Image: Las buenas chicas no leen novelas

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Letras

Las buenas chicas no leen novelas

Francesca Serra repasa con ironía la relación de la mujer con la lectura

23 enero, 2013 01:00

Marilyn Monroe leyendo Ulises, de James Joyce


En 'Las buenas chicas no leen novelas' (Ediciones Península), Francesca Serra acuña el término pornolectora, en referencia a la pérdida de la inocencia de una mujer cuando coge un libro por primera vez. "La pornolectora nace cuando el libro se convierte en mercancía", asegura. Serra denuncia la ideología del consumo tan relacionada con la mercantilización de la cultura, aunque no niega que las lectoras de verdad sigan existiendo y que su número ha aumentado en los últimos tres siglos.

A continuación pueden leer un extracto de 'Las buenas chicas no leen novelas'.



Los libros y las prostitutas se llevan a la cama Benjamin, Dirección única

En 1952 la fotógrafa norteamericana Eve Arnold se reunió con Marilyn Monroe. El objetivo era efectuar un reportaje para la revista Esquire, pero lo cierto es que su amistad duraría diez años, hasta la muerte de la actriz. Hicieron seis sesiones fotográficas juntas; una de ellas se llevó a cabo en el set de rodaje de la película Vidas rebeldes, dirigida por John Huston, y se prolongó dos meses.

Entre los cientos de fotos que atestiguan la buena sintonía entre ambas, hay una particularmente curiosa, hecha en la playa de Long Island en 1955: Marilyn, sentada en el hueco de un tronco, está leyendo un libro. La actriz aparece casi desnuda; solo se ve la parte superior del bikini, a rombos blancos y negros, y unos zapatos negros de charol. El libro ocupa el centro exacto del encuadre; lo sujeta con las manos cruzadas, apoyadas sobre las rodillas cerradas, y da la impresión de que pesa mucho. En la parte superior, el cabello rubio revuelto, la cara oblicua, maquillada y un poco infantil, el escote generoso, que casi se apoya en las páginas abiertas. En la parte inferior, los dedos en forma de atril, las rodillas, los zapatos. El contorno de la piel desnuda de Marilyn se recorta sobre el fondo oscuro de la corteza del árbol.

En otra foto de la misma serie, Marilyn está sentada en un columpio infantil, con los labios entrecerrados y los pies descalzos; viste una camiseta a rayas de colores. Sostiene el libro con una sola mano y con la otra se abraza las piernas. Aquí, por fin, se ve el título del libro, ya que la cubierta está más alzada: es el Ulises de James Joyce. Cuando la lectora se apoyaba en el árbol, el libro estaba abierto por la parte final; cuando se sienta en el columpio ya no queda casi nada, hemos llegado a las últimas páginas. Lo cual significa que la fotógrafa inmortalizó a Marilyn mientras esta leía el célebre monólogo de Molly Bloom, que cierra la novela; una de las partes más escandalosas del libro, que tuvo problemas con la censura desde su publicación en 1922.

El libro no obtuvo permiso para entrar en los Estados Unidos hasta 1933, tras la sentencia del juez de distrito John M.Woolsey, quien sopesó de forma capciosa si la obra pertenecía al género pornográfico o no. Desde 1930 en los Estados Unidos estaba prohibido importar «cualquier libro obsceno» de cualquier país extranjero; la definición jurídica de «obsceno» era la siguiente: «aquello que tiende a suscitar impulsos sexuales o induce a tener pensamientos lujuriosos y sexualmente impuros ». Según Woolsey, el tribunal habría tenido que comprobar la tendencia de un libro a estimular tales impulsos y pensamientos «a partir de su efecto sobre una persona de instintos sexuales medios, lo que en francés se diría l'homme moyen sensuel». Y concluyó que el Ulises, leído íntegramente, no presentaba tales características. Reconoció que se trataba de «una bebida demasiado fuerte para administrarla a personas de sensibilidad delicada», pero, teniendo en cuenta que la ley tomaba como punto de referencia «a las personas normales », la obra de Joyce podía ser admitida en los Estados Unidos.

No se hablaba de mujeres, menos aún de mujeres como Marilyn, que en aquella época tenía la misma edad que Alicia cuando entró en el país de las maravillas: siete años. Aunque pronto se convertiría en algo muy alejado de lo que el juez Woolsey pretendía decir con la expresión «persona de instintos sexuales medios ». Probablemente lo más alejado que podía concebir el imaginario masculino de la segunda mitad del siglo xx. Tanto como lo era la protagonista del capítulo del Ulises dedicado a Nausicaa: Gerty MacDowell, quien ve a Leopold Bloom en la playa y lo transforma en el romántico y misterioso amante extranjero de las novelas rosa baratas que leía habitualmente, clavado a la «foto que ella tenía de Martin Harvey, el ídolo de las actuaciones a precios populares».

