Image: Patricia Cornwell y la toxina botulínica

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Letras

Patricia Cornwell y la toxina botulínica

Primeras páginas de Niebla Roja, ganadora del premio RBA de Novela Negra 2011

5 diciembre, 2011 01:00

Patricia Cornwell

Con Niebla Roja, Patricia Cornwell vuelve a poner en manos de la doctora forense Kay Scarpetta un nuevo caso al más puro estilo CSI. Ya van diecinueve, desde que la escritora estadounidense diera vida al personaje en 1990 en su novela Postmortem. En esta nueva entrega, ganadora del último premio RBA de Novela Negra, Scarpetta se enfrenta a la muerte nada accidental de algunos sin techo, relacionadas con un complot de investigaciones bioquímicas tras el que podría estar el gobierno de Estados Unidos. A continuación les ofrecemos las primeras páginas de este enigma formado por líneas aparentemente paralelas que terminan convergiendo.




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Los rieles de hierro de color pardo rojizo como la sangre vieja cruzan el pavimento agrietado de la carretera que se adentra en Lowcountry. Mientras atravieso las vías pienso que la prisión para mujeres de Georgia se encuentra en el lado equivocado y que tal vez debería tomármelo como otro aviso y dar la vuelta. Aún no son las cuatro de la tarde del jueves 30 de junio. Estoy a tiempo de coger el último vuelo a Boston, pero sé que no lo haré.

Esta parte de la costa de Georgia es un terreno sombrío de bosques lúgubres, cubiertos de musgo de Florida y marismas atravesadas por arroyos serpenteantes que dan paso a grandes planicies de hierba inundadas de luz. Las garcetas blancas como la nieve y las grandes garzas azules vuelan bajo sobre el agua salobre, arrastrando las patas, y luego el bosque se cierra de nuevo a ambos lados de la estrecha carretera asfaltada en la que ahora me encuentro. El kudzu estrangula la maleza y cubre las copas con capas oscuras de hojas escamosas, y los gigantescos cipreses con gruesas rodillas nudosas se elevan desde los pantanos como criaturas prehistóricas que chapotean al acecho. Aunque todavía no he visto un caimán o una serpiente, estoy segura de que están ahí, y son conscientes de mi gran máquina blanca que ruge, resopla y petardea.

No sé cómo he acabado metida en esta ratonera que se pasea por toda la carretera y huele a comida basura y cigarrillos con un toque a pescado podrido. No es lo que le pedí a Bryce, mi jefe de personal, que me alquilara: un seguro y confortable sedán de tamaño mediano, con preferencia un Volvo o un Camry, con airbags laterales y frontales y GPS. Cuando me encontré fuera de la terminal del aeropuerto con un joven, en una camioneta de carga blanca, sin aire acondicionado y ni siquiera un mapa, le dije que aquello era un error. Que me habían dado por equivocación el vehículo de otra persona. Me respondió que en el contrato figuraba mi nombre, Kate Scarpetta, y yo le dije que mi nombre es Kay no Kate y que no me importaba el nombre que apareciera en el papel. Una camioneta de carga no era lo que había pedido. Lowcountry Concierge Connection lo lamentaba mucho, dijo el joven muy bronceado y vestido con una camiseta sin mangas, pantalones cortos de camuflaje y zapatos de pescador. No podía imaginar qué había pasado. Obviamente, un problema informático. Estaría encantado de conseguir otro vehículo, pero mucho más tarde, o lo más probable al día siguiente.

Hasta ahora nada va como había planeado e imagino amimarido, Benton, diciéndome que él ya me lo había advertido. Le veo apoyado en la encimera de mármol travertino en la cocina, ayer por la noche, alto y delgado, con el pelo canoso, un rostro apuesto mirándome con una expresión sombríamientras discutíamos otra vez sobre mi venida aquí. Hace solo un rato que ha desaparecido el último vestigio de mi dolor de cabeza. No sé por qué una parte demí todavía cree, contrariamente a la evidencia, quemedia botella de vino va a resolver nuestras diferencias. Podría haber sido más de lamitad. Era un Pinot Grigiomuy bueno por el dinero que costó, luminoso y limpio, con un toque de manzana.

