Image: Duelo de exploradores en el hielo

Image: Duelo de exploradores en el hielo

Letras

Duelo de exploradores en el hielo

Geoplaneta publica Carrera al límite, un libro ilustrado sobre la conquista del Polo Sur

9 mayo, 2012 02:00

Los Scott -Kathleen y Con- a bordo del Terra Nova en el puerto de Lyttelton, poco antes de que el barco zarpara hacia el Sur.

Lea más primeros capítulos

En el centenario de la conquista del Polo Sur, GeoPlaneta publica Carrera al límite, un gran libro ilustrado sobre el famoso duelo entre Amundsen y Scott que concluyó con la conquista del Polo por el noruego y con la trágica muerte del británico en el viaje de regreso. El libro, publicado con el American Museum of Natural History y la colaboración del Scott Polar Research Institute, está ilustrado con imágenes de archivos de todo el mundo, muchas de ellas nunca hasta ahora reproducidas. Con estilo periodístico, la obra narra la gran carrera de estos dos expedicionarios, los antecedentes de la exploración polar e incluye relatos y diarios de los propios exploradores que permiten conocer todos los detalles de esta aventura.




Vitoreado por admiradores, el Terra Nova se prepara para zarpar desde Port Chalmers, Nueva Zelanda, el 29 de noviembre de 1910. El barco había llegado desde Melbourne el 28 de octubre. El avituallamiento y la carga de carbón se hicieron en Lyttelton el mes siguiente, cuando también se subieron a bordo los perros y los ponis. Después, continuó hasta Port Chalmers, punto de partida para ir al mar de Ross.


Capítulo 1

El último confín


El 29 de noviembre de 1910, en Port Chalmers, Nueva Zelanda, Kathleen Bruce Scott, de 32 años, desembarcó del Terra Nova a la lancha que la esperaba y dijo adiós a su marido, Robert Falcon Scott, líder de la solemnemente bautizada Expedición Antártica Británica (1910), con el que se había casado hacía dos años. No se detuvo para besar a Con -su cariñoso apodo- porque no quería que "nadie la viera triste". Junto con el resto de las esposas observó cómo partía hacia el Sur aquel antiguo y sobrecargado barco que transportaba a un grupo de hombres que intentaban, entre otras cosas, "alcanzar el Polo Sur y conseguir aquel honor para el Imperio británico".

Nunca volvió a verlo, excepto en la cálida bruma del recuerdo: "Le dije adiós con un extraño alborozo y sosiego cuando el barco zarpó de Nueva Zelanda para emprender el largo viaje al Sur. Su rostro irradiaba ternura conforme aumentaba la distancia que nos separaba, hasta que solo retuve el recuerdo de aquella cara vuelta hacia el sol, aunque fue para toda la vida".

En teoría, Con iba a estar fuera unos dos años, según las circunstancias de la expedición. Kathleen la tenía intención de mantenerse ocupada en Londres, mientras cuidaba de su hijo Peter y esperaba noticias. Contaba con ganar algún dinero con sus esculturas, pero los encargos escaseaban y, en ocasiones, le costaba llegar a fin de mes con la paga de su esposo. Para empeorar la situación, con el tiempo comenzaron a correr rumores, sobre todo durante los primeros meses de 1912. Un telegrama erróneo informó erróneamente: "Scott en el Polo Sur. Rotunda victoria", pero Kathleen no se dejaba engañar por aquellas noticias sin fundamento y, tal como anotó en su diario: "Estaba segura de que había algún error".

Y lo había. A comienzos de marzo de 1912 se divulgó la noticia de que un conocido rival -el explorador noruego Roald Amundsen- había llegado al Polo. Tras navegar en absoluto secreto a bordo del Fram, el legendario barco del también explorador noruego Fridtjof Nansen, había zarpado hacia el Polo Sur a finales de octubre de 1911, cuando el invierno austral tocaba a su fin, y llegó en menos de dos meses. La expedición de Scott estaba sobre el terreno en ese momento, pero Amundsen no observó presencia británica alguna cuando alcanzó el Polo. Si habían estado, había sido después de él.

