Image: Las sillitas rojas

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Letras

Las sillitas rojas

Edna O'Brien

14 octubre, 2016 02:00

Edna O'Brien

Traducción de Regina López Muñoz. Errata Naturae. Madrid, 2016. 350 páginas, 19€, Ebook: 12,99€

Las sillitas rojas, la sobrecogedora y audazmente imaginada nueva novela de Edna O'Brien (Tuamgraney, Irlanda, 1930) es tanto una exploración de los temas de la vida provinciana irlandesa desde la perspectiva de las chicas y las mujeres como un cambio de rumbo radical, una obra de historia alternativa en la que la devastación de un país desgarrado por la guerra irrumpe en la "inocencia primaria, perdida en la mayor parte del mundo" de la Irlanda rural.

Además del alabado talento de la autora para el lirismo y la precisión mimética, la obra contiene una inquietante clarividencia fabuladora que evoca a Kafka más que a Joyce, mientras que su retrato del psicópata Vladimir Dragan recuerda al Nabokov más oscuro, menos lúdico. Por si acaso no reconocemos de inmediato al siniestro "doctor Vladimir Dragan de Montenegro", la escritora incluye como epígrafe este conmovedor pasaje: "El 6 de abril de 2012, para conmemorar el 20° aniversario del comienzo del sitio de Sarajevo por parte de las fuerzas serbobosnias, se dispusieron 11.541 sillas rojas en fila a lo largo de los 800 metros de la calle principal de Sarajevo. Una silla vacía por cada sarajevés muerto durante los 1.425 días de asedio. Seiscientas cuarenta y tres sillitas representaban a los niños muertos por los francotiradores y la artillería pesada disparada desde las montañas de los alrededores".

Como un personaje de un malévolo cuento de hadas irlandés, un misterioso desconocido se presenta un día, aparentemente de la nada, en la orilla de un turbulento río del oeste de Irlanda, en un "gélido brazo que pasa por un pueblo al que llaman Cloonoila". El forastero se queda "hipnotizado" por el "júbilo frenético" de las ensordecedoras aguas. Los crédulos habitantes de Cloonoila no tardan en sucumbir uno por uno al hechizo de Dragan, un supuesto poeta, exiliado, visionario, "sanador y terapeuta sexual".

A uno de ellos le parece un "hombre santo con barba y pelo blancos que lleva un largo abrigo negro", con un aire tan sacerdotal que invita a "hacer una genuflexión". Para otro es una figura que invita a la esperanza: "A lo mejor traerá u poco de romanticismo a nuestras vidas". El maestro del pueblo sospecha de él, e insinúa que el desconocido podría ser una especie de "Rasputín", otro infame "sanador y visionario", pero nadie quiere escucharlo. Al principio, el padre Damián, el joven cura católico, recela del doctor Vlad solo porque el forastero representa una amenaza para la autoridad de la Iglesia y porque se ha anunciado a sí mismo como un terapeuta sexual: "Este es un país católico, la castidad es nuestro mandamiento número uno". Los retratos que hace la autora de los curas irlandeses rara vez son halagadores, y el padre Damián es una fuente de tópicos y retórica vacía: "Ya sabéis", dice a los lugareños, "que mucha gente siente un vacío en sus vidas", "Los matrimonios pierden la chispa", "Las citas por Internet, la desnudez... las cosas que he oído en confesión". Pero el supuesto líder espiritual de la comunidad cae en las redes del doctor Vlad como los demás.

En estos diálogos llenos de vigor satírico, la autora puede ser tan ingeniosamente letal como Muriel Spark destripando tontos, pero la compasión de O'Brien la acaparan en mayor medida las mujeres -solitarias, sin hijos, ingenuas- que caen más profundamente bajo el embrujo de Vlad. Más significativo es el caso de Fidelma, la "belleza del pueblo" casada con un hombre mayor que ella y desesperada por tener un hijo, que se las arregla para que el terapeuta charlatán la deje embarazada.

Su unión, después de que Fidelma le haya contado la leyenda de un playboy que promete besar a las chicas "hasta el collar", raya en el surrealismo: "‘Hasta el collar', dijo, y la besó, y los dos se tendieron, el cuerpo de él junto al de ella, buscándola con sus manos, con su boca, con todo su ser, como si, en nombre del amor, o de lo que ella creía que era amor, no pudiese saciarse de ella. Exhalaba el aire en pequeños jadeos, con sus extremidades entrelazadas, el sanador y ella, el desconocido y ella, ahora como amantes, como en un cuento o en un mito". Fidelma tendrá después la sensación de que la unión con el doctor Vlad ha traído una "maldición terrible" a su pueblo, como una unión con el diablo. Fidelma será cruelmente castigada por su audacia -que es resultado de la ingenuidad, no del deseo-, como en un cuento de hadas en el que las consecuencias son salvajemente desproporcionadas en relación con las causas.

