Cervantes-Arrabal

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Letras

Don Quijote, con 'seny'; Sancho, metrosexual

Don Quijote y Sancho Panza son los dos más conocidos arquetipos de la literatura española, los más originales y los más nuestros. Pero ¿con cuál de los dos se identifican más nuestros escritores? Veinte de ellos nos responden

6 enero, 2005 00:00

Don Quijote y Sancho Panza son los dos más conocidos arquetipos de la literatura española, los más originales y los más nuestros. Pero ¿con cuál de los dos se identifican más nuestros escritores? Hemos reunido a una veintena de este lado del océano (Fernando Aramburu, Fernando Arrabal, Felipe Benítez Reyes, Unai Elorriaga, Arcadi Espada, Luis García Montero, Almudena Grandes, Gustavo Martín Garzo, Ignacio Martínez de Pisón, Luis Mateo Diez, Eduardo Mendicutti, J. M. Merino, Molina Foix, Montero Glez, Benjamín Prado, Julián Rodríguez y Sánchez Rosillo) y del otro (Jaime Bayly, Óscar Hahn, Hugo Mugica, Alan Pauls y Saúl Yurkievich) y al escritor sin fronteras por antonomasia, Claudio Magris, para responder a esa pregunta.

Entre la promesa de gobernar una ínsula extraña y el mester de desfazer entuertos y devolverle nueva vista a la tuerta realidad, pudiera parecer que la elección no es fácil. Con todo, aunque las respuestas y las razones son de lo más variadas en intención y experiencia, la mayoría preferiría parecerse a Don Quijote (“ilustre marioneta de los encantadores”, según poema que citaremos de aquí a un paso) que a su rústico escudero... Felipe Benítez Reyes, autor de los tales versos, es el más rotundo, y no se ve a lomos de rocín (“Lunático en su luna, vagamundo hechizado,/absorto en sus quimeras de endriagos y amadises,/su estampa reflejada, ojival, en los charcos,/en un rocín al trote, va el caballero triste”, dice en verso inédito) ni de borrico.

Afirma él que “dado que con frecuencia resulta difícil identificarse con uno mismo, tengo la mala costumbre de no identificarme con los personajes de las novelas: no aspiro a que mantengan semejanzas conmigo (¿para qué?), y procuro conformarme con que sean fantasmagorías fantasiosas. Por lo demás, creo que nadie en su sano juicio —y nunca mejor dicho— puede identificarse con don Quijote, y mucho me temo que los exquisitos lectores de novelas no aceptarían identificarse ni bajo tortura con Sancho Panza, ese codicioso borrico que monta en burro”.

Luis Mateo Díez, entre la realidad y la memoria, lo tiene claro: “Don Quijote fue un héroe de mi infancia”, explica. “Le conocí en la voz de un maestro de escuela que nos leía el libro, y por esta circunstancia tengo originariamente un recuerdo oral del Quijote. Su figura enseguida me conmovió, ya que su cualidad heroica estaba lastrada de los varapalos y sufrimientos a que le reconducía su condición quimérica. Era el héroe más golpeado y burlado, más menospreciado también, un perdedor que, sin embargo, ganaba en la grandeza de su imaginación lo que la terca realidad le negaba”.

Quimeras y varapalos

“Hay un conducto muy personal”, continúa, “para que don Quijote se me convirtiera en un personaje entrañable, ya que su figura resultaba paralela a la de un tío mío que se llamaba Esteban, hombre muy varapaleado por la vida en general y por una terrible úlcera de estómago, dueño de una mirada generosa que sobrepasaba la realidad y llegada a algún lugar misterioso del que era el único dueño. Quimera, sufrimiento, desprecio, grandeza de alma. ¿Qué mejor ejemplaridad para un niño fantasioso y muy sentido...?”.