El tormento fantasmático de la chica alcanza tintes paroxísticos de excitación física, que la hacen «vibrar nervio a nervio». Mientras balancea la pierna «rítmicamente hacia delante y hacia atrás», exactamente igual que las pobres obreras ante la máquina de coser, la falda se le sube por encima de la rodilla y tiene «la sensación de que algo la invade por completo». Se acerca el punto culminante. Y explícito: «le habría gustado gritar con voz ahogada, tenderle sus delicados brazos de nieve para que se acercara, sentir sus labios sobre la blanca frente, el grito de amor de una muchacha, un pequeño grito estrangulado, que se escapa sin remedio, el grito que ha sonado por los siglos de los siglos».

Es evidente que la chica se está masturbando. Y nosotros estamos dentro de su cabeza encendida por la imaginación. Todo porque «Gerty tenía sus sueños y nadie sabía nada de ellos». Leía poemas titulados ¿Eres real o mi ideal? y libros como El farolero de Miss Cummins. Se inflamaba por una simple mirada o una palabra bien dicha. En un fuego artificial y paródico de frases hechas, sueños con los ojos abiertos y sentimentalismo de pacotilla, la escena avanza hacia una conclusión previsible. Centrifugando siglos de lánguidos antojos femeninos, desemboca en una simulación virtuosista del desahogo sexual: «entonces estalló un cohete pum fogonazo blanco y cegador ¡oh! el cilindro reventó y fue como un suspiro de ¡oh! y todo el mundo gritó ¡oh! ¡oh! en éxtasis y brotó un chorro de lluvia de hilos de oro que se deshicieron y ¡ah! se convirtieron en estrellas de escarcha verdes, que caían junto con otras doradas. ¡Oh tan preciosas, oh suaves, dulces, suaves!».

La muchacha queda abandonada a su suerte y descubrimos que es él, Bloom, quien vuelve a meterse la camisa mojada por dentro del pantalón. El hombre que mira ha saltado la ola de la fantasía erótica femenina, se ha deleitado con su desenfreno y la ha acompañado en un dúo cada vez más impúdico. ¿O tal vez se ha limitado a inventarla para masturbarse mejor? En tal caso, Mr. Bloom, al echarle el ojo a una muchacha como Gerty, quien acaba de leer El farolero de Miss Cummins, demuestra saber muy bien lo que busca. Es algo comparable a lo ocurrido en el siglo xviii, cuando miraban cientos de imágenes pornográficas de mujeres jóvenes masturbándose extasiadas mientras leían. Una película repetida infinitas veces, pero siempre eficaz, cuyos protagonistas son el deseo, la ficción y la masturbación femenina. La trama es fija, y consiste en hacer que una bella señorita se tienda en la hierba, sobre un árbol, en la cama o en el sofá, cierre los ojos despacio y se eche hacia atrás, presa de una excitación irresistible provocada por un libro que se le cae de las manos.

Desde que existe y está lleno de grandes damas, cortesanas, jovencitas y monjas, este otro mundo de lectoras encandiladas y medio desnudas siempre ha estado a disposición de la lujuria masculina, dispuesto a resucitar en cualquier momento. De hecho, la imagen de Marilyn leyendo el Ulises de Joyce en bikini, en Long Island, procede de ahí. La actriz se pone a la cola, detrás de numerosas lectoras a quienes han pintado con entusiasmo sin velos o semidesnudas a lo largo de los siglos. El retrato de un hombre que lee sin ropa sería impensable, repugnante o cuando menos ridículo. En cambio, en el caso de las mujeres parece algo normal; y no importa qué lean, podría ser un simple cuento para dormir. Sin embargo, ninguna de nosotras sueña con leer de ese modo, en esa posición o con esas caras. Ymucho menos desnudas.

A menos que no sean ustedes la chica de la melena oscura que, en marzo de 2009, en un local de Chicago, se sentó en un sofá colocado en un pequeño escenario para leer ante un numeroso público el Cándido de Voltaire. En voz alta y completamente desnuda. En tal caso, se llamarían Michelle L'amour y habrían fundado las Naked Girls Reading, literalmente «chicas desnudas que leen». Tras la sesión en Chicago, las veladas se repitieron en Seattle, Nueva York, Boston y Dallas. Ahora la fórmula se puede exportar fuera de los Estados Unidos, puede desembarcar en Canadá o en Brasil; según dicen los periódicos, se trata de un buen negocio. Además, la marca propone la creación de franquicias para abrirse camino en todo el mundo.