Image: Las máscaras de Dios

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Letras

Las máscaras de Dios

Joseph Campbell

16 noviembre, 2018 01:00

Buda representado como gran sanador, Tibet, siglo XV

Traducción de Isabel Cardona y Belén Urrutia. Atalanta. Gerona, 2018. Cuatro volúmenes, entre 30 y 38 €

Las máscaras de Dios, fruto de doce años de trabajo del mitólogo, escritor y profesor estadounidense Joseph Campbell (Nueva York, 1904-Honolulu, 1987), podría haberse titulado El crepúsculo de los ídolos (1889), pues su interpretación del fenómeno religioso apenas difiere de la enseñanza fundamental de Nietzsche: "Inventar fábulas acerca de otro mundo distinto de éste no tiene sentido, presuponiendo que no domine en nosotros un instinto de calumnia, de empequeñecimiento, de recelo frente la vida". Campbell considera deshonesto suscribir cualquier forma de mitología -o presunta revelación- en una época donde la ciencia ha logrado explicar el origen y la evolución del universo, sin recurrir a dioses ficticios y narraciones fantásticas. Sin embargo, opina que conviene estudiar y analizar los mitos, pues sus estrechas semejanzas y paralelismos evidencian la existencia de una estructura psíquica común en toda la especie humana. Hemos necesitado muchos siglos para comprender que nuestra vida psíquica hunde sus raíces en la confrontación entre el instinto y la moral, el inconsciente y la razón, los sueños y las ideas. No lo habríamos conseguido sin los grandes avances de la física, la química, la biología, la sociología y la psicología, que han desmotando la imagen del mundo forjada por las distintas tradiciones religiosas.

La monumental obra de Campbell es un ejercicio de pedagogía que invita al hombre a madurar, superando sus miedos e inhibiciones

Joseph Campbell considera que su estudio demuestra "la unidad de la raza humana, no sólo en su historia biológica sino también en la espiritual, que por doquier se ha desarrollado a la manera de una única sinfonía". La religión desempeñó un papel importante como aglutinante social, pero a estas alturas sólo es un residuo de un infantilismo que nos resistimos a abandonar. En El porvenir de una ilusión (1927), Freud afirma que "el hombre no puede permanecer eternamente niño; tiene que salir algún día a la vida", aceptando sus limitaciones y aristas. Campbell comparte este punto de vista. Su monumental obra es un ejercicio de pedagogía que invita al hombre a madurar, superando sus miedos e inhibiciones. Carl Gustav Jung describió los mitos como arquetipos del inconsciente colectivo. Expresan nuestros temores y anhelos elementales, como la angustia ante la muerte, la ambición de poder o el deseo sexual. Como médico, Jung entendía que concebir la muerte como una transición hacia una vida superior ayuda a sobrellevar la vejez y la enfermedad. Es una creencia "higiénica", pero manifiesta la inmadurez crónica del ser humano. Konrad Lorenz comparte su criterio: "El niño no está enterrado en el hombre, como cree Nietzsche. Por el contrario, lo domina totalmente".

En todas las religiones, la revelación suprema llega tras un arduo peregrinaje por la soledad, la privación y la renuncia. Mortificarse es necesario para lograr una experiencia mística, donde el alma, liberada de las cadenas del mundo, se funde con lo divino. Este periplo desempeña un papel propedéutico, pues el tema principal de la religión no es "la agonía de la búsqueda, sino la resurrección". En la Primera Epístola a los Corintios, San Pablo reconoce que "si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, vana es también nuestra fe". Según Campbell, la eternidad es la fantasía de una humanidad inmadura que sueña con volver al útero materno: "El estado del niño en el útero es de bienaventuranza, una bienaventuranza estática, comparable a la beatitud con la que imaginamos el paraíso". El temor infantil a la oscuridad es una variante de esa fantasía, pues en el útero, húmedo y oscuro, la titubeante conciencia se diluye en lo indiferenciado. Las pruebas de iniciación a la vida adulta en las culturas primitivas intentaban eliminar cualquier conato de regresión a la niñez. Su dureza respondía a la necesidad de "convertir a criaturas en hombres, cazadores seguros y defensores valientes de la comunidad".