Arcadi Espada también se identifica más, “sin duda alguna”, con Don Quijote, aunque ni la infancia ni la parentela tengan arte ni parte en tal elección y sí la ironía. El caso es que según él Don Quijote “recobra la razón (el seny) en Barcelona e inmediatamente, y a causa de lo que ven sus ojos, muere. Caso extremadamente frecuente entre los catalanes. Entre los de adopción, sobre todo”. Para el poeta Eloy Sánchez Rosillo tampoco la cosa ofrece ninguna duda, y reconoce que “me identifico mucho más con don Quijote, porque, a pesar de su locura, era el hidalgo manchego hombre de altos y nobles ideales, totalmente entregado a un sueño irrenunciable y a las asuntos del espíritu. Eso es hermoso y tales afanes son los que querríamos que gobernaran por completo nuestra vida. Yo creo que todos, en nuestro fuero interno, tendemos a considerarnos unos quijotes”.

Pero el problema”, afirma, “no está en lo que uno se considera a sí mismo, sino en la apreciación que los demás hacen de nosotros. Y no sé por qué el prójimo tiene la mala costumbre de vernos siempre más sanchopancescos que quijotescos. En fin, a lo mejor hay más de una razón para que los otros nos miren de esa forma”. El caso es que los espejos del Quijote son mucho más razonables que aquellos otros más modernos del callejón del Gato, y en ellos a ratos nos vemos con un parecido y en otros con otro parecer.

Eduardo Mendicutti asegura que “a Sancho lo mandaba a ese programa de TV en el que refinan a un heterosexual inconfundible, a ver si me lo convertían en metrosexual”

Montero Glez, con todo, también se siente más cercano a Don Quijote, “por supuesto”. ¿Los motivos? “Ando rematadamente loco, culpa de una imaginación que alimento sin descanso. Además de comer con los ojos, me enamoro de oído y, cuando no consigo desarreglar un entuerto, porque tal entuerto no existe, me invento el entuerto y luego corro a desarreglarlo. Por lo demás, qué quieres que te diga, lo de ser gobernador siempre me ha parecido una mariconada”.

La misma elección hace el poeta argentino Hugo Mugica, porque “siempre he sabido que la verdad es el mal de los gigantes, no los molinos que nos enseñaron a ver”. Óscar Hahn también elige a Don Quijote, pero no a uno cualquiera, porque “no uno, sino muchos Quijotes hay en la novela de Cervantes. De todos ellos, el que yo prefiero es el Quijote loco de amor. Amor y locura van de la mano en este libro, tanto es así que apenas Alonso Quijano recupera la razón, el nombre de Dulcinea desaparece de sus labios. Cierto, Don Quijote de la Mancha es la cumbre del género novelesco, pero al mismo tiempo es una gran novela de amor. Don Quijote no es sólo un iluso caballero andante, también es el iluso enamorado que, como todos nosotros, inventa un sueño y trata de proyectarlo en la realidad”.

Un Quijote dandy

Hay un Quijote para cada uno y a menudo el propio contradice el ajeno: Gustavo Martín Garzo también dice que “me quedo con don Quijote, que para mí no es un loco. La locura es no tener en cuenta a los otros y pocos héroes los han tenido tan en cuenta como él. La gran lección de sus aventuras es que un mundo sin justicia no merece la pena; pero que tampoco la merece sin misericordia, que no es sino esa segunda oportunidad que damos a las cosas para que se plieguen a la ley de su ser. Don Quijote es el caballero de esa Segunda Oportunidad. No creo que exista una aventura más necesaria que la suya”. La elección de Saúl Yurkievich es un laberinto, que es un espejo retorcido. “Porque no quiere, aunque caiga al abismo, distinguir entre lo real y lo fantaseado, prefiero a don Quijote”, asevera. “Pero el Quijote, tal como sostiene Kafka, es una creación de Sancho que es una creación de Cervantes que es una creación del Quijote”.

