Gabriel-García-Márquez

Gabriel-García-Márquez

Letras

Gabo imprescindible

18 abril, 2014 02:00

Carlos Marzal: Crónica de una muerte anunciada

García Márquez -no descubro nada- pertenece a la estirpe de los narradores completos, aquellos que nos seducen tanto por lo que nos cuentan en sus fábulas como por la manera en que lo hacen. La calidad de su fraseo en sus grandes obras resulta un prodigio de eficacia y de belleza al mismo tiempo: belleza que es eficaz, que produce la impresión de necesidad estructural absoluta, y eficacia que es bella, que nos obliga a releer y disfrutar de las piezas que forman el todo. A Márquez conviene leerlo en voz alta para entenderlo mejor.

Esas virtudes de maestro brillan de una manera especial en esta novela corta que funciona como un mecanismo suizo de relojería, tal vez la más faulkneriana de sus obras, la más griega (por trágica) de sus narraciones. Uno tiene la impresión, después de su lectura apasionante, de que se ha resuelto con clarividencia un cúmulo de contradicciones y paradojas. Se trata de una novela con ingredientes policiales de misterio, pero que aparece resuelta desde la primera línea. Contiene unos asesinos que no lo quieren ser. Un posible culpable que ignora su culpabilidad. Un coro de figurantes que, cada vez que intentan oponerse al infortunio, lo favorecen y precipitan. Un crimen que se resuelve para no aclararse nunca.

Pocas veces el Destino ha cobrado en nuestra lengua tanto poder verbal de seducción. Porque es el Destino, al fin y al cabo, la fatalidad sin matices, el personaje principal de la novela. Un destino encarnado en los prejuicios sociales, en la brutalidad que vence cualquier género de razón, en la venganza ritual impuesta por las supersticiones, y que nos deja, después de la lectura, sumidos en una asombrada tristeza, con un nudo en la garganta, al comprender que para el corazón humano no habrá, tampoco, una segunda oportunidad sobre la tierra.

Jordi Soler: El otoño del patriarca

He leído todas las novelas de García Márquez más de una vez. Es un escritor altamente contagioso al que me acerco, cíclicamente, con una actitud decididamente vampírica. Me acerco a sus libros buscando un sonido, una combinación de colores y, sobre todo, esa diabólica plasticidad que tiene su prosa, y después los abandono, procuro tenerlos lejos, mantenerme fuera de su espectro viral.

La música de sus novelas es tan poderosa que con frecuencia me pongo a oírla y me pierdo el sentido de la línea que la sostiene. Se trata, desde luego, de un escritor al que no puedo leer cuando estoy escribiendo una novela, porque su prosa termina colándose en la mía, como esas plantas desmesuradas que pueblan sus historias, que cuelan primero un tallo y a partir de ahí comienzan a invadirlo todo. La visión general que tengo de sus novelas se parece a este tallo que se multiplica y alcanza proporciones selváticas: las recuerdo todas como una sola historia, como un universo narrativo completo y redondo que llega, incluso, hasta Memorias de mis putas tristes, esa desafortunada novela donde se adivina el lejano resplandor de ese sol que fue.

Lo primero que leí de García Márquez fue, seguramente porque era lo que había a mano en casa, Relato de un náufrago, un reportaje escrito para un periódico con una prosa, y una dimensión dramática, que acabaron impresionándome más que la historia que cuenta, que es muy impresionante. De ahí pasé directamente a El otoño del patriarca, a la edición de Plaza & Janés que tiene en la contraportada una hermosa foto del autor calibrando la deriva de la siguiente línea, con los pies descalzos sobre el mosaico fresco. Hace unos meses me reencontré con ese libro y entendí por qué todas mis novelas las he escrito descalzo.

Fernando Aramburu: El coronel no tiene quien le escriba

Es un retoño afortunado del tronco narrativo que pocos años después será Cien años de soledad. En el curso del relato son mencionados Macondo, Aureliano Buendía y algunos hechos que García Márquez habría de desarrollar más tarde en su célebre novela. Pero los protagonistas son otros, un modesto y honrado matrimonio (el coronel, la mujer asmática), metidos en años, castigados por la nostalgia y los achaques, acosados por la penuria. Hay costumbre de editar el libro con letra gruesa para que parezca novela. Es un cuento, un grandísimo cuento que favorece una línea argumental sin apenas trenzado de asuntos laterales. Los personajes entran sin presentación previa en la historia, actúan, conversan y poco a poco, conforme desentrañamos los sobreentendidos, vamos penetrando la notable complejidad que encierran. No es difícil columbrar similitudes con don Quijote y Sancho en esta pareja conyugal asentada en un pueblo perdido de Colombia. El coronel profesa con sostenida obstinación valores propios de su pasada profesión militar (la dignidad, la honra) y antepone, aunque sin repercusiones cómicas, sus ilusiones a sus necesidades. La mujer, en cambio, está avezada a mirar de cara la cruda realidad, el momento presente, la bochornosa y diaria hambre que podría, a su juicio, mitigarse con la venta del gallo. Todo lo fía el coronel a improbables esperanzas: la carta con el anuncio de la pensión que no llega desde hace quince años, la certeza en la lucrativa victoria del animal de pelea dentro de algunos meses. El relato aúna de manera óptima belleza y sencillez: belleza en la mirada poética sobre detalles significativos, en el vigor de las evocaciones y la cadencia de la prosa, que hace por demás reconocible el estilo de su autor; sencillez que no es facilidad, sino exactamente todo lo contrario.

