El Cultural

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Letras

El ángel Esmeralda

2 marzo, 2012 01:00

Don DeLillo

Scribner. Nueva York, 2011. 213 páginas, 24 dólares

Cuanto más mayor se hace uno, más chocante le puede resultar poner las noticias y contemplar a unos expertos de nuevo cuño, expertos que parecen recién salidos del instituto, dando su opinión sobre la trascendencia de los cambios radicales que están sacudiendo al país. ¿Cómo consiguen estos jóvenes analistas sus fulminantes revelaciones? ¿Les tuitea alguien lo que dicen? Don DeLillo lleva esta sensación de perplejidad generacional un paso más allá dentro del absurdo en "Hammer and sickle" ["El martillo y la hoz"], el más largo de los nueve excelentes cuentos en The Angel Esmeralda [El Ángel Esmeralda], la primera colección de sus obras de ficción cortas.

En esa historia, publicada el año pasado en medio de esta época de inestabilidad económica que sacude nuestra confianza, los reclusos de una prisión de mínima seguridad se reúnen en una sala común todas las tardes para ver a dos hermanitas, de 10 y 12 años, que presentan el informe diario sobre el mercado bursátil en un canal de televisión para niños. Con gran esfuerzo y una entonación inexpresiva, las niñas desgranan los titulares. “La noticia es Dubái”, dice una. “Los mercados se hunden rápidamente”. En una alegre sucesión, se turnan con las frases: “El índice DAX en Alemania”. “Baja más del 3%”. “El índice FTSE 100 de Londres”. “Baja”. “Ámsterdam, ING Group”. “Baja”. “El Hang Seng en Hong Kong”. “El crudo. Los bonos islámicos”. “Bajan, bajan, bajan”.

Uno de los reclusos, Jerry Bradway, tiembla mientras escucha sus comentarios y piensa que “la vida antigua se reescribe a sí misma cada minuto” y que “Ya tengo bastantes dificultades para identificar la forma del pasado conocido”. Resulta que Jerry, encarcelado por unos delitos de guante blanco, es el padre de las presentadoras preadolescentes. Sospecha que su mujer, de la que está separado, les escribe los guiones. Impertérritas ante lo que desconocen, las niñas parlotean alegremente: “El miedo sigue aumentando”. “Hasta a los números les está entrando pánico”. “¿Qué es un seguro de impago de deuda?, preguntan. ¿Qué es una suspensión de pagos soberana? [...] Nosotras no lo sabemos. ¿Lo saben ustedes? ¿Les importa?” Los reclusos ríen nerviosamente.

DeLillo siempre ha sido un maestro a la hora de transmitir el inquieto espíritu estadounidense de la época, incluso en periodos en los que había menos razones para estar inquieto. Hace cuatro años, su novela posterior al 11-S, El hombre del salto, evocaba la “pantomima de la desesperación humana”. El título hace referencia a un artista de performance que aflige a los habitantes de Manhattan en las semanas posteriores al derrumbamiento del World Trade Center apareciendo “sin anunciarse, en varias partes de la ciudad, suspendido de una estructura o de otra, siempre cabeza abajo, vestido con traje, corbata y zapatos de vestir. ... Había gente gritándole, escandalizada por el espectáculo”. Pero ya en 1985, hacia el final de la Guerra Fría, en los días (retrospectivamente) idílicos de la época de Reagan, la novela satírica de DeLillo Ruido de fondo describía a una familia paranoica que huía de una nube industrial tóxica, aturdida por la sobrecarga tecnológica y de medios de comunicación que especulaban erróneamente sobre su situación. “La familia es la cuna de la desinformación del mundo”, escribió en aquel entonces.