Benjamín Prado también se queda “siempre con don Quijote, que, como yo, sólo confía en las mentiras que le cuentan los libros. Sancho Panza siempre me ha parecido un pelmazo, todo el tiempo llamándole al pan pan y al vino, agua. Por eso don Quijote se convirtió en adjetivo y él no: se puede ser quijotesco, pero no sanchopanzista. Cervantes, sin duda, pensaba lo mismo”. Don Quijote, que se vio y se deseó en muchas andanzas, probablemente no incluyera nunca entre sus iluminaciones alucinatorias su versión dandy, que es la que prefiere Alan Pauls, quien ve al hidalgo como “la versión dandy —es decir: a la vez extrema y elegante— de todas mis taras: el lunatismo, la indiferencia a lo real, la monomanía, el desdén de toda negociación y la inocencia. En otras palabras (y llevando agua para mi molino): no un loco sino una gran figura de artista”.

Unai Elorriaga va con ellos y reconoce que “es posible que vea a Don Quijote más cercano. Y es que Don Quijote hablaba como le daba la gana, pensaba lo que le daba la gana, veía lo que le daba la gana, independientemente de lo que hablasen, pensasen o viesen los de alrededor. Si quería ver gigantes en vez de molinos, veía gigantes, si quería pensar en Dulcinea como gran dama, no veía motivo para no hacerlo. Es decir, lo que le daba la gana, sin molestar excesivamente al prójimo. Y estoy seguro de que no se peinaba demasiado por las mañanas, como yo”.

José María Merino quisiera identificarse con Don Quijote “por la seguridad que tiene en la certeza de sus sueños”, pero también con Sancho

Almudena Grandes prefiere también a Don Quijote, pero sólo porque lo prefirió Cervantes. “Miguel de Cervantes es mucho más grande que sus personajes”, afirma. “Por eso, si tengo que elegir entre Don Quijote y Sancho escojo a Don Quijote, no porque me identifique con los valores que le ha asignado la cultura tradicional española, de forma a menudo fantasiosa o espuria, sino como una forma de identificarme con el autor del libro que no quiso titularlo Las ingeniosas andanzas del escudero Sancho Panza”.

También Luis García Montero prefiere a Cervantes: “las ilusiones de la modernidad de la cultura española se han estrellado durante siglos contra los molinos de viento de la realidad. Esta fábula amarga convirtió a don Quijote en un símbolo de los sueños derrotados. Los poetas sociales, sin embargo, se apiadaron de Sancho y se pusieron de parte de sus refranes. A mí me gusta, en este asunto particular, la mirada de Ortega y Gasset. Ni don Quijote, ni Sancho, sino Cervantes, su mirada dialéctica y humanista sobre la España de la Contrarreforma. Consuela que las desgracias españolas hayan servido por lo menos para dar pie a un libro como el suyo”.

Pero entonces ¿nadie defiende al escudero? ¿Nadie sueña Baratarias ni sabe de manteos? Jaime Bayly reconoce haber cambiado de preferencias: “Cuando era joven e idealista quizá podría haberme sentido un Quijote gay en aquella Lima tan homofóbica, pero ahora que han pasado los años y me encuentro tan perezoso y algo gordito, sin duda me veo más como Sancho, pero un Sancho enamorado de su quijote argentino”.

Eduardo Mendicutti tiene sus razones para elegir a Sancho: “El concepto de amistad”, señala, “con todas sus servidumbres y todos sus pragmatismos terrenales, no parece el punto fuerte de un Quijote. El idealismo, el cultivo de la utopía, el empeño en derrotar lo que parece invencible son, sin duda, virtudes admirables, pero, la verdad, no me veo yo a nadie diciendo ‘amigo Quijote. La sensatez y el sentido práctico necesarios para que la solidaridad no se quede en bonitas palabras, me lleva a proponerme a mí mismo la identificación con Sancho Panza”. “Eso sí”, añade, “al ‘amigo Sancho' lo mandaba yo ahora mismo a ese nuevo programa de televisión en el que un grupo de gays refinan a un heterosexual inconfundible, a ver si me lo convertían, al menos, en un poquito metrosexual”.