Juan Bonilla: Cien años de soledad

¿De dónde sale ese libro? Decía Chesterton que lo verdaderamente milagroso de los milagros es que sucedan, y ante novelas como Cien años de soledad uno tiene que darle la razón. Sabemos que su primer latido se adelanta a 1954 y sabemos que tardó año y medio en rematar su obra. Sabemos que Carlos Barral la leyó -o la hojeó- y le dijo que no le veía posibilidades. Sabemos que en dos paquetes distintos lo hizo llegar a la editorial Sudamericana (el primer paquete contenía la mitad de la novela, sólo iba a gastarse las pocas monedas que le quedaran en un segundo envío si la editorial mostraba interés), y sabemos que ésta publicó una primera edición de 8.000 ejemplares con una cubierta en la que se veía un galeón varado en la selva. A partir de la siguiente edición, utilizaría un diseño de Vicente Rojo. Sabemos muchas cosas de Cien años de soledad, pero su verdadero milagro es que alguien pudiera escribirla tan en estado de gracia, en plenos años sesenta -un anacronismo, dijo alguien, las obras maestras de la época eran el juguete romántico de Rayuela o el barroco impúdico de Paradiso.

García Márquez utiliza, para erigir su monumento, una prosa musical, infalible, hipnotizadora. Y es fácil caer en esa hipnosis desde las primeras rampas de Cien años de soledad, porque la prosa musical empieza a convencernos, a encerrarnos, a hacernos habitar esa realidad que sólo está en su libro pero que viene a suplir la realidad en la que viven los lectores: esa ensoñación, que está tan vinculada a las primeras lecturas apasionantes, mediante la que alguien -un auténtico hacedor- construye un mundo mítico y habitable, un mundo en el que nos gusta perdernos para librarnos del mundo. En ese sentido, Cien años de soledad es una novela de evasión, una novela que, independientemente de la edad que se tenga, nos convierte en lectores jóvenes que acaban de descubrir la maravilla del arte de contar. Hay en toda la novela -contra el famoso "asco de narrar" del que hablaba Musil- un evidente gusto por el encanto de contar. Mezclando historia y ficción, fantasía y realismo, GM elabora una especie de "anatomía de la soledad", con momentos que están entre lo más asombroso y memorable que se haya escrito nunca en nuestro idioma. Por encima de modas y de circunstancias históricas. Los milagros saben el secreto para hacerse intemporales y escapar a cualquier explicación que pretenda atenazarlos.

José Ovejero: Relato de un náufrago

Se publicó por primera vez en 1955 en El Espectador dividida en veinte entregas. La crónica tuvo un gran éxito, hasta el punto, dicen, de hacer que se disparasen las ventas del diario. ¿Por qué, si la historia ya era conocida cuando García Márquez la escribió? Su protagonista, Luis Alejandro Velasco, fue el único superviviente de ocho marineros que habían caído al agua en alta mar y reapareció diez días más tarde, diez días que pasó sin comer a la deriva en una balsa. Había sido recibido con honores de héroe nacional, le habían condecorado, había contado su historia numerosas veces, salía incluso en la publicidad anunciando relojes y zapatos. ¿Por qué, entonces, el éxito de la crónica de García Márquez?

Decir que está muy bien escrita, que lo está, no basta. Una buena prosa no conquista a las masas. La auténtica razón, creo, es doble. La primera es que sabemos que quienes supuestamente deben informarnos nos mienten. Y sobre todo nos mienten cuando nos cuentan historias heroicas. García Márquez convierte la historia ejemplar y dramática del barco escorado por una tempestad y del heroísmo del superviviente, en una de un barco sobrecargado con productos de contrabando y de una persona que sencillamente hace todo lo posible para sobrevivir, como haría cualquiera. En la crónica, Luis Alejandro se convierte en uno de nosotros sometido a una situación extrema, alguien que se equivoca, que pasa miedo, que no sabe qué hacer. Alguien a quien entendemos.