El aire que sopla a través de las ventanas abiertas es denso y caliente, y huelo el olor penetrante del azufre de las plantas en descomposición, de las marismas saladas y el lodo espeso. La camioneta vacila y se mueve a trompicones por una curva soleada donde los aura gallipavos devoran algo muerto. Estas aves, grandes y feas, con sus alas deshilachadas y sus cabezas peladas, remontan el vuelo con un lento batir de alas mientras esquivo la carcasa dura de un mapache, el aire sofocante cargado con un fuerte hedor pútrido que conozco demasiado bien. Animal o humano, no importa. Puedo reconocer la muerte a distancia y si saliese de la camioneta para mirar de cerca, probablemente podría determinar la causa exacta de la muerte de aquel mapache, cuándo ocurrió y también reconstruir la manera cómo lo golpearon y tal vez qué lo golpeó.

La mayoría de las personas se refieren a mí como examinadora médica, pero algunos creen que soy médico forense, y de vez en cuando me confunden con una médico de la policía. Para ser más precisos, soy médico con una especialidad en patología, y subespecialidades en patología forense, radiología tridimensional o el uso de escáneres de tomografía computarizada, TC, para ver el interior de un cadáver antes de tocarlo con un escalpelo. Soy licenciada en Derecho y tengo el rango de coronel reservista especial de la Fuerza Aérea, y, por lo tanto, una afiliación en el Departamento de Defensa, que el año pasado me designó para dirigir el Centro Forense de Cambridge, que han financiado, junto al estado de Massachusetts, el Massachusetts Institute of Technology (MIT) y Harvard.

Soy una experta en determinar el mecanismo de lo que mata o por qué algo no lo hace, ya se trate de una enfermedad, un veneno, una mala praxis médica, un acto divino, una pistola o un artefacto explosivo improvisado (AEI). Todas mis acciones tienen que tener una justificación legal correcta. Se espera que ayude al Gobierno de Estados Unidos en lo que sea necesario y en todo aquello que se me pida. Juro y testifico bajo juramento, y lo que todo esto significa es que, en realidad, no tengo derecho a vivir de la misma manera que la mayoría de la gente. No es una opción para mí no ser objetiva y clínica. En ningún caso debo tener opiniones personales o reacciones emocionales, no importa el horror o la crueldad. Aun cuando la violencia me ha impactado directamente, como el atentado contra mi vida de hace cuatro meses, debo mantenerme tan impasible como un poste de hierro o una piedra. Debo mantenerme firme en mi determinación, tranquila y fría.

«No me vendrás con el rollo del trastorno de estrés postraumático, ¿verdad?», me preguntó el jefe de los médicos forenses de las Fuerzas Armadas, el general John Briggs, después de que casi me asesinaran en mi propio garaje el pasado 10 de febrero. «Así es la vida, Kay. El mundo está lleno de pirados.»

«Sí, John. Así es la vida. Ha pasado antes y volverá a pasar», le contesté, como si todo estuviese bien y me lo hubiese tomado tal como venía, cuando sé que no es lo que siento por dentro. Tengo la intención de obtener tantos detalles como pueda sobre lo que salió mal en la vida de Jack Fielding y quiero que Dawn Kincaid pague el precio más alto. Cadena perpetua sin posibilidad de reducción de condena.

