Image: La Segunda Guerra Mundial

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Letras

La Segunda Guerra Mundial

Antony Beevor

5 octubre, 2012 02:00

Las tropas aliadas desembarcan en Normandía el día D, el 6 de junio de 1944

Traducción de J. Rabasseda y T. Lozoya. Pasado y Presente, 2012. 1.211 páginas. 39 euros


Hacia el final de esta intensa narración sobre la Segunda Guerra Mundial, Antony Beevor (Londres, 1946) cita una crónica del corresponsal australiano Godfrey Blunden sobre un encuentro con varios soldados estadounidenses que acababan de ser liberados de los campos de prisioneros alemanes. Sólo llevaban unos meses en Europa y se vieron arrojados al combate y capturados casi al instante durante la ofensiva de las Ardenas, la última gran apuesta de Hitler. Ahora, los hombres tenían "costillas que parecían xilófonos" y "brazos escuálidos". Algunos prisioneros habían muerto a causa de los golpes propinados por sus vigilantes cuando intentaban coger remolachas azucareras en el campo. Blunden escribía: "Inspiraban más lástima porque no eran más que muchachos de buena familia reclutados en un país cordial que no sabía nada de Europa. No eran duros, como los australianos, ni astutos, como los franceses, ni testarudos, como los ingleses. Sencillamente, no sabían de qué iba todo aquello".

¿Lo sabía alguien? Incluso hoy, el significado de esta guerra horrible y épica sigue resultando esquivo. En La Segunda Guerra Mundial, Beevor la califica como "el mayor desastre causado por el hombre en toda la historia". Esa descripción es muy plausible, pero no lo es tanto su idea de que formó parte de una "guerra civil internacional entre la izquierda y la derecha". En 1941, el veterano anticomunista Churchill se alió con Stalin, frustrando así los esfuerzos de los nazis por convertir el conflicto en una cruzada contra los bolcheviques. A los japoneses tampoco les preocupaba demasiado que el presidente Roosevelt fuese un hombre (relativamente) de izquierdas; atacaron Pearl Harbor porque Estados Unidos amenazaba sus intereses, no su ideología. Por otro lado, los eslóganes ideológicos podían ser fuertes motivadores. Los hombres se aferraban a la idea de luchar por el Führer, o por el emperador, para seguir adelante ante la posibilidad de una derrota segura. A los rusos, por otra parte, se les animaba a combatir por su tierra, y no por los ideales del socialismo, en lo que se dio en llamar la Gran Guerra Patriótica.

En Occidente, los valores nacionales se envolvieron en el concepto de libertad, más aún, quizá, que en el de democracia, que a muchos les parecía menos tangible. Pero que el desenlace de la guerra se experimentara como una victoria por la libertad dependía de quién fuera uno y en qué lugar del mundo vivía. El avance soviético hacia Europa del Este generó nuevos tipos de sufrimiento, también para los prisioneros de guerra rusos, quienes, tras la supuesta liberación, fueron perseguidos por su propio Gobierno. "Abandonados por unos superiores incompetentes o aterrados en 1941, los soldados rusos morían de hambre en los horrores indescriptibles de los campos alemanes", escribe Beevor. "Ahora se les trataba como ‘traidores de la patria' porque no se habían suicidado".

Beevor no escatima los detalles sobre estas crueldades; el libro es una crónica dura pero cautivadora. Está plagado de historias sobre ahogamientos, enfermedades, hambrunas, masacres, violaciones en masa, saqueos, purificación étnica y napalm, además de las asombrosas estadísticas de las muertes y las lesiones causadas por los bombardeos aéreos y el curso normal del combate. El sello distintivo de Beevor, que ha desplegado en obras anteriores como Stalingrado y El Día D, es dar voz a los testigos oculares para ofrecer detalles evocadores. Cita, por ejemplo, a un soldado del Ejército Rojo que escribe a su madre en la primavera de 1945: "Caminamos sobre cadáveres, nos sentamos a descansar sobre cadáveres y comemos encima de cadáveres. A lo largo de unos 10 kilómetros hay dos cuerpos de alemanes por metro cuadrado".

Y esto no era lo peor. Beevor cita además a investigadores de posguerra que descubrieron que la "práctica extendida del canibalismo por parte de los soldados japoneses en la Guerra del Pacífico fue algo más que incidentes aleatorios perpetrados por individuos o pequeños grupos sometidos a condiciones extremas. Los testimonios indican que el canibalismo era una estrategia militar sistemática y organizada". De vez en cuando, el horror se aligera con humor negro. Cuando contraen matrimonio antes de su suicidio conjunto, a Hitler y Eva Braun les pregunta el juez de paz, conforme a la ley eugénica nazi, si su ascendencia aria es pura.

Una de las mayores virtudes del libro es la atención que presta a la guerra chino-japonesa, que estalló en 1937 y más tarde entroncó con el gran conflicto. Para Beevor, esta es "una pieza que falta en el rompecabezas" y, desde luego, una que la mayoría de los lectores occidentales no conocerán bien. El autor nos muestra las relaciones entre las actividades de Japón en China y el combate que estaba librándose en otros lugares, y señala que la victoria soviética sobre Japón en la frontera entre Mongolia y Manchuria en agosto de 1939 "no solo contribuyó a la decisión japonesa de atacar el sur y arrastrar a EE.UU. a la guerra, sino que también supuso que Stalin pudiera trasladar sus divisiones siberianas al oeste para frenar el intento de Hitler de conquistar Moscú".

Otra de las virtudes del libro es su agudeza en materia militar. Beevor no respeta reputaciones. Considera que tanto el general británico Montgomery como su adversario alemán Rommel están sumamente sobrevalorados. En 1942, Rommel "se negó a aceptar cualquier responsabilidad personal" por sus fracasos en el desierto, mientras que la huida de las fuerzas que le quedaban tras la batalla de El Alamein fue posible sólo gracias a "las lentas reacciones de Montgomery, a su exceso de prudencia".

Eisenhower es una figura que sale relativamente bien parada. Manejaba bien a los hombres y puso al insufrible Monty en su lugar recordándole educada pero firmemente quién mandaba allí. Puede que Ike fuera políticamente ingenuo, pero su decisión, en abril de 1945, de apostar sus tropas en el Elba en lugar de trasladar a toda prisa a los rusos a Berlín, señala Beevor, era defendible en términos pragmáticos. Beevor también critica mordazmente la política de bombardeos aliados.

En ciertos aspectos, éste es un libro anticuado. Hace más de 30 años, el historiador Alan Milward despreciaba "las obras aparentemente innumerables sobre historia militar en las que ejércitos y armadas vienen y van, capitaneados por personajes de mayor o menor importancia que deciden cuestiones trascendentales, y en las que no se menciona a las verdaderas fuerzas productivas que otorgan significado a tales acontecimientos". Pero Beevor es un hombre de diplomacia y batallas, e incluso la negociación diplomática suele ocupar un segundo plano. Debemos recordar que también hubo actos de bondad y heroísmo, además de locura y asesinato. Casi a modo de alivio, nos cuenta la historia de Ara Jerezian, un médico que ayudó a salvar a judíos húngaros de la muerte, aunque pertenecía al movimiento fascista Cruz Flechada.

Beevor podría haber relatado más episodios así sin correr el riesgo de adoptar una perspectiva demasiado risueña. Resulta instructivo leer sobre matanzas inimaginables, pero también lo es ahondar en los esfuerzos por superarlas.