Veintiséis años después, esa cuna emite desde la redacción, en la televisión en la cárcel de Jerry. Este le dice a su compañero de litera, Norman Bloch, un coleccionista de arte que evade impuestos, que está seguro de que su mujer es el “cerebro que está detrás de todo eso”. DeLillo sabe que por muy amorfo y externo que sea el origen de una queja, el agraviado busca un nombre al que cargar con la culpa, como si cualquier persona o causa cercana pudiese explicar una crisis mundial.
Cada una de las historias recogidas en The Angel Esmeralda aborda una clase distinta de desasosiego. Es casi una pena que el lector sepa desde el principio que se escribieron a lo largo de cinco décadas, porque cada una de ellas parece una alegoría contemporánea en clave. La adivinanza catastrofista de DeLillo pone de manifiesto la permanente adaptabilidad de las inseguridades humanas. En la primera historia, “Creation” [Creación], publicada en 1979, explora la impotencia que debe aceptar un hombre cuando su mujer y él se hallan atrapados, al estilo “Sin salida”, en una isla tropical en la que los vuelos de su único aeropuerto están llenos, un día sí y otro también. “Para mí, el aburrimiento y el miedo son la misma cosa”, dice su mujer.

En Human moments in World War III [Momentos humanos en la III Guerra Mundial], que se publicó por primera vez en 1983, un piloto de bombardero en una nave espacial de vigilancia que “flota sobre los continentes” debe disparar contra blancos lejanos, que puede que sean humanos o no, en unos Estados Unidos asolados por la guerra. Se dice a sí mismo que “solo es un decorado” y quiere decir, “Olvida la envergadura de nuestra visión, el movimiento de las cosas, la propia guerra, la muerte terrible. Olvida la noche envolvente, las estrellas como puntos estáticos, como campos matemáticos. Olvida la soledad cósmica, el afloramiento del temor y del terror”. Sin embargo, no puede vencer su “primitivo temor a las armas que somos lo suficientemente avanzados para diseñar y fabricar”. En una década de pánicos aeroportuarios y de ataques de aviones no tripulados, las reflexiones que DeLillo expresa adquieren un tono conmovedoramente casandriano. Pero en general, estas historias cortas (“Hammer and Sickle”, con 34 páginas, es la más larga) sirven como un recordatorio extrañamente liberador de que el terror existía antes de que se produjera una guerra contra él; que la debilidad humana no es una fase, no es evitable y no es excepcional. En “The Ivory Acrobat” [El acróbata de marfil], la historia de 1988, una expatriada estadounidense en Grecia que ha estado tratando de llevar una vida “impremeditada” de “extranjera anónima” -discreta, bien informada, contenta por dedicarse a la observación aleatoria- aprende los límites de su distanciamiento cuando un terremoto sacude Atenas. “The Runner” [La corredora], también de 1988, presenta a una mujer que trata de imponer la lógica al azar después de presenciar un secuestro. Se niega a creer que el secuestrador es un extraño, “alguien que surge dando bandazos de ninguna parte, del espacio de la ensoñación”, como si un acto de violencia tuviera que tener una razón lógica.

Otra forma de creencia ilusoria forja la historia del título, publicada en 1994, en la que las monjas y los transeúntes del sur del Bronx buscan un significado sagrado en el asesinato sin sentido de una chica sin hogar. Las últimas historias juegan con unos motivos más subliminales: a una visitante de una galería de arte que idealiza los crímenes de los terroristas de la Facción del Ejército Rojo le entra el pánico cuando otro visitante invade su espacio personal; dos universitarios discuten intelectualmente, pero se sienten intimidados por su carismático profesor; mientras que en la historia final, “The starveling” [El hambriento], un solitario adicto al cine pierde el contacto no solo con la realidad de los demás sino con la suya propia.

DeLillo llena de fecundas reflexiones y de eficaz consuelo cada una de estas ricas, densas y concentradas historias. Como la desarraigada mujer expatriada en Atenas en “The Ivory Acrobat”, convierte el miedo en fortaleza al enfrentarse a él, transformándolo en una especie de amuleto protector: “Ella quería oír a alguien que dijera eso mismo... que todos estaban desprotegidos en el paso del tiempo”. Aquí y a lo largo de The Angel Esmeralda, DeLillo encuentra justicia, incluso una especie de catarsis, en la idea de que el destino no tiene favoritismos para siempre o durante mucho tiempo.