Scott había perdido la apuesta y no había conseguido gloria ni fama, pero a Kathleen le consoló el pensar que su marido siempre había defendido la idea de que la suya era una expedición científica. Sus amigos le aseguraron que, al fomentar el estudio, alcanzaría mayor gloria que Amundsen, cuyo triunfo se reducía a un largo viaje sobre esquís, sin apenas contratiempos. Tras recorrer Estados Unidos, y convencida de que se reuniría con Scott, a principios de febrero de 1913 embarcó en el SS Aorangi en San Francisco. Volvía a Nueva Zelanda para recibir a su marido y a su bronceada y fornida tripulación, cuando a la vista de todos, olvidados ya los rigores antárticos, se abrazaran a sus seres queridos.

O eso debió de imaginar durante los inacabables días del largo viaje a través del Pacífico. Pocas millas al sur de Hawai, su ilusión se vio truncada para siempre con una brusca llamada en la puerta de su camarote. El capitán del Aorangi quería hablar con ella de inmediato.

-Tengo que comunicarle una noticia -dijo el capitán-. Pero no sé cómo hacerlo.

-¿Sobre la expedición? -preguntó Kathleen.

-Sí.

-Hágalo, por favor.

El capitán le enseñó un mensaje: "El capitán Scott y otras seis [sic] personas han perecido en una tormenta tras alcanzar el Polo Sur el 18 de enero".

Aturdida, se excusó. Ya antes le habían dado noticias falsas, ¿no lo sería también esta? Se distrajo durante una hora con una clase de español y, después, fue al comedor, donde conversó sobre la política de Estados Unidos con otros pasajeros. Le había pedido al capitán que no dijera nada sobre la muerte de Scott, pero, por las caras de los oficiales, supo que estaban al corriente del destino que había corrido su marido. Después, para mantener la mente alejada del asunto hasta estar completamente calmada, se dirigió a cubierta y estuvo leyendo acerca del reciente hundimiento del Titanic.

Para el lector moderno, la aparente sangre fría de Kathleen podría parecer afectada o incluso absurda, una negación de la realidad. Sin embargo, era típico en ella. Kathleen se enorgullecía de su capacidad para no dejarse llevar por las circunstancias, ya fuera viajando sola por Grecia, llevando una vida bohemia en el Londres eduardiano o, sabedora de la atracción que despertaba en los hombres, dejándose adular por Auguste Rodin, Henry James o H. G. Wells. Odiaba que tras la cena la relegaran junto a otras mujeres para sesiones de cotilleos en las que no se hablaba de nada importante, mientras los hombres se retiraban al salón de billar para fumar habanos y entablar conversaciones serias. En pocas palabras: prefería a los hombres y la vida que estos llevaban. Así que, a pesar de que la muerte de Con seguramente la trastornó, jamás se habría permitido venirse abajo: eso era algo que hacían las mujeres.

La noticia de la muerte de Scott había llegado a Londres desde Nueva Zelanda el 11 de febrero, varios días antes de que se enterara Kathleen. En un apresurado aunque espléndido funeral por Scott y sus compañeros en la catedral de San Pablo, en Londres, el 14 de febrero, se interpretó "La marcha fúnebre" del oratorio Saúl de Händel, que hizo que brotaran las lágrimas en los presentes, tal como había sucedido hacía poco más de un año cuando se interpretó en memoria de las víctimas del Titanic. En la catedral, el rey Jorge V ocupaba su trono bajo la cúpula, frente al altar, vestido con el uniforme de almirante de la Marina y ? anqueado por militares y dignatarios del Gobierno. En un detalle poco usual, se permitió la entrada al pueblo llano sin pagar hasta que se llenara el templo. En el exterior, miles de personas se congregaron en las calles adyacentes para presentar sus respetos a los héroes caídos, sobrepasando con creces la efusión de dolor que se había presenciado en la misa de réquiem por los fallecidos en el Titanic.

