Image: Contigo aprendí

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Letras

Contigo aprendí

Silvia Grijalba

16 julio, 2011 02:00

Planeta, 298 pp.

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Silvia Grijalba, novelista y periodista, acaba de ganar con 'Contigo aprendí' el premio de novela Fernando Lara 2011. Una historia de indianos que regresan para buscar esposa, amores cruzados, cambios de rumbo, reencuentros al otro lado del charco y engaños, ambientada en los años 30. A continuación les ofrecemos un fragmento.



José Rodríguez tenía un don especial para el espectáculo. Jamás había ido al cine; al teatro, sólo una vez. Pero José Rodríguez siempre había sabido cómo dejar una huella indeleble en los demás, y su vuelta a Malleza era uno de esos momentos en los que podía y tenía que lucirse. El haiga, ese Hispano-Suiza blanco cabriolet, hubiera sido suficiente artillería para cualquiera. Pero José Rodríguez no era un hombre que se conformara con aprobar. Así que contrató a un chófer, le uniformó como un coronel y él se atavió con su mejor traje de hilo blanco y un panamá que decidió quitarse a la altura de Muros porque, aunque le daba un aire señorial, corría el riesgo de resultar ridículo teniendo en cuenta el cielo encapotado de aquel 2 de marzo de 1930.

La entrada en Malleza fue exactamente como había planificado, porque, como siempre decía, él "no soñaba, planeaba". Los niños saltaban alrededor del coche, las mujeres salían a la puerta de sus casas, los hombres mayores le saludaban con la esperanza de que se acordara de ellos y los jóvenes le observaban con la misma admiración con la que él, veinte años atrás, se había fijado en don Jorge Alonso, aquel indiano que había vuelto triunfante para construirse la mejor casa de la comarca y disfrutar los años que le quedaban en la tierra donde habían muerto todos sus antepasados.

Jorge Alonso inspiró al adolescente José. Estaba claro, si quería un Hispano y dinero suficientes para comprar tierras y vivir como un millonario, tenía que marcharse a Cuba; no sabía cómo, pero ya se las ingeniaría. Pero aquel quinceañero que vivía en la miseria y admiraba a don Jorge no le idolatraba ciegamente. Decidió entonces que cuando volviera de hacer las Américas, jamás llevaría un traje raído como el del austero don Jorge y que no quería acabar sus días forrado de dólares y solo, sin una mujer y unos hijos con los que compartir su éxito.

Mientras entraban en la plaza de Malleza, José Rodríguez se acordaba de aquel día y, entre el gentío que impedía el paso al haiga, creyó reconocerle en un campesino consumido, mucho más bajo de lo que recordaba y vestido casi con harapos, pero no podía ser... La mirada sonriente y cínica de don Sabino desvió su atención. Don Sabino había sido para él como el padre que no había tenido. Él fue quien le regaló un atlas cuando, en una de las visitas casi diarias que hacía a su madre para aliviar su asma, oyó cómo preguntaba a su hermano mayor que si África estaba más allá de Oviedo. Don Sabino le había cogido cariño desde pequeño. Pepín se había convertido en una misión para él. Intentó convencer a su madre de que ese niño tan inteligente, curioso, vivaz, tenía que ir a la escuela, pero no podía ser, las tierras necesitaban la mano de obra de sus tres hijos y si Pepín iba al colegio, se quedaban sin comer. Don Sabino fue el que le enseñó a leer y a escribir, y el que le regalaba libros sobre geografía, que era lo que más le interesaba a ese Pepín que ahora era don José.

Desde pequeño había sido un hombre práctico, de los que van al grano. Y esa pasión por la geografía tenía una explicación evidente: Malleza se le quedaba estrecho, quería conocer otros sitios y no se conformaba con lo que tenía.

Don Sabino sabía cómo funcionaba la cabeza de José Rodríguez. Así que, aunque no habían tenido contacto desde aquel día que fue a su consulta para despedirse antes de meterse de polizón en el barco de carga que le llevaría a La Habana, el médico estaba orgulloso porque sabía que José había conseguido lo que quería. Pero también intuía que se había convertido en un hombre con el que, si no fuera porque le consideraba casi como a un hijo, jamás se hubiera querido relacionar. La petulancia era un rasgo del que don Sabino había huido toda su vida y el José Rodríguez que tenía delante no era, precisamente, un hombre modesto ni discreto.

El doctor se quedó donde estaba, esperando a que aquel indiano terminara de saludar a los parientes lejanos, que le trataban con una cercanía impostada, y al resto de la gente, que aprovechaba para escritar de cerca el Hispano-Suiza T49 cabriolet.

José no perdía de vista al médico y, en cuanto pudo, se acercó a donde estaba. Dudó un instante, le ofreció la mano... Don Sabino se echó a reir y le abrazó. Así estuvieron unos segundos, hasta que José pegó un respingo, se separó y fue hacia el coche para sacar de la oreja a un niño que, en un descuido del chófer (que estaba coqueteando con una de las mozas del pueblo), se había sentado al volante, con el motor en marcha.

Después de meter el auto en el garaje del galeno, José invitó a todos a sidra en el bar de Nachón. Don Sabino y José se sentaron en una mesa apartada del resto, en silencio hasta que el anciano rompió el hielo.

-Entonces, ¿vienes a quedarte?

-¿Quedarme? No, no, vengo unos días nada más, tengo mucho que hacer y no puedo dejar el negocio solo.

-¿Y a qué has venido, entonces?

José miró suspicaz a don Sabino. No estaba acostumbrado a que le hicieran preguntas tan directas. En Cuba sólo se relacionaba con subalternos, con sus empleados, con los sirvientes de la casa de Miramar o con los braceros de la finca de Pinar del Río. Tenía pocos amigos. Muchos conocidos, gente de la alta sociedad habanera, pero nadie que, si intuía que él no quería ahondar en un tema, se atreviera a indagar más de la cuenta.

-A..., a ver a mi familia, claro.

Don Sabino le sostuvo la mirada, tranquilo y burlón...

-Pepín...

-No me llame Pepín, don Sabino, por favor... -replicó José, con un tono que a don Sabino le recordó al adolescente que le reprendía cuando le llamaba así delante de las chicas.

-Sí, perdona, se me había olvidado, José... Hombre, José, que llevas veinte años sin ver a tus primos, que tu madre murió y no pudiste ir al entierro... ¿Tú a qué has venido? ¿A comprar una tierra, entonces?

-No... He venido a casarme.

-¡Pep...José! ¿Qué me dices? ¿Has encontrado a una mujer allí? ¿Dónde está? Pero bueno, ¿cómo no la has traído?

-No, a casarme pero no exactamente, a buscar una mujer para casarme. Allí las mujeres son guapas, unas hembras espléndidas... pero no para casarse.

-Ya...

-Estuve a punto: tuve una novia, una muchacha buena, guapísima, de una de las mejores familias de La Habana. Pero ellos piensan distinto, no tienen respeto a algunas cosas..., y no, no la veía como madre de mis hijos.

-Pero, José, si vienes a buscar novia, si quieres casarte, tendrás que estar una buena temporada, eso no es como encontrar la corbata adecuada, necesita su tiempo.

-Si tienes claro lo que quieres, no, no tanto.

Don Sabino estaba a punto de reprenderle pero no, Pepín ya era don José.

-Y supongo que tú lo tienes muy claro, ¿no?

-Tampoco busco nada extraordinario... A la más guapa.