Image: Horas en una biblioteca

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Letras

Horas en una biblioteca

Virginia Woolf

15 julio, 2016 02:00

Retrato de Virginia Woolf, por Duncan Grant

Traducción de Miguel Martínez-Lage. Seix Barral. Barcelona, 2016. 368 páginas, 19'90€, Ebook: 9'99€

Hay momentos históricos que marcan un época; ahora, tras el Brexit, vivimos uno. El período que medió entre 1910 y1925 fue otro. Virginia Woolf (nacida Adeline Virginia Stephen, 1882-1941), mujer inteligente, educada por sí misma y asistida por los sabios consejos de su padre, el intelectual Leslie Stephen, no pudo ir a la universidad de Oxford por estar cerrada entonces a las mujeres.

Se vivían momentos extraordinarios, la primera guerra mundial, la cruenta batalla del Somme, de 1916, donde hubo un millón de víctimas. Woolf redacta, por esas fechas, el texto crítico que da título a esta colección de ensayos, Horas en una biblioteca, publicado inicialmente en el Times Literary Supplement (30-11-1916), donde pide carta franca para quien denominaba en el título del primer tomo de sus ensayos reunidos, "El lector común".

La sociedad inglesa se trasformaba a gran velocidad. Los hombres sin propiedades, los que habían sido enviados a morir en los campos de batalla franceses por los propietarios, y las mujeres obtendrían el derecho al voto. El hombre común podría votar y elegir a sus representantes. Se rompían las amarras del antiguo orden. Y ella entendió que era la hora del lector corriente. Estableció en Horas en una biblioteca la diferencia entre quienes leen para aprender y los que lo hacen porque aman la lectura. Es a este último "al que preferiríamos dirigir nuestra atención. Y es que el lector verdadero es esencialmente joven. Es un hombre de intensa curiosidad, de ideas, abierto de miras, comunicativo, para el cual la lectura tiene más las propiedades de un ejercicio brioso al aire libre que las del estudio en un lugar resguardado. Camina por las calzadas reales, asciende más alto, cada vez más alto, por los montes, hasta que el aire es tan exiguo que se hace difícil respirar. Para él, la lectura no es una dedicación sedentaria" (pág. 12).

Virginia Woolf defendía un modo de leer que permite dejarse llevar por el goce producido por el texto, el derecho a sentir el latido de la conciencia de su época, fuera de los condicionamientos y saberes enseñados por la tradición en escuelas y universidades, convertidos en los valores rutinarios defendidos por el crítico profesional. Esta postura respecto a la lectura se produjo en consonancia con el cambio en la narrativa europea, del que ella (con su inolvidable La señora Dalloway, de 1925) y James Joyce fueron protagonistas.

Las novelas se contaban a través de la conciencia del narrador y de los personajes, una forma de ficción que relegaría a la novela realista al armario de la historia. La voz llena de autoridad que presentaba el mundo de acuerdo con los valores de la sociedad burguesa, como los mencionados propietarios, cedía su lugar a la conciencia de una persona, del ciudadano, del personaje. Los cientos de ensayos conservados de Virginia Woolf son, en principio, el fruto de las reuniones semanales mantenidas en su casa de Bloomsbury con intelectuales londinenses, como Lytton Strachey, E. M Forster, y otros. Las conversaciones versaban sobre libros, textos clásicos o actuales, dirigidas a comentar la lectura de los mismos y la relación que las novelas o volúmenes de cuentos tratados, que luego reseñaba, mantenían con lo que era nuevo en la forma de narrar, de organizar el argumento.

Sus ensayos sobre autores que admiraba van siempre dirigidos a calibrar ese aspecto, lo que ofrecían de distinto, de corte innovador de la realidad, que permitiera apreciarlos desde un ángulo diferente. Y era así porque, como dice su biógrafa Hermione Lee, Woolf intelectualmente era una mezcla de victoriana -la base de la educación familiar- y de modernista. Los ensayos aquí recogidos resultan todos de primer orden. Tocan temas que Woolf abordó reiteradamente, como puede ser el estatus de la ficción o la obra de sus autores favoritos, como Jane Austen, Joseph Conrad o Dostoievski, entre otros.

Woolf defendía un modo de leer basado en el goce producido por el texto, más allá de la tradición

Es importante entender que la relación con ellos va cambiando. En los primeros ensayos dedicados a Austen, la trataba con admiración, pero sin mayor aprecio. Con el paso de los años, y según iba contrastando sus maneras de novelar, se preguntaba por qué su compatriota no dio un paso adelante y escribió con mayor originalidad. Un poco como lo que tantos se han preguntado erróneamente de Galdós. Woolf terminará defendiendo a Austen en "Jane Austen y los cisnes", entendiendo que sus novelas presentaban como pocas la grandeza de las cosas familiares que nos rodean en la vida cotidiana. Y pedirá a los críticos que lean sus libros en vez de comentarlos.

Igual pasa con Dostoievski, y los novelistas rusos en general, en "Dostoievski en Cranford", donde Woolf explica la dificultad de adaptar a los rusos a su visión del mundo, de visualizarlos en el panorama literario inglés, pues son demasiado diferentes en ideas y parecen poseer una naturaleza distinta. En el ensayo sobre Conrad, novelista al que abordó en diversos textos -el presente de 1924, por su muerte-, insiste en lo que siempre dijo: se trata de un gran escritor, sus personajes están imperfectamente diseñados, pero sin embargo, es un precursor del modernismo que ella y James Joyce encarnaban en la narrativa universal. Un juicio muy acertado.

El lector español encontrará en esta selección de textos perlas como "Yo soy Christina Rossetti" (1930), dedicado a la poetisa inglesa, menos conocida que su hermano, el pintor Dante Gabriel Rosetti. Texto delicioso, donde se burla de aspectos de la biografía de la misma, que conocía bien porque en ese momento se acababa de publicar un libro sobre su vida. Habla de sus amoríos, siempre frustrados por las creencias religiosas. Y viene a decir que, aunque nunca fue tan conocida como Elizabeth Barret Browing, sus poemas tocan las emociones del lector con la fuerza de una gran autora. O "El arte de la biografía", una de las cimas de su ensayística. Su amigo Lytton Strachey fue, sin duda, el mejor biógrafo de su tiempo, en su trabajo sobre la reina Victoria, que lleva a Woolf a situar a la biografía entre las artes literarias, pues aunque debe basarse en hechos, su lectura y los recuerdos que deja llevarán a nuestra mente a entender y profundizar mejor en otros textos.

Se cierra esta colección con el ensayo-relato "La muerte de la polilla", donde se narran de manera simbólica los esfuerzos de una polilla por sobrevivir. Quizás debamos leerlo a contraluz de la vida de Virginia Woolf, que sufrió de inestabilidad mental, contrariedades, pero supo luchar, defendiendo el feminismo, la capacidad de sentir grandes amores, por su marido, Leonard, por su amante Vita Sackville-West, pero cayendo al fin víctima de su enfermedad.

@GGullon