De camino a Nueva Zelanda, Kathleen no se enteró de la extraordinaria reacción que había provocado la muerte de su marido. En el Reino Unido, la edición especial del Daily Mirror registró un número récord de ventas y un periodista recordó que no había que olvidar a "alguien que desconoce aún esta espantosa tragedia, esa desventurada mujer todavía en alta mar, eufórica por la ilusión y la perspectiva de reunirse con su marido". Tampoco sabía que, durante el funeral, "un millón y medio de niños de los colegios de Londres y otras ciudades británicas escuchaban el conmovedor relato de la muerte del capitán Scott y sus compañeros", y después "se alineaban en los salones de actos para cantar The Children's Song of Empire, de Kipling", algo muy "adecuado al espíritu del momento". A continuación se les leyó el "Mensaje al público" de Scott, encontrado en su cadáver. Un periodista de Londres conjeturó que aquel día "quedará profundamente marcado en las maleables mentes de los niños, que no lo olvidarán en toda su vida; gracias al funeral de ayer en los colegios, miles de hombres y mujeres del futuro estarán para siempre familiarizados con la maravillosa historia de Scott y sus heroicos camaradas".

Los diarios de Con, encontrados por la expedición de rescate en noviembre de 1912, se enviaron a Kathleen una vez que desembarcó en Nueva Zelanda. Tras leerlos se enteró de que su marido había llegado muy cerca del Polo Sur a mediados de enero y había encontrado huellas de esquís y banderas negras, las que Amundsen y sus compañeros habían colocado hacía un mes, en la posición aproximada del Polo y alrededores, para dejar constancia de que habían llegado a él. Después de hacer lecturas con sus instrumentos y sacar unas tristes fotografías, Scott y sus hombres emprendieron el viaje de regreso de 1450 km desde aquel "espantoso lugar". El descenso de la temperatura, las fuertes tormentas y la ceguera provocada por el resplandor de la nieve entorpeció su avance. Hambrientos y mal equipados, los cinco componentes del grupo comenzaron a sucumbir a los elementos; puede que Scott fuera el último en morir. "Es un glorioso documento maravillosamente escrito, que estimula e inspira en grado sumo -escribió Kathleen-. De haber abandonado a los enfermos quizá se habrían salvado; me alegro de que no lo hicieran".

Al conocer el destino de su rival, Amundsen, que estaba dando conferencias en Estados Unidos, aseguró que habría "renunciado de buena gana a todo honor o dinero si con ello hubiera podido salvar a Scott de su terrible muerte". Esas compasivas palabras no surtieron ningún efecto ni sirvieron para librarle del desprecio y el escarnio británicos por haber usurpado a Scott la gloria de conquistar el Polo. El noruego nunca entendió la reacción británica ante su triunfo; más tarde, el bibliotecario de la Royal Geographical Society a? rmó que Amundsen era el explorador polar más desdichado que había conocido. Inmediatamente, en la memoria colectiva del Reino Unido Scott dejó de ser un simple o? cial de la Marina al mando de una desastrosa expedición para convertirse en un símbolo del valor y el sacri? cio, un moderno Galahad con resonancias de otros héroes románticos, desde Beowulf al general Gordon. Había sufrido una muerte ejemplar: no habían sucumbido a la tentación del canibalismo ni escrito palabra alguna de queja o desaliento en las últimas páginas de su diario. Sin embargo, en las últimas décadas, una nueva imagen, muy diferente, ha sustituido a la del héroe: la que muestra a Scott como alguien asombrosamente poco preparado que condenó a su equipo a una terrible muerte debido a su insensatez, falta de liderazgo y pésimas decisiones durante la expedición. Este giro de su reputación, de héroe a mero diletante, ha atenuado también el mérito de la contribución de Scott no solo a la exploración de la Antártida, sino a la ciencia antártica. Por el contrario, el reconocimiento al supuesto cómodo triunfo de Amundsen no ha hecho más que aumentar.

Hace cien años las ambiciones de estos dos contendientes se enfrentaron en una épica batalla por conquistar el Polo Sur. La fabulosa hazaña, marcada por la tragedia y el heroísmo desinteresado, produjo uno de los relatos más intensos y emocionantes de la historia de la exploración.