Echo un vistazo a mi reloj sin apartar las manos del volante de la maldita camioneta que sufre un caso agudo del mal de San Vito. Tal vez debería dar la vuelta. El último vuelo a Boston sale en menos de dos horas. Podría tomarlo, pero sé que no volaré en él. Para bien o para mal estoy comprometida, como si hubiese conectado el piloto automático, tal vez uno imprudente, lo más probable, uno vengativo. Sé que estoy furiosa. Como mi marido, psicólogo forense del FBI, dijo ayer por la noche, mientras yo preparaba la cena en nuestra histórica casa de Cambridge, que fue construida por un trascendentalista muy conocido: «Estás siendo engañada, Kay. Probablemente por otros, pero lo que más me preocupa es que te estés engañando a ti misma. Lo que percibes como tu deseo de ser proactiva y útil es, de hecho, tu necesidad de apaciguar tu culpa».

«Yo no soy la razón de que Jack esté muerto», le dije.

«Siempre te has sentido culpable por él. Tiendes a sentirte culpable por unmontón de cosas que no tienen nada que ver contigo.»

«Ya veo. Cuando creo que puedo marcar una diferencia, nunca debo confiar en ella.» Utilicé un par de tijeras quirúrgicas para cortar las cáscaras de las gambas rojas gigantes. «Cuando decido que correr un riesgo puede generar una información útil y ayudar a la justicia, tengo, en realidad, un sentimiento de culpabilidad.»

«Crees que es tu responsabilidad arreglar las cosas. O prevenirlas. Siempre lo has creído. Es algo que se remonta a cuando eras una niña que cuidaba de su padre enfermo.»

«Desde luego, ahora no puedo evitar nada de nada.» Arrojé las cáscaras a la basura y eché sal en el agua que hervía en una olla de acero inoxidable sobre la placa de vitrocerámica por inducción, que es el centro neurálgico de mi cocina. «Abusaron sexualmente de Jack cuando era niño y no pude evitarlo. Y no pude evitar que echase su vida por la borda. Y ahora ha sido asesinado y tampoco pude evitarlo.» Cogí un cuchillo. «Si somos sinceros, a duras penas impedí mi propia muerte.» Piqué la cebolla y el ajo, la afilada hoja de acero golpeaba rítmicamente contra la plancha de polipropileno antibacteriano. «Es un accidente afortunado que todavía esté por aquí.»

«Tendrías que haberte mantenido bien lejos de Savannah», afirmó Benton, y yo le dije que hiciese el favor de abrir el vino y servir una copa para cada uno, bebimos y seguimos en desacuerdo. Picoteamos distraídos mi mangia bene, vivi felice cucina, o sea, come bien, vive y cocina feliz, y ninguno de nosotros fue feliz. Todo por culpa de ella.

Ha sido una existencia infernal, la de Kathleen Lawler. Actualmente cumple una condena de veinte años por homicidio involuntario (conducía borracha) y ha permanecido encerrada más tiempo del que ha vivido libre, ya desde la década de 1970, cuando fue declarada culpable de abusar sexualmente de un niño que creció para convertirse, con el tiempo, en mi jefe médico examinador delegado, Jack Fielding. Ahora él está muerto de un disparo en la cabeza realizado por el fruto de su amor, como llaman los medios de comunicación a Dawn Kincaid, dada en adopción al nacer, mientras su madre estaba en prisión por lo que hizo para concebirla. Es una historia muy larga. Me encuentro repitiéndolo a menudo estos días, y si he aprendido algo en la vida es que una cosa acaba siempre llevando a otra. La historia catastrófica de Kathleen Lawler es un ejemplo perfecto de lo que los científicos quieren decir cuando afirman que el batir de las alas de una mariposa en un lugar del mundo provoca un huracán en otra parte del planeta.