'Las máscaras de Dios' no es sólo un vasto, fascinante y riguroso estudio de mitología comparada, es también una proeza del espíritu
El mito del salvador nacido de una virgen expresa la neurosis colectiva de una especie nostálgica de la protección materna. Las tumbas protegidas por un laberinto imitan la anatomía femenina. El sepulcro debe asemejarse a un vientre fecundo, pues algún día se quedará vacío, como el de Jesús de Nazaret, manifestando a los ojos del mundo el esplendor de la resurrección. Los niños transfieren el calor y la presunta omnipotencia de los padres a un dios antropomórfico, aunque invisible, que se ocupará de cuidarlos, incluso en la muerte, preparando su regreso a la vida. Cuando se desploma esta ficción, el ser humano cae en la ansiedad patológica, rehuyendo la responsabilidad de habitar un mundo real. La cruz cristiana sólo es una variación de la primitiva estaca cósmica de muchos pueblos arcaicos, símbolo de vida y eternidad. La estaca fecunda a la tierra, no sin violencia, lo cual provoca un sentimiento de culpa y un ansia de redención. Campbell apunta que en la vejez se acentúan las ensoñaciones religiosas, preguntándose si el declive del cuerpo no alimenta un retorno a la infancia. Así como encomendamos nuestra vida a un Dios benévolo, confiamos nuestra muerte a una misericordia inexistente.

Campbell también escala "la montaña mágica" de Thomas Mann y acompaña al Stephen Dedalus de Joyce en su viaje homérico por Dublín, buscando una alternativa. En cierto sentido, experimenta una revelación, pero lo que se manifiesta no es Dios, sino el homo dei: "Más noble que la vida es la piedad de su corazón; más noble que la muerte es la libertad de su pensamiento. Y el amor, no la razón, es más fuerte que la muerte". No ignora que su conclusión se parece a la sentencia paulina: "Sólo el amor vive para siempre". Pero esta vez no es una frase infantil, sino de la reflexión de un adulto. Campbell deja claro que "sólo vive eternamente quien vive en el presente", como escribió Wittgenstein, un lógico con arrebatos místicos, pero tampoco ignora que el final de Finnegans Wake, apoteosis del absurdo existencial, es un espacio en blanco, "una ventana que se abre al vacío".

Quizás no le gustaría a Campbell, pero creo que Las máscaras de Dios es una proeza del espíritu, y no sólo un vasto, fascinante y riguroso estudio de mitología comparada. Su exaltación del homo dei está muy alejada del delirio del superhombre. Aunque comparte la visión crítica de Nietzsche sobre la religión, no postula una desigualdad aristocrática, sino un mundo más fraterno. En su caso, el crepúsculo de los ídolos es la aurora del hombre, pero de un hombre que mira al otro con compasión y caridad, haciéndose cargo de su sufrimiento. Es un planteamiento que evoca la "mística de los ojos abiertos" de Johann Baptist Metz, según el cual la experiencia de Dios ya sólo puede concebirse como experiencia del otro. Sin ese "Frágil Absoluto", por utilizar una expresión de Slavoj Zizek, sólo queda el vacío de Finnegans Wake, una carcajada grotesca que reduce el universo a un círculo sin fin.

Madurar significa enfrentarse a ese vacío y preguntarse si el tiempo permanece abierto, grávido de posibilidades, con la fértil indeterminación de la esperanza, o si es un proceso que avanza hacia el colapso y la insignificancia. Joseph Campbell finaliza su obra afirmando que el mayor logro de "la aventura creadora de la vida es morir para el mundo y volver a nacer desde dentro". No es una inexplicable concesión a la fe, sino el reconocimiento de que el lenguaje religioso expresa las grandes preguntas del ser humano y nos empobrecemos cada vez que lo olvidamos.

@Rafael_Narbona