo. Cerró la ventana y corrió con cuidado la tela negra de algodón de la cortina antes de encender la débil luz de la lámpara de la mesa, cubierta de azul. Sonó su teléfono: el arquitecto del edificio tenía que hablar con él sobre la adaptación de los baños para los refugiados.

Cuando estaba fijando una reunión para la mañana del día siguiente, apareció Paquita en la habitación, sin llamar ni saludar. La saludó con la cabeza e hizo una pregunta técnica al teléfono, sin pensarla, al buen tuntún. Se estaba imaginando la inevitable escena que iba a producirse: él, atareado y amable, ella, insistente y fuera de control. Tan apasionada que él casi claudicaría y, sin embargo, sentiría un profundo rechazo. Un cansancio indolente lo paralizó. Había que evitar a toda costa que pasara algo, de una manera o de otra. Algo tenía que cambiar, sí, pero en ese momento no quería saber cómo o cuándo.

La voz del arquitecto sonó sorprendida al teléfono. Porque por suerte el comandante Sánchez en otras ocasiones era muy claro en lo referente a las cuestiones técnicas. Empezó a explicarse en exceso.

Entretanto, Paquita caminaba por la habitación. Caminaba despacio moviendo las caderas conscientemente, como hacía siempre desde que había descubierto que a él le gustaba ver sus claras líneas curvas y que esta manera de andar le excitaba. Sabía que su cara —de líneas grandes, carnosas y regulares con grandes ojos redondos muy abiertos— no le atraía especialmente. Lo que Agustín tenía que ver era su cuerpo. Tenía que contemplarlo.

¿Por qué tenía él esa cara de mártir atormentado, con las aletas de la nariz tensas, largas sombras bajo los pómulos y en las sienes y una boca tan severa?

Se sentó en la butaca con brazos, que le pareció una especie de barricada frente a Paquita: era de una madera tosca e imposibilitaba cualquier intento de aproximación. Pero la seguía con la mirada. Ella lo notó y continuó caminando por la habitación, pegada a las paredes, toqueteando los libros y dando pasos muy cortos. Eso le permitía impulsar el movimiento curvilíneo. Y la escasa luz suavizaba la rudeza atrevida de sus rasgos.

Agustín soltó una risa algo burlona, pero los músculos de su barbilla huesuda y angulosa se tensaron. De repente gritó al teléfono:

—Lo mejor es que suba un momento ahora mismo. Así tendré tiempo de bajar con usted al sótano antes de que pongan la conferencia desde Valencia.

Y colgó.

Paquita se apoyó en la librería y dijo:

—Lo que se va a alegrar tu mujer cuando la vayas a ver. Así no tendrá que subir en mitad de la noche a buscar dinero. Y después de la conferencia tendrás tiempo de dormir en la salita. Solo tengo turno hasta las dos. Luego voy a verte, ¿vale?

Era muy directa porque sabía que tenía poco tiempo para conversar y notaba desde hacía días que Agustín se le escabullía.

En realidad ya hacía seis meses que lo venía notando y luchaba contra ello como podía. Pero hacía un mes que iba en serio. En todo ese tiempo no se había acostado con ella. Tampoco con otras, desde luego; ella podía controlar su vida al milímetro. Él afirmaba que ahora no podía tener vida privada. Pero ella no le creía, porque la mayor parte de los hombres que la rodeaban iban más con mujeres durante la guerra porque querían disfrutar de la vida. El que la mujer de Agustín, Pepa, estuviera en el edificio desde ese día, era un motivo más para conseguir acostarse con él, porque si no, al final lo haría con Pepa. Con su hambre. Porque tenía hambre de mujer. Lo veía, tenía buena vista. Seguro que tenía fuego en el cuerpo, como ella, Paquita. O se iría con alguna de las muchas chicas que había en la casa. Todas querían, las muy putitas. Pero ella jugaba con ventaja: él hablaba con ella una y otra vez; con las otras, no. Resultaba curioso lo que parecía significar esto para él, ese hablar y ser comprendido, y sin embargo era totalmente secundario. Pero así era él, así que había que hacerle hablar antes de que llegara el maldito arquitecto. Porque él todavía no le había dicho que fuera esa noche.

