Marc Chagall: 'Don Quijote', 1975

Marc Chagall: 'Don Quijote', 1975

Letras

España según Don Quijote

El eterno problema de España, su melancolía e insatisfacción, ya subyace en las páginas de la novela cervantina y de ello se ocupa el historiador Fernando García de Cortázar

6 enero, 2005 01:00

Con el regreso a la patria, la pequeña aldea donde el hidalgo Quijano leía novelas de caballería en busca de otras patrias, termina Cervantes su gran novela. Sancho exclama: “Abre los ojos, deseada patria, y mira que vuelve a ti Sancho Panza tu hijo, si no muy rico, muy bien azotado. Abre los brazos, y recibe también tu hijo Don Quijote, que si viene vencido de los brazos ajenos, viene vencedor de sí mismo; que según él me ha dicho, es el mayor vencimiento que desearse se puede...”.

Don Quijote regresa de sus aventuras y muere con los ojos abiertos. Vencedor de sí mismo... En estas breves y claras palabras bulle toda la melancolía de aquella España a la que, a lo largo de la novela, se cita hasta setenta y cinco veces por su nombre en singular. Allí reside lo más profundo del héroe cervantino, lo más humano, aquello que más le une a sus contemporáneos, tan desangrados de aventuras y fantasías imperiales, tan desencantados de aquello que los triunfos militares les ha forzado a soñar. Allí también reside su autor, siempre trasteado por la vida, siempre huyendo de la mala suerte, de la estrechez de una existencia mediocre y la amargura de no alcanzar la gloria en el género príncipe de la literatura... en aquella época, la poesía.

Don Quijote regresa de sus aventuras y muere con los ojos abiertos. Vencedor de sí mismo... En estas breves y claras palabras bulle toda la melancolía de aquella España a la que se cita hasta setenta y cinco veces

Cervantes mira a la altura de los ojos a los habitantes de esa España que es Castilla, Aragón, Barcelona... poblada de curas, bachilleres, mercaderes, duques, labriegos trashumantes, venteros, ladronzuelos y vagamundos, sin fronteras geográficas y sin más diferencias que las marcadas por el hambre y la injusticia. Los sabe vanos, ignorantes, ávidos, inquietos, capaces de cualquier cosa para triunfar, para hacerse valer o simplemente para evitar sufrir. Lejos ya el recuerdo de Lepanto, cuando Cervantes escribe el Quijote, de la edad ya cansado, ha comprendido en carne propia que pocos hombres se realizan antes de morir, que la vida es una derrota aceptada, que el único sucedáneo para aliviar el hambre de ser algo distinto de lo que somos se encuentra en la ficción y que la tregua que ésta ofrece puede tornarse tragedia si su límite con la realidad se eclipsa y ambos órdenes se confunden. Lo sabe, y al papel, que también es el morir, lleva esa sencilla verdad con una carcajada repleta de tristeza. Que la obra se leyera a risotadas y tuviera tanto eco no deja de ser reflejo de una España que se repliega de la angustiosa verdad coreada por los arbitristas en la generosa y disparatada aventura que, sacando fuerzas de sus decepciones, inventa Cervantes.

El gran tema del Quijote, lo que hace eterno ese torrente de vida y de fantasía, es la insatisfacción de vivir en la prisión de una vida mediocre, que envejece. Entre el hidalgo que lee novelas de caballería para huir de un crepúsculo pesado y gris y el hombre que ese hidalgo creyó llegar a ser hay un hiato indefinible. Al travestirse de Don Quijote, el esmirriado Alonso Quijano rompe ese hiato, se rebela contra el mundo real, deja de ser carne y hueso, y en ese trueque vuelve ilusión su caminar por las tristes y anchas tierras de España. Irónicamente sutil, con los múltiples desaguisados, tropelías y aún catástrofes que el jinete de Don Quijote provoca al convertir a pobres diablos en encantadores y caballeros andantes, Cervantes expresa mejor que nadie cosas viejas de España que no se sabe nunca al repetirse si son de ayer, de hoy, o de siempre, vestigios tal vez de aquello que decía Sócrates: lo primero que necesita el hombre es saber desempeñar bien su papel de hombre, por miedo a que, tratando de hacer de ángel, no acabe por hacer de bestia. Ocultos bajo los velos de la Contrarreforma, en las páginas del Quijote aún resuenan los últimos latidos del humanismo renacentista español.

La historia de España ha dado muchos don Quijotes, para desgracia de los seres de carne y hueso, olvidados en el magma inmenso de las grandes palabras, tan devaluadas por un exceso de sangre. Cuántos pobres diablos, como los humildes aldeanos de la gran novela cervantina, no supieron de los sueños mas que en su versión coactiva o represiva. Cuántos no subieron nunca a ningún caballo, pero sufrieron las coces de éstos. Cuántos fracasos y desventuras se hubiera ahorrado España de no haber celebrado con tanta pasión a quienes se hacían pasar por sus caballeros andantes y convertían la carta geográfica de un país ancho y diverso en el plan estratégico de una batalla sin fin. Tan proclives a las grandes palabras, en los campos y ciudades de España se ha despreciado siempre al Don Quijote que regresa a su pequeña aldea en beneficio de aquel que sale al camino para transformar el mundo real en una novela de caballerías. La simpatía siempre se la llevan los soñadores, los emperadores del aire, los arquitectos de arena, y no aquellos otros que regresan vencedores de sí mismos, curados ya de la tentación de lo imposible que a todos carcome.

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