Image: Réquiem por Linda B.

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Letras

Réquiem por Linda B.

Alianza publica el nuevo libro de Ismaíl Kadaré, una novela con tintes autobiográficos que aborda la dictadura albana

4 octubre, 2012 02:00

Ismaíl Kadaré

En 'Réquiem por Linda B.' (Alianza), Ismaíl Kadaré refleja la tiranía comunista de Enver Hoxha en Albania. Rudian Stefa es citado ante el Comité del Partido Comunista, pero no sabe por qué. Quizás su novia le ha denunciado. En una sociedad opresiva, ni siquiera las relaciones más íntimas están libres de sospecha. Pero no, el Comité quiere saber quién es Linda B. y por qué Stefa le dedicó uno de sus libros. ¿Qué relación tiene con esta joven, cuya familia fue deportada por razones políticas? Kadaré, Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2009, aborda en esta obra su propia condición de escritor protegido en una dictadura.


Hasta el comienzo de la calle de Dibra creyó haber logrado no pensar en nada. Pero cuando se encontró junto al hotel Tirana, situado en el flanco norte de la plaza de Skanderbeg, sintió al fin el apremio mezclado con el pánico.

Sólo tenía que atravesar la plaza para situarse frente a la entrada del Comité del Partido. Ya no podía seguir aparentando sangre fría ni justificarla con el pensamiento de que tenía la conciencia tranquila. Sólo había una plaza ante sí y, por grande que ésta fuera, el tiempo que se tardaba en atravesarla era demasiado breve para un hombre al que habían convocado al Comité del Partido sin explicarle la causa. Con frenética celeridad -se diría que sólo así podía recuperar el tiempo perdido-, pasó revista a los dos posibles embrollos en los que, queriendo o sin querer, podía verse envuelto: su última pieza teatral, que desde hacía dos semanas esperaba la autorización para su puesta en escena, y sus relaciones con Migena.

En otra circunstancia, lo segundo le habría provocado mayor desazón que la pieza teatral. Se aproximaba ya a la Banca Nacional cuando la escena de su última discusión con ella se reprodujo en su mente con una nitidez intolerable. Se encontraban en el mismo lugar donde se había producido su pelea anterior, el rincón donde la librería formaba un ángulo con la ventana. Se habían dicho prácticamente las mismas palabras, y las lágrimas de ella eran exactamente iguales. En realidad, fueron precisamente aquellas lágrimas las que comenzaron a asustarle.

Sin esas lágrimas, tal vez habría puesto fin a la relación con ella dos semanas atrás. La habría tomado simplemente por una muchacha de la Escuela de Artes más apasionada de lo habitual, que ni sabía ella misma qué quería ni por qué se deshacía en llanto. En cada ocasión esperaba descubrir qué ocultaban los sollozos, si es que realmente ocultaban algo. Estaba seguro de que aquélla sería la última vez. Venga, ¿qué tienes?, le había dicho con aspereza. Al menos dímelo para que yo lo sepa. No puedo, ni yo misma lo sé, había sido la respuesta de ella.

¿Ni siquiera tú misma lo sabes? ¿Ah, sí? ¿Te haces la interesante con todos esos remilgos, a lo Marlene Dietrich, de te quiero y no te quiero? ¿Se trata de eso?

Era consciente de que estaba fuera de sí. Ahora escucha: tú no eres interesante, tú no eres más que... quiso decirle «una niña provinciana», pero se sujetó la lengua. Tú no eres más que una neurótica o... una confi... Aunque consiguió tragarse el final de la palabra, sintió que el mal ya no tenía remedio.

No, había respondido ella, sorprendentemente sin la irritación que él había esperado. No soy ni lo uno ni lo otro. Entonces, suéltalo de una vez, ¿qué diablos eres? ¡Habla! No sigas con el no sé. Con una facilidad inesperada, su mano hizo aquello que había estado a punto de hacer en dos o tres ocasiones en su vida, sin atreverse a hacerlo jamás: agarrar del pelo a la muchacha. Había imaginado que aflojaría los dedos al instante para liberar aquellos cabellos como si ardieran, pero la mano no sólo no le obedeció sino que además, cargado de rencor, empujó contra la librería aquella hermosa cabeza que pocos minutos antes había acariciado con dulzura. El prendedor de la joven cayó al suelo, y tras el prendedor un montón de libros, cuyos títulos sus ojos leían como los de un desquiciado, quién sabe la causa, con empecinamiento. Scott Fitzgerald. Toponimia de Albania y de Kosova. Plutarco.

Hasta las puertas del Comité del Partido sólo restaban cuarenta segundos, tiempo en el que alcanzó a pensar que, aunque la joven le hubiera denunciado, a él le daba lo mismo. Hasta prefería esa denuncia, incluso con la acusación de «confidente» de por medio, a cualquier complicación relacionada con la pieza teatral. Sintió deseos de llamarse a sí mismo idiota incorregible por ser incapaz de calibrar el peligro que suponía una denuncia, pero extrañamente le pareció que no sólo no experimentaba preocupación alguna por esa posibilidad, sino que secretamente la deseaba.