Interrumpió el silencio con su voz ronca y grave:

—Tinito, ¿estás muy cansado? ¿O es que estás enfadado porque esos señores de Valencia no te mandan los recambios? ¿Qué te pasa?

Agustín tenía claro que hablaba demasiado con Paquita, le contaba demasiadas cosas. Pero había sido la telefonista de su despacho; sabía mucho de él y sobre él y a ella le interesaban sus asuntos. Al contrario que a su mujer. Y además Paquita le quería mucho, se decía.

Solo le respondió:

—Déjalo, niña. —Ella se le acercó de inmediato, porque la voz de él no mostraba reservas, como en otras ocasiones—.

¿Sabes que hoy hemos tenido que retroceder otros doscientos metros en la Casa de Campo? Ya no entiendo cómo va la línea del frente, en zigzag. Nos han metido muchas cuñas en nuestras posiciones y tengo miedo de que nos aíslen por completo.

No debería decírselo, pensó al mismo tiempo. Pero estoy tan cansado. No se puede estar siempre solo. A lo mejor sí que me voy hoy con ella a la salita. Alguna vez me alcanzará una granada y solo seré un amasijo de jirones de carne. Por lo menos ella piensa en mí. Solo me tiene a mí. Al menos no hay que portarse mal con otros. Los niños… no quiero pensar lo que Pepita ha hecho de mi vida.

Permitió que le acariciara los cabellos, cosa que normalmente no le gustaba, porque siempre lo hacía con un gesto de posesión. Paquita vio cómo cedía. Tenía su oportunidad, pero no tenía ni idea de la verdadera naturaleza del hombre con el que llevaba acostándose tres años y que se había confiado a ella durante cinco años. Daba por seguro que estarían juntos esa noche si podía enardecerlo un poco más, y al mismo tiempo pretendía aprovechar su estado de ánimo para el siguiente objetivo:

—Tinito —dijo—, aquí estás haciendo el idiota para los mandamases: estás atrapado en la trampa y ellos en territorio seguro. No tengo ganas de morirme de hambre en Madrid cuando nos aíslen por completo. Ya has sacrificado bastante. Puedes conseguir que te trasladen. Anda, vayamos a Alicante, allí estaremos bien.

Le pasó la mano por la cabeza y luego empezó a acariciarle la parte interna del muslo.

Agustín sintió de repente un enorme vacío en el estómago. Su cansancio se transformó en una náusea repentina. no seas tan interesada, niña, no me gusta ver que intentan seducirme, pensó. tomó la mano de ella con una presión neutra e indiferente, la alejó de su cuerpo y la posó sobre la mesa como si fuera un objeto muerto. Por un momento estuvo a punto de decirle que era evidente que ella no entendía cómo sentía él Madrid y esta guerra, y por qué tenía que quedarse esperando la muerte. Pero en ese preciso instante tuvo la certeza inequívoca de que durante años no había estado hablando con una persona, sino a una persona. Que no había visto su incapacidad para comprender porque no había sido sometida a prueba. Y que jamás podría restaurar esa ilusión de que tenían algo en común.

En la Telefónica se puede mentir y engañar peor que en la vida normal, pensó, pero ese pensamiento le pareció pueril.

—Ahora vete, Paquita. Tu turno está a punto de empezar. Mañana me tomaré un café contigo si me da tiempo —dijo, tan fríamente que ella se encolerizó y una ira desesperada inundó su cerebro. Él vio venir el estallido, se levantó, pasó junto a ella y se dirigió a la puerta antes de que pudiera romper a llorar a lágrima viva, de esa forma que él odiaba. En el vestíbulo se quedó junto al ordenanza hasta que Paquita salió de la habitación y bajó por el pasillo sin mirarlo, meciendo con exageración sus hermosas caderas.

Habían calculado bien el tiempo. En ese momento el arquitecto salió del ascensor y Agustín lo agarró del brazo con afecto. No tenía nada que esconder. Sus confusos conflictos privados le resultaban más irreales y ajenos que la necesidad absoluta de las cuatrocientas mujeres, niños, enfermos y ancianos a los que tenía que proteger de las bombas después de haber escapado de los moros.