Image: Blanca Andreu: No hay nada hermoso en la muerte y la desesperación

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Letras

Blanca Andreu: "No hay nada hermoso en la muerte y la desesperación"

Tras nueve años de silencio, publica Los archivos griegos, crónica poética de su "deslumbramiento" ante el país heleno

21 marzo, 2010 01:00

Blanca Andreu.

Alberto Ojeda
En la poesía de Blanca Andreu (La Coruña, 1959) Grecia siempre estuvo presente, como el mito que se intuye pero no se alcanza. Un viaje al país heleno le puso en contacto directo con ese mito, ella lo tomó y lo ha transformado en realidad. En realidad poética, claro. Los archivos griegos, su último libro, escrito nueve años después del anterior (La tierra transparente), es la crónica de "un deslumbramiento", el vivido por la poeta gallega en Atenas y en la Isla de Paros. En esta última vivió unos meses, acogida en su Casa de la Literatura y confabulada con el idílico paisaje mediterráneo para desterrar, de una vez, el dolor y la desesperación de los tiempos oscuros.

Pregunta.- Dice que ha desterrado el dolor en su poesía, que los poemas dolientes se vuelven contra su autor cada vez que alguien los lee...
Respuesta.- Sí, siento que todo lo que lanzas al mundo éste luego te lo devuelve. Si lanzas dolor, recogerás dolor. Además, eso de cantarle al lado oscuro es muy adolescente. Muchos jóvenes escriben -con tinta negra- cantos a la desesperación y a la muerte, pero porque no las conocen. Si las conociesen, sabrían que no tienen nada de hermoso.

P.- ¿Por qué le tiene usted manía a Aquiles?
R.- No, no me refiero en ese poema al Aquiles de la mitología. Lo utilizo como arquetipo para atacar a alguien concreto. Está dentro de lo que mi editor denomina el capítulo de los poemas airados.

P.- Uno de los más airados es el que titulas Desde Irak.
R.- Para mí aquella guerra fue como una agresión personal, y los escritores tenemos derecho a defendernos con nuestras plumas. Sólo me defiendo, no agredo.

P.- Grecia ha estado muy presente en su obra como mito. Ahora lo está como realidad. ¿Qué efecto poético tiene ese contraste?
R.- Viajé a Grecia movida por un amor previo a este país, pero no me esperaba el deslumbramiento que experimenté cuando llegué por primera vez. Tengo mucha sangre mediterránea, y Atenas y sus islas son el arquetipo más idílico y más puro de la cultura mediterránea. Supongo que esa fue la razón de que me conmoviera tanto.

P.- ¿Y qué le conmovió más: su gente, su paisaje, sus ruinas clásicas...?
R.- Me maravilló su gente, el cariño y el afecto con el que tratan a los animales. Me llamó mucho la atención cantidad de perros que hay en Atenas. Si Roma es la ciudad de los gatos, Atenas es la de los perros...

P.- Pero son la mayoría perros abandonados, que ladran a los taxis por las noches...
R.- No, no son perros abandonados, son perros que han nacido en la calle, que es distinto. Y en muchos rincones de la ciudad encuentras cajas con trapos y con comida que la gente pone para cobijarlos y alimentarlos. Yo lo he visto con mis propios ojos, también cómo un hombre de la isla de Paros, donde escribí gran parte del libro, iba a una farmacia para comprar unas gotas para aplicárselas a un gato callejero. Son gente pobre pero generosa, gritones pero buenos...

P.- Y un día paseando por la Acrópolis se encontró con Juan [Benet], en forma de ciprés, ¿no?
R.- Sí, un ciprés de la Acrópolis, no de un cementerio. Me recordaba físicamente, porque Juan era muy alto, un hombre de hueso largo. Y también espiritualmente, porque Juan, más allá de su obra, era un hombre muy espiritual y muy contemplativo, un hombre que, como el ciprés, siempre buscaba lo elevado, lo que está en lo alto. Un hombre ático, en suma.

P.- ¿Cómo le influyó en lo estrictamente literario? Él le aconsejaba que embridara sus vuelos surrealistas, ¿no?
R.- A él le fastidiaba mucho parecer un maestro, pero a lo largo de nuestra vida juntos sí que me dio algún consejo. Sobre todo me decía que debía tomar las riendas de mi imaginación. Tenía razón. A mí con la poesía me sucedía como la primera vez que monté a caballo, que pensaba que cabalgaba alegremente, pero la realidad era que el caballo iba desbocado. También me hacía leer bocados exquisitos de poesía, dos o tres versos de Shakespeare o de San Juan de la Cruz, cosas muy escogidas, porque a él no le gustaba mucho la poesía. La verdad es que me enseñó más de pintura que de literatura.

P.- Le dedica el primer poema, precisamente el dedicado a los perros de Atenas, a Vicente Ferrer.
R.- Casi se puede decir que me devolvió la vida. Cuando le conocí, en 1997, yo era una persona destruida, sin autoestima, condenada al ostracismo. Yo le decía que en el fondo era como una intocable de orden espiritual. Vivía en una absoluta miseria moral y quería morirme. Él fue quien me animó a que escribiera de nuevo. Siempre estuvo ahí, tuvo mucha paciencia conmigo.

P.- Siempre lamenta que ganar el Premio Adonáis le hizo mucho daño. ¿En qué sentido?
R.- Porque entonces yo escribía para que me leyeran cuando estuviera muerta, como a Baudelaire. Pero de pronto me vi en el ojo del huracán, presionada por los medios, sin poder controlar mi imagen, viendo como cada uno escribía de mí según sus propios prejuicios. Ya entonces fui consciente de que igual que me estaban subiendo luego me iban a bajar.

P.- ¿Y quién la bajó?
R.- Cada generación poética nueva ataca a la anterior, es una ley literaria inexorable. Cuando llegaron los poetas de la experiencia intentaron acabar conmigo, porque había salido dos cabezas antes que ellos. Lo que más me molestaba es que me atacaran en el plano personal, con criterios extraliterarios, como por ejemplo cuando Benítez Reyes me llamaba "novicia de la poesía" o cuando Luis García Montero decidió vetarme, directamente.

P.- La presencia del mar es una constante en su obra. ¿Cúal cree que le inspira más, el Mediterráneo o el Océano Atlántico de su Coruña natal?
R.- Este verano me pasó algo muy especial. Navegando hacia las Islas Cíes me daba la sensación de estar en las islas griegas. Era un día de un sol espectacular y estas islas están muy juntas, algo que es muy característico de las islas griegas. Y en ese viaje me enteré que una de su playas se llama la Playa de Rodas. Este de aquí tiene más genio, más poderío, pero la belleza mediterránea es impagable. No sé, los dos me conmueven.

P.- Está escribiendo un libro de relatos, ¿no?
R.- Sí, y ya tengo el título, que me recuerda mucho a Andersen: La costurera que perdió su pulgar.