Image: La rebelión de los superventas

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Letras

La rebelión de los superventas

7 diciembre, 2018 01:00

Julia Navarro, Javier Sierra, Santiago Posterguillo y Eva G. Sáenz de Urturi

Julia Navarro lleva más de cinco millones de ejemplares vendidos de sus siete novelas; la trilogía de Santiago Posteguillo sobre Escipión superó el millón de copias; Javier Sierra alcanzó los tres millones de volúmenes de La cena secreta y ocupó un lugar de privilegio entre los best sellers del New York Times, y Eva García Sáenz de Urturi es un secreto a voces, con más de cien mil volúmenes vendidos en tres días de su último título, Los señores del tiempo. Los superventas arrasan, y no hay prejuicio que valga ni que les calle. Ya no.

Después de décadas de estar bajo sospecha sólo por arrasar en las listas de best sellers es ahora -cuando vender mucho es vender cada vez menos-, cuando los autores más populares se reivindican sin falsos pudores. Son los únicos (junto al fenómeno de Patria, de Fernando Aramburu, que sobrevuela toda etiqueta) que cuentan sus lectores por millones. A fin de cuentas, como Julia Navarro (Madrid, 1953) dice, “hay libros que se venden por miles y que son extraordinarios, hay otros que se venden por miles y que no tienen tanta calidad literaria, pero también hay muchos que carecen de esa calidad y no se venden y libros que sí la tienen y tampoco se venden. Si mis novelas se han vendido es porque así lo ha querido el público. No hay formulas mágicas que garanticen que un libro pueda interesar a los lectores. Ellos tienen la última palabra”. Editores, novelistas y agentes repiten como un mantra que sí, que ojalá existiera esa piedra filosofal del éxito, pero nada garantiza que un libro conquiste una audiencia millonaria. “Desde luego -confirma Javier Sierra (Teruel, 1971)- , el mayor secreto siempre es que no hay secreto. En el fondo, todo se reduce a contar una buena historia que sea más grande que la vida, y que te haga pensar. ¡O no!”.

A Santiago Posteguillo (Valencia, 1967), último premio Planeta, en cambio, no le importa mostrar sus cartas. Cree que debe su popularidad a que sabe recontar la historia narrada en los clásicos latinos y griegos pero en un lenguaje actual “que tampoco cae en una informalidad impropia”. Y lo hace, dice, “con una narrativa lo más cinematográfica posible, cruzando historias, argumentos, plano contra plano, intentando transmitir al lector la sensación de que está viendo una película o una serie de televisión muy entretenida. Sólo que, complementariamente, los lectores saben que soy fiel a los hechos históricos y a mucha gente le gusta disfrutar y, al tiempo, aprender historia”. Pero llegar al lector no siempre resulta fácil. Eva García Sáenz de Urturi (Vitoria, 1972) lo sabe bien. Licenciada en óptica y optometría, gestionaba la biblioteca de la Universidad de Alicante cuando escribió La saga de los longevos, su primera y exitosa novela, en el tiempo que robaba al trabajo y a sus hijos, entonces de cuatro y un año respectivamente.

Del rechazo al triunfo, vía web

Como ningún editor quiso publicar el libro, se lo autoeditó en Amazón en 2012 y, de boca en boca, en pocas semanas se había convertido en uno de los más vendidos en las redes, superando incluso a Ken Follet y cosechando grandes críticas en los blogs. Los internautas no dejaban de recomendarla, así que La Esfera de los Libros se adelantó a otros sellos y la contrató, multiplicando el éxito. El resto es historia: tras fichar por el grupo Planeta, cada nueva novela ha seguido sumando miles de lectores. Su última trilogía, La ciudad blanca acumula 700.000 devotos (“700.000 krakenianos”, dice ella), treinta y cinco ediciones y cinco traducciones. De ahí su orgullo: “Todavía hay quien prefiere obviar las cifras o no da la importancia que merece al hecho de que una escritora que no viene del mundo mediático y no es conocida por el gran público haya vendido tantas novelas a golpe de una masa silenciosa de lectores que la están recomendando. Pienso que es una buena noticia para el mundo literario y es muy bueno que los medios sepan verlo”.
"En las sociedades católicas el éxito ajeno se lleva mal. Es algo que como sociedad deberíamos hacernos mirar". Javier Sierra
El problema son los prejuicios. Olvidando a menudo que en su época Julio Verne, Victor Hugo, Dumas o Dickens fueron verdaderos éxitos editoriales, un amplio sector de los letraheridos españoles sigue considerando antagónicas ventas y calidad. “Desde luego -confirma Posteguillo-, y eso es un silogismo absurdo. Hay novelas malas y buenas, entretenidas y aburridas, largas y breves. Yo intento hacer novelas entretenidas, buenas y, vale, me salen largas, pero si entretienen la extensión es una virtud. Más entretenimiento”.

En la cultura de las etiquetas

Javier Sierra es más contundente. A su juicio, “vivimos en la cultura de las etiquetas. Nos encanta clasificar el universo en blancos y negros, en izquierdas y derechas. Y en la mayoría de ocasiones esos apriorismos lo único que muestran es la ignorancia de quien los aplica. Antes me enfadaba que me etiquetaran de esto o de lo otro. Hoy me da igual. Apelo a mis lectores. Ellos saben la realidad compleja que esconden mis obras”. En cuanto a qué motiva los tópicos, apunta sobre todo a la envidia, porque “en las sociedades católicas el éxito ajeno se lleva mal. Por alguna razón se entiende que lleva implícitos ‘pecados capitales' como la soberbia, la vanidad o la avaricia, y rara vez se estudia el trabajo que hay detrás de cada logro. Es algo que deberíamos hacernos mirar cómo sociedad. Nos cuesta admirar al exitoso, pero no al tramposo, del que terminamos apiadándonos. Así somos”.