Cuando traspasó el umbral de la puerta principal supo la causa: esperaba que, al margen de las complicaciones que pudiera reportarle, pero según el dicho de que no hay mal que por bien no venga, gracias a esa denuncia podría desvelar al fin lo que le había estado torturando durante más de cuatro semanas: el enigma de la muchacha.

Conocía la mesa en forma de U, aunque era la primera vez que tomaba asiento, él solo, a su costado derecho. En el punto de unión de los dos trazos de la U aparecía sentado el segundo secretario en compañía de un desconocido. ¿Qué significaba aquella citación sin la menor explicación previa? De que le ofrecieran un vaso de agua o un café no cabía ni hablar, pero al menos un «disculpa que te molestemos», o bien unas cuantas palabras vacías y exasperantes del tipo: «Cómo va la creación », podían no habérselas ahorrado.

El brote de una brumosa irritación, de esas que permitían al menos mantener la dignidad, como diría su amigo Llukan Herri, le impulsó a tensarse contra el respaldo. Como si se hallara en el interior de su mente, el secretario segundo, sin la menor introducción al tema, le dijo que el partido apreciaba su trabajo de dramaturgo, de lo que daba prueba el hecho de ser convocado ante el Comité del Partido a propósito de un problema por el que otros respondían en el juzgado de instrucción.

Antes de terminar la frase, volvió la cabeza hacia el desconocido, cuya procedencia del mentado organismo cabía conjeturar. El otro mantenía una expresión sosegada, casi sonriente.

-Necesitamos una aclaración, más exactamente dos o tres sencillas aclaraciones -dijo, bajando los ojos sobre unos papeles que tenía delante-. Confío en que nos ayudará.

-Por supuesto -respondió el dramaturgo.

En el acto segundo, pensó. Donde se aparece el espectro. Había observado que el error, cuando lo había, aparecía por lo común al final del segundo acto. De todos modos no alcanzaba a comprender por qué debía responder de algo semejante ante el juzgado de instrucción y no en el Consejo Artístico Teatral, como de costumbre.

-Se trata de un asunto delicado -prosiguió el juez.

-En cualquier caso, no comprendo por qué debo responder aquí -dijo el dramaturgo.

Los dos representantes oficiales se miraron.

-Camarada escritor -dijo el secretario segundo-, ya le he explicado que está relacionado con el aprecio que el partido siente por usted. En caso de que prefiera el juzgado...

Se mordió los labios, luego hizo un gesto incomprensible con la mano, sin ocultar su turbación.

El juzgado de instrucción... se repitió para sus adentros. ¿Hasta ese punto habían llegado las cosas?

-Les escucho -dijo.

El juez consultó unos instantes sus anotaciones.

-Se trata de una muchacha joven -dijo muy lentamente con voz reposada.

Ajá, exclamó para sí. De modo que se trata de la otra. La sala del teatro, con las butacas de terciopelo rojo, el silencio de los espectadores, luego sus prolongados aplausos al final, junto con las exclamaciones «el autor, el autor», no sufrirían menoscabo. Sería la otra la que cae ría. Con el fulgor del relámpago se le representaron entremezclados el canal divisorio entre sus pechos y luego las lágrimas cuya causa no había modo de averiguar. Como si supiera que algo no marchaba, pensó con desgarro. Que comoquiera que fuera saldría con mal de aquello.

El instructor, tras la pregunta ¿conoce, por tanto, a la muchacha?, añadió algo más, puede que su nombre, pero la turbación no permitía al otro concentrarse. ¿Por qué presentía ella el mal y tú no?, se reprochó a sí mismo.

-Así pues, la conoce -dijo el juez hojeando el expediente.

El interpelado asintió con la cabeza, mientras para sus adentros intentaba recuperar la irritación que, a saber por qué, le estaba abandonando. Bueno ¿y qué?, sintió deseos de exclamar. ¿Dónde está aquí el delito? En el pasado, este tipo de relaciones eran condenables sobre todo entre personas destacadas, que debían dar ejemplo de integridad moral, pero ahora estas cosas ya no llamaban la atención. Salvo cuando suponían un escándalo, daban lugar a rupturas familiares o eran relaciones con las clases derrocadas. O cuando la propia muchacha se quejaba.

Antes de imaginar de qué podía haberse quejado Migena, se representó su hiriente comportamiento en la biblioteca y la acusación de «confidente», que sin duda había herido a la muchacha más que ninguna otra cosa.

¿Utilizó el calificativo «confidente» o no? Quisiéramos saber en qué sentido. ¿Confidente de quién? ¿Contra quién? Usted sabe que nuestro Estado no utiliza tales... Arrepentido de aquella maldita acusación, sin esperar a que el otro le preguntara, ya estaba preparando la respuesta. No lo había dicho en el mal sentido político de la palabra, al revés, le había salido en el curso de un arrebato, como se decía de los chismosos en la vida cotidiana.