Mientras conduzco la camioneta alquilada que da bandazos a través de un terreno pantanoso cubierto por una vegetación densa, que probablemente no se veía tan diferente en la era de los dinosaurios, me pregunto qué batir de las alas de una mariposa, qué insignificante perturbación creó a Kathleen Lawler y el caos que desencadenó. La imagino dentro de una celda de dos metros cuarenta pormetro ochenta, con su váter de acero brillante, la cama de metal gris y la ventana estrecha cubierta por una malla metálica que da a un patio de la prisión de hierba dura, mesas y bancos de hormigón y lavabos portátiles. Yo sé cuántas mudas de ropa tiene, no «prendas delmundo libre» comome explica en losmensajes de correo electrónico que no contesto, sino los pantalones y los tops que son el uniforme de la prisión, dos de cada. Que ha leído todos los libros en la biblioteca de la cárcel al menos cinco veces, me comenta que es una escritora de talento, y hace unos meses me envió por correo electrónico un poema que dice que escribió sobre Jack:

Destino
volvió como aire y yo como tierra
y nos encontramos el uno al otro, no al principio.
(En realidad no estaba mal,
solo un tecnicismo
que ninguno de nosotros atendió
o Dios sabe que necesitábamos.)
Los dedos, dedos de los pies de fuego.
Acero frío, frío.
El horno bosteza,
el gas está encendido...
encendido como las luces de un motel acogedor.


He leído el poema obsesivamente, lo analicé palabra por palabra, en busca de un mensaje escondido, preocupada al principio por si la referencia inquietante a un horno de gas encendido podía sugerir que Kathleen Lawler tenía tendencias suicidas. Tal vez la idea de su propia muerte es bienvenida, como un motel acogedor. Se lo pasé a Benton y él dijo que el poema mostraba su sociopatía y sus trastornos de personalidad. Ella cree que no hizo nada malo. Tener relaciones sexuales con un niño de doce años, en un rancho para jóvenes con problemas, donde era la terapeuta, era una cosa hermosa, una mezcla de amor puro y perfecto. Era el destino. Era su destino. Es la forma ilusoria de cómo ella lo ve, declaró Benton.

Hace dos semanas, los correos electrónicos que me enviaba cesaron abruptamente, y mi abogado me llamó con una solicitud. Kathleen Lawler quiere hablar conmigo de Jack Fielding, el protegido al que preparé durante los primeros días de mi carrera y con quien trabajé a temporadas a lo largo de veinte años. Estuve de acuerdo en reunirme con ella en la prisión de Georgia para mujeres, la GPFW, pero solo como amiga. No voy a ser la doctora Kay Scarpetta. No voy a ser la directora del Centro Forense de Cambridge, médico forense de las Fuerzas Armadas, experta forense o experta en nada. Hoy seré Kay, y lo único que Kay y Kathleen tienen en común es Jack. Ningún privilegio protegerá lo que nos digamos la una a la otra, y ningún abogado, guardia u otro personal de la prisión estará presente.

Un cambio en la luz, y el denso bosque de pinos comienza a ralear antes de abrirse en un claro sombrío. Lo que parece ser una zona industrial se anuncia con unas señales de metal verde donde me advierten que el camino rural por donde circulo está a punto de acabarse, y no se permite el paso de intrusos. Si no está autorizado para estar aquí, dé la vuelta ahora. Paso junto a un desguace repleto de montañas de camiones y coches retorcidos y destrozados, un vivero con invernaderos y grandes tiestos de hierbas ornamentales, bambúes y palmeras. Más hacia delante hay una extensa zona de césped con las letras GPFW perfectamente trazadas con canteros de petunias y caléndulas, como si acabase de llegar a un parque urbano o un campo de golf. El edificio de ladrillos rojos y columnas blancas de la administración no podría estar más fuera de contexto junto a los pabellones de hormigón y tejados metálicos pintados de azul y rodeados por vallas muy altas. Los acordeones dobles de alambre de espino brillan y resplandecen al sol como las hojas de un bisturí.