En cambio, Julia Navarro niega la mayor. Aunque reconoce que en nuestro país se suele mirar con reticencia a los autores que venden libros, estima que se trata de un planteamiento un tanto arrogante además de falso. E insiste: “En cuanto a la ‘sospecha' sobre los libros que se venden, se demuestra su falta de base en las obras extraordinarias que han sido superventas. El nombre de la rosa, Cien años de soledad, Las Memorias de Adriano... ¿sigo? Y sí, tambien hay libros que han sido superventas que evidentemente nada tienen que ver con estas obras maestras. Ese es el gran misterio que encierra el mundo de los libros y los lectores”.

Prejuicios prejuiciosos

De hecho, considera que plantearse el origen de los prejuicios ya es prejuicioso, al dar por hecho que existen respecto a sus propias novelas: “Sinceramente no es así, no creo que me acompañe ningún prejuicio o al menos no lo he notado. Todo lo contrario”. Entre otras cosas, explica, porque no cultiva ningún genero y sólo escribe novelas que tienen tantos lectores mujeres como hombres. "En nuestro país somos muy dados a las etiquetas, pero hasta ahora yo me he ido salvando. En cuanto a lo de que vendo mucho... solo puedo decir que agradezco a los lectores que me hayan acompañado hasta ahora. Pero tengo los pies en la tierra y sé que eso no significa que tenga asegurado que les van a interesar las siguientes. Cada vez que una novela mía llega a las librerías yo aguardo impaciente el veredicto de los lectores. No doy nada por hecho”.
"Distinguir alta literatura y literatura popular es una tontería de dimensiones colosales. ¿Y Dickens, y Lope de Vega o Tolstói?". Santiago Posteguillo
Tampoco se atreve a hacerlo Posteguillo, que considera que establecer una frontera entre una alta literatura y la literatura de género y popular “es una tontería de dimensiones colosales. Es como decir que Conan Doyle o Agatha Christie no merecen la pena porque hacen novela de crímenes. ¿Qué es Guerra y paz de Tolstói sino una novela histórica? O Historia de dos ciudades de Dickens... Lope de Vega o Shakespeare hacían literatura de masas: llenaban los teatros y luego sus obras, de enorme calidad, permanecen como canónicas, como clásicos indiscutibles. La historia, nunca mejor dicho, pone a cada uno en el lugar que merece. A mí me reconforta en el hoy y ahora que muchos lectores me digan que siga escribiendo”. En la misma línea, Javier Sierra recuerda que El Quijote fue literatura popular del siglo XVI y hoy es alta literatura, y Julia Navarro insiste en que esa distinción, esos prejuicios, denotan “esa insoportable arrogancia de los que creen que si un libro tiene éxito de lectores es que no puede ser muy bueno porque solo unos pocos son los elegidos para degustar la buena literatura”.

A vueltas con el canon

La cuestión es esa, el canon, a qué llamamos alta literatura y quién lo establece, aunque no falte quien, como Sáenz de Urturi, crea que se trata de un debate “superado”, porque los lectores sólo quieren buenas historias, “y cuando escribes una novela redonda el público sabe verlo”. Por eso, para ella no hay literatura más alta que “la bien narrada, sincera, con una historia que me lleve a la última página y que guarde con emoción en mi biblioteca”. Para Posteguillo es “la que permanece, la que enseña, la que hace ambas cosas entreteniendo y la que, por encima de todo, induce a la reflexión e incomoda a los que gobiernan”. Pero, ¿y si vienen mal dadas? ¿Qué pasaría si de pronto los gustos lectores cambiaran y se desplomaran las ventas de sus libros? Julia Navarro, que se confiesa “nada nostálgica”, no volvería a la información política porque se siente bien escribiendo novelas. Sáenz de Urturi, prudente, reconoce que nunca ha saltado sin red y que sigue siendo funcionaria porque pidió una excedencia en 2014, y Posteguillo compatibiliza escritura y docencia, y da clases en la Universidad Jaume I de Castellón porque es profesor vocacional. Javier Sierra, en cambio, se lo jugó todo a la escritura en 2005. Acababa de recibir una oferta para publicar La cena sagrada en los Estados Unidos, y su trabajo como director de una revista mensual amenazaba con impedir que trabajara en su revisión y en su promoción como requería. Ahora recuerda cómo un día se despertó “dándome cuenta de que la vida es un flujo infinito de incertidumbres que hay que aprovechar, y dejé la redacción, el (buen) sueldo fijo y la falsa seguridad de trabajar para terceros, cambiándolo por trabajar solo para mi proyecto. Ya entonces, sin haber vendido aún un libro en inglés, supe que había acertado”, pero reconoce que lo peor fue no tener una instancia superior a la que rendir cuentas “y en la que refugiarme. De repente me convertí en el responsable absoluto de mi destino. Con toda la soledad que conlleva. Es el precio que hay que pagar”, recuerda, sabedor de que no hay vuelta atrás. @nmazancot