Image: Jordi Amat: En Múnich había una conciencia democrática inexistente hoy

Image: Jordi Amat: "En Múnich había una conciencia democrática inexistente hoy"

Letras

Jordi Amat: "En Múnich había una conciencia democrática inexistente hoy"

16 marzo, 2016 01:00

Jordi Amat. Foto: Isabel Soler

El escritor (Barcelona, 1978) publica La primavera de Múnich (Tusquets), XXVIII Premio Comillas de ensayo, sobre el contubernio antifranquista de 1962.

Un relato mal contado. En eso ha quedado, dice Jordi Amat, un episodio clave de nuestra historia predemocrática: lo que la dictadura llamó despectivamente el Contubernio de Múnich (nombre que hizo fortuna, hasta hoy), y que constituye, según el historiador catalán, el primer intento real de democratizar España. Fueron 118 los exiliados y opositores del interior que en 1962 se reunieron en la capital de Baviera. Salvador de Madariaga abrió el congreso diciendo: "La guerra civil ha terminado". Hubo vítores y abrazos (el de Llopis a Gil Robles), un clima de optimismo y entusiasmo general. Se dio una escena emocionante cuando llegó Ridruejo, que desde Alemania se iría directo al exilio de París. Participaron todas las corrientes de la democracia liberal: socialdemócratas, nacionalistas, monárquicos, demócratas cristianos. El Partido Comunista no fue invitado, como tampoco -lógicamente- ningún representante del franquismo: las dos Españas que, quince años después, se encontrarían en el apretón de manos de Carrillo y Fraga.

¿Fue la ausencia de unos y otros la razón principal de que el 'contubernio' fracasara? ¿Por qué no cuajó en España aquel empeño modernizador, europeísta y democrático? ¿Lo financió la CIA? ¿A través de quién y con qué fines? ¿Qué papel jugaron personajes tan aparentemente alejados como Dionisio Ridruejo y Julián Gorkin, o como el poeta Marià Manent y el entonces secretario general del PSOE, Rodolfo Llopis?

Diez años ha estado Amat investigando un episodio, dice, que "no ha sido bien explicado por la historiografía contemporánea". Si Múnich está olvidado, o al menos mal entendido, también lo están sus protagonistas, empezando por Gorkin, que murió siendo casi un proscrito, en 1987, en París. El mismísimo Paul Preston le dice a Amat que Gorkin es un "hijo de puta". Para Amat, este admirador (en su origen) de la revolución bolchevique (se había cambiado el apellido para 'sonar' más ruso) encarna la historia del siglo XX, y es quien hace posible, y hasta deseable, que uno se remonte a 1917 para narrar bien la primavera de Múnich.

En Gorkin se dan cita la llegada de Lenin al poder, las purgas estalinistas en la Barcelona de la Guerra Civil (era secretario de relaciones internacionales del POUM, recibe a Orwell cuando llega a Barcelona y termina librándose de una condena a muerte), el asesinato de Trotski y la evolución de la Guerra Fría. "Era un buen tipo, creo, aunque tenía problemas de carácter", dice Amat, para quien dos hechos definitivos le hacen perder a Gorkin ("un personaje novelesco") los manuales de historia: su colaboración con la CIA y su giro ideológico hacia el anticomunismo.

Las masas franquistas salieron a la calle para denunciar a "a los antiespañoles de Múnich".

Desde el otro extremo, desde la Falange, llega a Múnich Dionisio Ridruejo, el otro gran personaje del libro de Jordi Amat. Dice Amat (en 2012 editó con Jordi Gracia las cartas de Ridruejo desde el exilio) que en origen le sedujo la idea de contar ese histórico encuentro de un militante del POUM y otro de Falange. "Son dos tipos que vienen del lado oscuro y que llegan a tener un nivel de convergencia política e intelectual muy alto", explica el historiador. Ridruejo, dice, "es una figura clave, un verdadero patriarca de la tradición democrática española"; aunque duda que esté considerado como tal. "Su ensayo Escrito en España, un libro excepcional, forzosamente publicado en el exilio, no es un ensayo leído ni canónico en este país. Pero sus apuestas, como las de Gorkin, fueron sin duda las buenas".

Amat alerta contra la identificación automática de Múnich con la Transición, como a menudo se ha hecho: como si el contubernio fuese una especie de ensayo general. No lo fue, dice: "Aquellos a quienes hemos elevado a héroes de la transición (la foto de Fraga y Carrillo) no estaban por la democracia en 1962 y probablemente tampoco en el 75". Y zanja: "La visión edulcorada de la Transición es una consecuencia de la visión edulcorada de Múnich. En Múnich se hizo una apuesta democrática de fondo, y sus protagonistas tenían ya un compromiso que no sé si está en la Transición y que no sé si hemos asumido del todo hoy".

¿Hay que revisar el llamado pacto de la Transición? Amat, lejos de eso, reivindica el reconocimiento de los "demócratas" de 1962: "El precio que pagaron los Fraga y los Carrillo por su inexistente compromiso democrático fue nulo, y en cambio los de Múnich, que en unas condiciones complicadas y con unas biografías traumáticas, hicieron una apuesta costosísima por la democracia, están completamente olvidados".

"Como ocurrió con la llamada Tercera España -prosigue el historiador-, el relato de Múnich ha quedado en un segundo plano porque no interesaba ni a un bando ni a otro. Esto ha condicionado nuestra percepción del pasado. Los de Múnich son una Tercera España que estaba hibernando, desamparada, desde la guerra, apartada por una dialéctica de vencedores y vencidos. Los de Múnich se sincronizan con la Europa de su tiempo, que en aquel momento era socialdemócrata. No es para nada casual que Madariaga sea el icono tanto de la Tercera España de la guerra como de la Tercera España de Múnich. Un tipo que encarna a la perfección esos valores". Frente a la melena blanca de Alberti, dice Amat, frente al emocionante regreso de la Pasionaria, poco tenían que hacer de cara a la posteridad estos "señores con corbata, más o menos conservadores, más o menos socialdemócratas, que no formaban una disidencia chillona, sino sólida".

En el libro se esclarece la colaboración de la CIA en el contubernio. "No es que la CIA lo organizase -aclara el escritor-: es que los organizadores se aprovecharon de unas plataformas que sostenía la CIA". Una fue el Congreso por la Libertad de la Cultura, que pagó el viaje y la estancia de algunos participantes (como Marià Manent). Creada después de la Segunda Guerra Mundial, uno de los objetivos de la CIA, como es sabido, era combatir el comunismo en todos sus frentes; así, dice Amat, "financiaba el proyecto europeo, ayudaba a la creación de sindicatos anticomunistas, a la democracia cristiana en Italia, e impulsaba la cultura liberal con el fin de contrarrestar la infinita sombra de Jean Paul Sartre". Su objetivo no era sencillo, concluye, en una Europa en la que "los comunistas estaban mitificados, y justamente, gracias a la valiosa labor que hicieron en la resistencia".