Image: Niños en el tiempo

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Letras

Niños en el tiempo

Lea aquí un fragmento del tercer relato de la obra de Ricardo Menéndez Salmón

9 enero, 2014 01:00

Ricardo Menéndez Salmón

El final de un matrimonio narrado a través de la muerte del hijo, el relato de una posible infancia de Jesús y el viaje a una isla de una mujer que ha de tomar una decisión trascendental son tres fragmentos de una misma historia que apunta directamente al corazón: la del hecho tan maravilloso como enigmático de que siempre, de un modo u otro, la vida se abre camino. Niños en el tiempo es una novela en torno al amor como asombro y como catástrofe, pero también acerca de la capacidad que la literatura posee para exorcizar el dolor y devolvernos no a quienes hemos perdido, sino a nosotros mismos, hasta el punto de salvar nuestra dignidad y nuestra cordura cuando todas las luces parecen haberse apagado.

Ricardo Menéndez Salmón (Gijón, 1971) retrata una afirmación de la vida anunciada tanto en el aliento épico y a la vez íntimo de su contenido como en una estructura que engarza inesperadamente sus partes y desvela una verdad profunda: que el arte es la única actividad humana que nos enseña que la vida es más importante que el propio arte.

Aquí puede leer un fragmento de Niños en el tiempo de Seix Barral.

XXI

Contemplada desde el cielo, Creta recordaba a un pez arcaico, de una edad oscura, una especie extinta de monstruo marino que hubiera encontrado su lugar en las viejas cosmogonías junto a los dioses, los titanes, el amanecer de la cultura. Sin embargo, dentro del aire enrarecido de la carlinga, que olía a desinfectante y a sudor, Helena no contemplaba el azul del Egeo ni sus olas que agitaban los vientos etesios, sino que meditaba, con los ojos cerrados, acerca de otro tipo de pez no menos legendario que nadaba dentro de su propio vientre.

Hacía ocho semanas que el pez estaba ahí, pugnando por sobrevivir, y al fin había abandonado su condición de embrión para convertirse en feto. Helena llevaba consigo al todavía diminuto pez como a una presencia inesperada, aún no sabía si deseada o temida, y esperaba hallar en la isla las respuestas a esa duda. Ni siquiera conocía a ciencia cierta quién era el padre del pez, aunque ninguno de los candidatos posibles calentaba demasiado su corazón. Eran presencias reales, cierto, pero sus contornos resultaban tan difusos e intercambiables que llegaban a anularse. No era el amor la fuerza que los había anclado a su vientre, un pensamiento que a Helena no le inspiraba reparos éticos, sino la evidencia estricta y poco romántica de un impulso placentero que había sido satisfecho. En todo caso, ella nunca negaría la vida al pez por el hecho de que no fuera fruto de una pasión poderosa. Las razones de su recelo no eran de esa naturaleza, sino que apuntaban a una pregunta más profunda: qué la legitimaba para traer una luz nueva al mundo.

Otro tipo de luz, sin embargo, la deslumbró al abandonar el aeropuerto de La Canea. Ni los gritos de los taxistas ni el abigarrado despliegue de los turistas escandinavos e italianos lograron distraerla de aquella acometida salvaje, un aire diáfano que caía del cielo igual que un manto hecho de la más pura tela, inflamando sus poros con algo parecido a la dicha.

Una palabra acudió a sus labios: bendición. Sí.
Aquella luz era una bendición.

Y pensó agradecida que, de un modo azaroso, quizá había llegado a un lugar donde el mundo, cada día, celebraba su origen.

XXII

Primero había que viajar en dirección este, dejando a la izquierda el carrusel de playas punteadas por palmeras e iglesias ortodoxas, mientras se toleraba con paciencia el denso tráfico de camiones y la aberrante conducción de los isleños. Pero toda esa urgencia quedaba enterrada por la belleza del paisaje. La luz seguía ahí, absurda de tan inmaculada, como si el tiempo se hubiera detenido en una cifra del asombro. La luz era tan intensa que, de hecho, procuraba una paradoja que Helena no recordaba haber vivido antes: el sol no se veía. La luz no parecía irradiar de astro alguno, sino nacer de su propia voluntad, como un organismo autofecundado, que se reprodujera por partenogénesis.