El elemento más audaz de la obra es la creación de un universo en el cual un criminal aparece en un remoto pueblo irlandés para comenzar una vida como terapeuta sexual

El elemento más audaz de Las sillitas rojas es el postulado de un universo alternativo en el cual un criminal de la guerra de los Balcanes, objeto de búsqueda internacional durante años, aparece en un remoto pueblo irlandés con la esperanza de comenzar una nueva vida como sanador y terapeuta. En una obra de ficción más convencional y, desde luego, en una que perteneciese al género del misterio, la identidad precisa del doctor Vlad constituiría el argumento, y su revelación sería resultado de su descubrimiento por parte de un sagaz protagonista entre los lugareños.

Es fácil imaginar un pícaro juego del escondite con el lector, al estilo de Nabokov, en el que la identidad precisa de nuestro hombre no se llegase a determinar nunca del todo y nos viésemos enfrentados a la posibilidad de que el doctor Vlad, al igual que el narrador loco de Pálido fuego, se estuviese imaginando su propia historia escabrosa. En cambio, en un audaz movimiento en el que se aparta alegremente toda convención creativo-literaria, la autora se limita a presentar siete páginas de exposición densamente repetitiva en forma de un sueño de Vlad en el que un difunto viejo camarada y "hermano de sangre" le recrimina: "Te pusimos Joven Törless por las dos caras terriblemente contrapuestas de tu carácter: la sensata, la razonable, y la otra, tan oscura y vengativa". Más tarde, la Bestia de Bosnia argumentará en su defensa durante el juicio en La Haya: "Si yo estoy loco, el patriotismo es una locura". (Dragan David Dabic era la identidad falsa de Radovan Karadzic, líder de la república serbia en Bosnia, detenido en Serbia en 2008 tras 13 años en la clandestinidad. Fue juzgado en La Haya por crímenes de guerra, incluido el de genocidio. Mientras estuvo escondido, practicaba la "curación alternativa").

Pero O'Brien no está interesada en la explotación sensacionalista de su material, y Las sillitas rojas no es una novela de suspense, ni aún menos policíaca. Es algo más desafiante; una obra de meditación y penitencia. ¿Cómo saldar cuentas con la propia complicidad con el mal, incluso si esa complicidad es "inocente"? ¿Cuándo es autodestructiva la inocencia? ¿Cuándo está justificado el escepticismo, incluso el cinismo? La ficción, como la vida, se compone en gran medida de inocencia, pero en la imaginación nada sentimental de la autora, los inocentes sufren en extremo porque no son lo bastante suspicaces. Y, por lo general, esos inocentes son chicas y mujeres jóvenes. Como ha dicho uno de los personajes femeninos de O'Brien de su Irlanda natal: "La nuestra era ciertamente una tierra de vergüenza, de asesinato y de extrañas mujeres entregadas al sacrificio".

Las sillitas rojas va mucho más allá en su dimensión histórica, es mucho más aterradora en su forma de retratar a un criminal de guerra impenitente y, sin embargo, comparte con otras obras de O'Brien el penetrante sentido de culpa que "forma parte inextricable de nuestro ADN" y la determinación de librarse de esa culpa. Fidelma, que al principio es una de las víctimas de Vlad, evoluciona hasta convertirse en la heroína más resoluta de la autora cuando se desembaraza de su identidad para vivir en Londres entre personas sin hogar y rehacerse a sí misma hasta convertirse en una mujer lo suficientemente fuerte como para ayudar a los demás. Oye las historias que cuentan los refugiados en un albergue para indigentes: personas desplazadas, víctimas de indecibles horrores. "Es esencial recordar", dice uno de ellos, "no se debe olvidar nada". Fidelma encuentra su comunidad en un lugar que promete: "Ayudamos a las víctimas a convertirse en heroínas".

En Country girl, sus maravillosas memorias, O'Brien describe sus orígenes de niña de un colegio de monjas y su pasión por una de sus profesoras. No resulta difícil ver cómo esta temprana idealización de la vida de servicio ha enriquecido su ficción. La vocación religiosa, al servicio de los demás, es, en esencia, a lo que se entrega su heroína Fidelma envuelta en conflictos, eligiendo "no mirar el muro de la prisión de la vida, sino levantar la mirada al cielo".

© NEW YORK TIMES BOOK REVIEW