La otra razón, relacionada con la primera, es que García Márquez descubre algo importante para un narrador: el suspense verdadero de una historia no viene de que no sabemos qué va a pasar, sino de que lo sabemos y queremos conocer el cómo.  “No sé qué soñaba, pero seguramente no habría podido dormir tan tranquilo si hubiera sabido que ocho días después estaría muerto en el fondo del mar.” El relato está plagado de esas frases que parecen contradecir las normas del suspense: no contar el final. Pero una y otra vez Relato de un náufrago nos dice: el final no importa, la auténtica tensión está en los detalles. Descubrimiento que García Márquez aplicó después en varias de sus novelas, en especial en la que empezaba: “El día que lo iban a matar... En esta crónica nos enseña que entre periodismo y ficción no hay tanta distancia.

Darío Jaramillo: Doce cuentos peregrinos

En el prólogo, se refiere García Márquez al “puro placer de narrar, que es quizás el estado humano que más se parece a la levitación”: aquí, en estos Doce cuentos peregrinos se trata de doce levitaciones en que el lector fluye con el ritmo hipnótico de la imaginación de García Márquez. Es un placer decir de un libro que, simplemente nos arrobó, nos fascinó, nos llevó sin que lo notáramos, de un tirón, de la primera a la última página.

Aún en escenarios extraños a su inmenso Macondo, su Caribe, está presente aquí el universo personal de García Márquez, su obsesiva precisión, sus comparaciones tan vívidas y, si se quiere, en el libre juego de la imaginación personal del lector resucitan en estas páginas caracteres arquetípicos del universo macondiano. Por ejemplo, la inasible Remedios la bella se le aparece a su autor en la cabina de primera clase de un vuelo Paris-Nueva York; o el coronel Aureliano Buendía y su persistencia en perder batallas, su escualidez y su bigote -con otro corte e igual abundancia- reaparecen bajo la piel de civil de un desengañado ex presidente en el exilio; o se reitera esa lógica contundente -tan aplastante que hace reír- de las mujeres todas de su mundo; o se añaden nuevos exponentes a esa galería de tímidos donde figuran Santa Sofía de la Piedad y Florentino Ariza, entre muchos, y ahora entran Homero Rey, un chofer de ambulancia, y Margarito Duarte, un santo que vive en Roma. La novedad, que es sólo de ingredientes, consiste en el escenario europeo y en que aparecen los poetas: citas de versos espléndidos de Gerardo Diego y de Vinicius de Moraes y la presencia viva de Neruda en uno de los cuentos más hermosos del libro, Me alquilo para soñar.

Un libro redondito, un libro maravilloso.

Alonso Cueto: El amor en los tiempos del cólera

Es el libro que conjuga el mito del amor eterno con las trivialidades domésticas que son el cemento de la convivencia. Es una novela que nos dice algo sobre quiénes somos en la vida cotidiana y también sobre quienes quisiéramos ser en la eternidad del amor sublime. La rutina del matrimonio está descrita en las instrucciones que da Fermina para limpiar la casa, en las quejas de Juvenal sobre la taza que sabe a ventana. Y sin embargo, la ilusión del amor eterno está presente en las sublimes certezas de Florentino Ariza. No olvido la escena al inicio del libro en la que Florentino se pone el sombrero a la altura del corazón y hace estallar su corazón en unas palabras de amor furiosas.

Jorge Volpi: Noticia de un secuestro

Debo reconocerlo: soy uno más de los millones de lectores en el planeta que quedaron absolutamente deslumbrados -perturbados, henchidos, maniatados, felices- tras la lectura de Cien años de soledad. Y, sobre todo, tras mi segunda lectura de Cien años de soledad, de corrido, en cuatro días febriles junto al mar. Tenía que decirlo, antes de reconocer la marca que me dejó, años después, otro libro de García Márquez: Noticia de un secuestro. En 1999 viajaba por primera vez a Colombia y me devoró en el vuelo desde Madrid. Lo asumía como una suerte de guía anticipada de aquel país -una guía de sus miedos-, pero en sus páginas había mucho más que eso: además de la prosa envolvente, mucho más sobria pero no menos incisiva que en sus novelas, una dramática historia que, escrita con las armas de la ficción, salía triunfante en su descarnada reinvención de la realidad. La dolorosa aventura de Maruja Pachón, Beatriz Villamizar y los demás secuestrados por el cártel de Medellín se dibuja en un tono severo, que oscila de uno a otro de los personajes, en una espiral del horror a la esperanza. Nada de lo relatado es, aquí, producto de la imaginación, excepto el propio relato: la forma en que, gracias a García Márquez, somos capaces de internarnos en las vidas de cada uno de los siete secuestrados, desde el asombro, la desesperanza y el pánico hasta la liberación. Al final, Noticia de un secuestro se abre aún más allá, a una dimensión mítica que recuerda a sus grandes novelas, pues no sólo es la crónica de un hecho criminal, sino una devastadora metáfora -sutil, elocuente, directa- del imperio de la violencia en América Latina.