Alcanzado Retimno, se giraba entonces hacia el interior, en dirección al sur, para enfrentarse con las primeras alturas, pues Creta es engañosa, una isla escarpada.

No en vano, el monte Ida fue el lugar donde Amaltea amamantó al niño Zeus. Y había que buscar un lugar retirado para huir de la furia de un padre tan peligroso como Cronos. Así, la carretera hacia Kerames, su destino final, resultaba accidentada: valles cuajados de olivos, rebaños de cabras por doquier, promontorios custodiados por cementerios armenios, un pavimento salpicado de grietas, como si se viviera bajo la vigilancia de un terremoto perpetuo, y la mole del Siderotas: augusta, solemne, mineral.

De modo que cuando alcanzó el pueblo estaba cansada, hambrienta y se había perdido varias veces. Pero no le importó. La vista sobre el mar de Libia la sobrecogió. La isla componía allí una tesela de rocas desnudas, sin vegetación, y de recogidas playas formadas por guijarros pulidos como huevos, con huellas de incendios recientes y colinas que venían amorir directamente a la orilla delmar, redondas, blandas y cálidas como las tetas de la vieja nodriza.

Sí. Amaltea parecía estar en todas partes, derramando su leche no sólo sobre la boca del dios tonante, sino sobre elmundo antiguo y saciado.Muy pronto comprendería Helena que el mito, en Creta, era algo más que una colección de imágenes edificantes o un entramado pedagógico. Qué vieja era aquella paz, pensó.

Al bajar del coche frente a la iglesia, el viento estuvo a punto de derribarla. Él sería su compañero inseparable durante su estancia en la isla. Un viento que, a pesar de su violencia, operaba como un lenitivo sobre el ánimo, incluso durante las noches en que sonaba con la fuerza de mil órganos: una especie de sedante salvaje.

Caminó unos metros hasta encontrar la casa.

Dos plantas, espartana, un rectángulo de cal y hormigón expuesto a los elementos. Habitaciones frescas, pasillos ventilados, cristaleras sin cortinas. Una geometría primitiva en un entorno simple. Una arquitectura de la emoción, no de la intelección, nacida para ser vivida y gozada de modo natural, con la constancia de la respiración. En el tejado, hijas de otra sensibilidad, un rosario de antenas parabólicas. Un puñado de olivos del lado en que la casa se orientaba hacia el mar, un perro flaco jadeando bajo un tejadillo de uralita, las inevitables cabras rumiando el paso de las horas.

Y siempre, de fondo, el viento gobernando su música.

Gritó en voz alta un par de veces y nadie acudió. A la tercera llamada una mujer pequeña, de ojos ardientes, salió del interior de la casa secándose las manos en un delantal. Dijo llamarse Vagelio, aunque todos en Kerames la conocían porMiss, por alquilar su casa a extranjeros. Helena y ella intercambiaron información en un inglés dudoso, un idioma que, con cada frase, se parecía cada vez más a una mezcla de todas las lenguas soñadas, una especie de esperanto intuitivo. Convertida la incompetencia en virtud, al final ambas se rieron de su desconcierto. Pues aunque no habían entendido casi nada de lo que se habían dicho, nada tenía que ser explicado una segunda vez. El hermano de Miss, un hombre bigotudo y callado, picado de viruela, llevó el equipaje de Helena hasta su habitación. No la saludó ni la miró, aunque trató susmaletas con el mismo cuidado que si contuvieran un tesoro de porcelana china. Fue el primer contacto de Helena con el carácter rudo y distante que adornaba a los varones cretenses, un carácter que se le antojó atractivo aunque teñido de fatalidad. Echada en la cama, con elmar ante sus ojos como una sábana rasgada, sintió que dentro de ella el pez reclamaba su atención. Pero aunque quiso adornar con palabras antiguas la querella entre su cuerpo y el tiempo, no fue capaz, en aquel instante de reposo, de encontrar motivo alguno para la emoción o para el desasosiego.

Durmió plácidamente, con un sueño de bruto.