La GPFW es el modelo para una serie de prisiones, algo que he aprendido en mi exhaustiva investigación. Está considerada como el mejor ejemplo de rehabilitación progresista y humana de las reclusas, muchas de ellas formadas durante el cumplimiento de la condena para ser fontaneras, electricistas, cosmetólogas, carpinteras, mecánicas, instaladoras de tejados, jardineras, cocineras y restauradoras. Las reclusas se ocupan del mantenimiento de los edificios y terrenos. Preparan la comida y trabajan en la biblioteca, en el salón de belleza, ayudan en la clínica, publican su propia revista y se espera que aprueben al menos el examen de Enseñanza General Básica mientras están entre rejas. Aquí todo el mundo se gana la manutención y se les ofrecen oportunidades a excepción de las alojadas en las celdas de máxima seguridad, conocidas como Pabellón Bravo, donde Kathleen Lawler fue reasignada hace dos semanas, casi al mismo tiempo que cesaron bruscamente los correos electrónicos que me enviaba.

Aparco en una de las plazas para visitantes. Ojeo los mensajes en mi iPhone para asegurarme de que no hay nada urgente que atender, con la esperanza de recibir uno de Benton, y ahí está. «Un calor infernal ahí donde estás y se anuncian tormentas. Ten cuidado y hazme saber cómo va. Te amo», escribe mi, de hecho, siempre práctico marido, que nunca deja de darme un parte meteorológico o cualquier otra actualización útil cuando está pensando en mí. Le respondo que yo también le quiero, que estoy bien, que le llamaré dentro de un par de horas, y mientras escribo me fijo en varios hombres en traje y corbata que salen del edificio de la administración, escoltados por un celador. Los hombres tienen pinta de ser abogados, decido que quizá son funcionarios de prisiones, y espero hasta que se los llevan en un coche camuflado; me pregunto quiénes son y qué les trae por aquí. Guardo el móvil en el bolso, lo escondo debajo del asiento y me apeo sin llevar nada conmigo, salvo mi carné de conducir, un sobre sin nada escrito y las llaves de la camioneta.

El sol de verano me aplasta como una pesada mano caliente y las nubes aparecen por el suroeste, cada vez más espesas y negras. El aire tiene la fragancia de la lavanda y la pimienta dulce mientras camino por una acera de cemento a través de los arbustos en flor y más canteros de flores, seguida por las miradas de ojos invisibles que espían a través de las cortinas, alrededor de todo el patio de la prisión. Las reclusas no tienen nada mejor que hacer que mirar, observar un mundo del que ya no pueden formar parte y del que recogen conocimientos con más astucia que la CIA. Intuyo una conciencia colectiva que toma nota demi ruidosa camioneta blanca conmatrícula de Carolina del Sur, y la forma en que voy vestida, que no es mi traje chaqueta habitual o las prendas para investigación de campo, sino unos pantalones de lona, una camisa de algodón azul y blanca a rayas, unosmocasines y un cinturón a juego. No llevo joyas, excepto el reloj de titanio con la correa de caucho negro ymi alianza de boda. No sería fácil de adivinarmi situación económica o quién o qué soy, a excepción de la camioneta que no encaja con la imagen que yo tenía en mente para el día de hoy.

Mi intención era parecer una mujer rubia de mediana edad, con un peinado normal, que en la vida no hace nada que sea de una importancia espectacular o ni tan siquiera interesante. ¡Pero entonces aparece esa maldita camioneta! Una monstruosidad blanca con rayones y vidrios polarizados tan oscuros que son casi negros en la trasera, como si yo trabajase para una empresa de construcción, hiciera las entregas, o tal vez hubiese venido a la GPFW para transportar a una reclusa, viva o muerta. Todo esto se me ocurre mientras intuyo las miradas de las mujeres. Nunca conoceré a la mayoría de ellas a pesar de que sé los nombres de unas pocas, aquellas cuyos casos tan infames han aparecido en las noticias y cuyos actos atroces han sido presentados en las reuniones profesionales a las que he asistido.Me resisto amirar ami alrededor o a revelar que soy consciente de que me observan y me pregunto cuál de las rendijas negras en una de las ventanas es la de ella.

Qué emocionante debe de ser para Kathleen Lawler. Sospecho que no ha pensado en otra cosa en los últimos días. Para las personas como ella, soy la conexión final con aquellos que han perdido o matado. Soy la sustituta de sus muertos.