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Letras

Libertad

La novela de Jonathan Franzen nace con el signo inequívoco de los clásicos, pero la excelencia formal no debe ocultar su carga de rabia

14 octubre, 2011 02:00

Jinathan Franzen. Foto: Carlos Reviriego

Traducción de Isabel Ferrer. Salamandra. Barcelona, 2011. 678 páginas, 25 euros


El gobierno de George W. Bush representó el regreso del macarthismo, pero también evidenció la crisis de una izquierda enamorada de unos mitos incapaces de soportar el contraste con la realidad. Jonathan Franzen (Chicago, 1959) ha escrito una novela que escarnece el liberalismo radical, sin escatimar su desprecio hacia la América profunda e intolerante. Libertad recorre cuatro décadas de la historia de los Estados Unidos, sin preocuparse de molestar o irritar a los que contemplan con nostalgia los años de la revolución contracultural o a los que celebran los cambios introducidos por los neocons. Al igual que otras sagas narrativas de amplio aliento, como El sonido y la furia de Faulkner o Las uvas de la ira de Steinbeck, el protagonismo descansa en una familia.

Los Berglund reflejan las contradicciones de un país afligido por una neurosis colectiva, donde se agitan la arrogancia, la ambición y la codicia, pero también la culpabilidad, la inseguridad y el deseo de expiación. Estados Unidos es una tierra de paradojas: el orgullo patriótico convive con el miedo a la decadencia, la presunción de superioridad moral no logar borrar el recuerdo de los crímenes cometidos en Vietnam o Irak, el afán de superación personal a veces se transforma en autocomplacencia con la derrota y el fracaso, las buenas intenciones pueden desembocar en aberraciones morales.

Walter Berglund es un abogado que se desplaza en bicicleta, incluso en los meses más fríos del invierno en Minnesota. Ecologista comprometido, su determinación de preservar el Cerulean Warbler, un pájaro minúsculo de color azul, encubrirá sin pretenderlo las maniobras de un empresario sin escrúpulos, que explota unas minas de carbón, sin reparar en cuestiones morales o medioambientales. Lector minucioso de la prensa y de la revista Time, Walter odia a la Iglesia católica, pero contempla con simpatía la revolución islámica en Irán. Cuando se retira a vivir en una cabaña para huir de sus fracasos vitales y profesionales, inicia una campaña contra los gatos de sus vecinos. Los gatos no son una especie autóctona y alteran el orden natural con su actividad depredadora. No tardará en convertirse en el principal sospechoso de la desaparición de Bobby, un felino del Viejo Mundo que se come a los pájaros del Nuevo Mundo: "Los gatos no deberían estar aquí". La disputa liberará una espiral de odios que revela la perversidad moral de todos los fanatismos. Walter pertenece al linaje de los chiflados y excéntricos que bordean la locura y los comportamientos antisociales, pero todos sus actos están inspirados inequívocamente por un propósito ético.

Al igual que su esposo, Patty Berglund necesita justificar sus privilegios de clase. Discreta, sencilla, abnegada, sobreprotectora, no se atribuye ningún mérito, pero vive atormentada por su truncada carrera como jugadora de baloncesto y por una violación en su adolescencia que sus padres enterraron para evitar un escándalo. Pese a sus cualidades atléticas, no logrará mantener el ritmo de sus compañeras de equipo y se refugiará en el matrimonio y la literatura. Identificada con Ana Karenina y Natasha Rostova, vivirá un romance con Richard Katz, el mejor amigo de su marido, pero la experiencia no logrará aplacar su insatisfacción. Katz no es menos infortunado. Su éxito como cantante de rock y líder de los "Traumatics" apenas modifica sus tendencias depresivas. Nominado al Grammy, el reconocimiento sólo acentúa su conciencia de impostor. Su disco Nameless Lake se convertirá en el perfecto regalo navideño, evidenciando que el rock no es una música transgresora, sino una filigrana comercial que se alimenta de una ficticia rebeldía. De hecho, su carrera conocerá su mejor momento durante los años de gobierno de Reagan y Bush, despejando cualquier duda sobre el carácter subversivo de un estilo musical presente hasta en las campañas presidenciales, a veces como lema electoral.

A pesar de todo, Katz se muestra más lúcido que los Berglund y expresa una visión del mundo que reproduce la perspectiva lúcida, irónica y desencantada de Franzen. La revolución neoliberal ha desencadenado una catástrofe económica y social de imprevisible desenlace, pero la resistencia contra sus estragos no surgirá de una escenografía orquestada por la economía de mercado para incrementar sus beneficios. Bob Dylan o Iggy Pop no son la alternativa y la victoria de Obama sólo ha conseguido exasperar el radicalismo de los republicanos. Después del 11-S y las campañas de Irak y Afganistán, Estados Unidos es una nación con un liderazgo poco consistente y bajo la tutela cada vez más opresiva de los mercados financieros. La política retrocede y el dinero manda, propagando la desigualdad y la corrupción.

Joey, el hijo de los Berglund, es un perfecto villano, que intenta estafar al ejército norteamericano, vendiéndole chatarra camuflada como material bélico. Su filiación republicana brota de un arribismo trufado de fantasías parricidas. Encarna la amoralidad de una generación educada en la avaricia y la insolidaridad. Franzen no descuida el coro de personajes secundarios que completan su ambicioso retrato de la sociedad norteamericana: especuladores libres de complejos que reivindican la herencia de Nixon; jóvenes desbordados por un entorno indiferente al sufrimiento de los más vulnerables; agricultores en conflicto con una sociedad urbana y desarraigada; activistas radicales, millonarios hastiados, catarsis psicoanalíticas, ciudades que se comportan como seres vivos, reflejando con sus cicatrices las piruetas de la historia.

Estados Unidos enarbola la bandera de la libertad para defender sus intereses comerciales, pero sus ciudadanos, atrapados por la misma retórica, se muestran tan vulnerables ante la fatalidad como los personajes de la tragedia griega y cuando logran la anhelada libertad, descubren que no desactiva sus problemas. Walter y Patty se hacen mutuamente desgraciados, pero sus vidas se desarticulan cuando se separan. Katz presume de su independencia, pero no soporta estar solo. El sentimiento de orfandad resulta más intolerable que el de alienación. Al final, todos trafican con sus emociones, rebajando sus expectativas y adaptándose a lo posible. La libertad es un absoluto que no repara en las limitaciones humanas.

Franzen sabe contar una historia. Su estilo narrativo, clásico e introspectivo, con talento para el diálogo, la parodia y el estudio psicológico, revela una profunda fe en la novela. A diferencia de su íntimo amigo David Foster Wallace, que se suicidó en 2008, no pretende innovar. Su modelo no es Joyce, sino Tolstoi y no se plantea que la novela deba inventar, pues entiende que el género se renueva por sí mismo con las transformaciones sociales. El novelista se limita a tomar el pulso a su época. Libertad es la crónica de una decadencia: "Debemos aprender a estar cómodos deformando algunos hechos", aconseja un neocon. Franzen ha añadido un capítulo esencial a la historia de la literatura norteamericana. Su novela nace con el signo inequívoco de los clásicos, pero la excelencia formal no debe ocultar su carga de rabia e indignación. Vivimos en un tiempo en el que la estupidez y la maldad han concertado su poder destructivo. Muchos críticos han afirmado que Libertad es "la primera gran novela norteamericana del siglo XXI". Estoy de acuerdo, pero no está de más afirmar que podría ser un réquiem. No descubro nada al señalar que nuestra civilización se asoma a un ocaso sin épica ni grandeza.