Los nombres de Dulcinea

La verdad es que son muchos los que no se deciden, y preferirían una mezcla entre los dos. Es cosa sabida, no hay molino sin espíritu de gigante ni gigante cuya alma no sea algo giróvaga. Así, Vicente Molina Foix reconoce que “físicamente, siempre me habría gustado ser como Don Quijote, delgado y asténico, teniendo yo desde adolescente una pesada tendencia a engordar al primer bocado de más (sin llegar a adquirir nunca, eso no, la panza de Sancho). A la hora del razonamiento, admiro del caballero Alonso Quijano su elevada dicción, y del escudero el sentido puesto a ras de tierra. El primero representa el ‘querer ser', y el segundo la esencia en su condición más real. De lo que se deduce que mi identificación ideal es con un combinado de ambos. Me temo que no soy en eso original.

Para Claudio Magris, “ninguno de los dos, ni don Quijote ni Sancho, existe por sí solo, es necesario ir continuamente de uno a otro y viceversa”

Millones de lectores a lo largo de 400 años han soñado lo mismo”. José María Merino afirma que “no puedo aceptar la decisión salomónica de separarlos. Quisiera identificarme con Don Quijote por la seguridad que tiene en la certeza de sus sueños, por su falta de temor al ridículo, por la capacidad de sacrificio en la entrega a la causa en la que cree, con entereza que nunca desfallece, y, sobre todo, por el empeño de cambiar las cosas de la realidad a golpes de literatura. Pero también quisiera identificarme con Sancho por la deliciosa estupidez, que entra en la generosidad, con que acepta los peligrosos delirios de su amo, por la fina cazurrería con que sabe salvar ciertos momentos embarazosos, por su estupendo instinto a la hora de dirimir cuestiones complicadas, por su convicción profunda de que es malo ayunar y recibir azotes. En fin, que me parecen dos tipos admirables y no concibo el uno sin el otro”.

Lo mismo piensa Ignacio Martínez de Pisón: “Seguramente todos tenemos algo de quijotes y algo de sanchos, y los escritores especialmente. Lo que más me interesa de ambos no está realmente en ellos sino en la mirada con que Cervantes los contempla, al mismo tiempo comprensiva y burlona”. Fernando Aramburu convierte a hidalgo y escudero, e incluso a sus renqueantes monturas, en imagen de sus días, y reconoce que “tengo mis días Sancho, tengo mis días don Quijote y a veces me toma la sospecha de haber tenido un largo y fatigoso día Rocinante. Pero considerando el asunto de manera sosegada reconozco que soy hombre de libros y comidas fijas; que hace largo tiempo me sacaron de casa ciertas ilusiones y cierta Dulcinea cuyo nombre es otro. Reconozco que a menudo me oigo razonar disparates y disparatar cuando razono. Reconozco, en fin, que con los años se me ha ido entristeciendo la figura”.

También a Julián Rodríguez le parece que “es difícil decidirse por uno u otro. Sus personalidades, en apariencia tan diferentes, conforman, si las sumamos, una identidad única realmente heterodoxa respecto de la cultura española de su tiempo, entre imperialista y absolutista. El mismo Cervantes podría ser la imagen real de esa ‘identidad única', que a pesar de crisis y desengaños se aleja del derrotismo para explorar la utopía...” Aunque reconoce que “tengo especial simpatía por Sancho, el personaje que más ‘crece' a lo largo del libro, y del que al principio se dice que es hombre ‘de muy poca sal en la mollera”.

Claudio Magris reconoce que “sería necesario un libro entero para hablar de mi relación —existencial antes que cultural— con el Quijote de una forma no banal ni retórica”, y cree que es imposible elegir a uno u otro: “no es posible identificarse con Don Quijote o con Sancho Panza. Se trataría en ambos casos de una elección ideológica, en un sentido o en otro, demasiado abstracta. Ninguno de los dos existe por sí solo, es necesario ir continuamente de uno a otro y viceversa, un poco como de una mitad a otra de nosotros mismos. También en esto se encuentra la grandeza absoluta del libro”. ¿Quién se atreve a decir que los gigantes no son verdaderos gigantes, que Dulcinea no es tal? ¿Quién no sabe qué hay en lo hondo de la cueva de Montesinos? ¿Quién no ha probado el bálsamo de Fierabrás? Hay libros que se leen y hay libros en los que se vive. Si hay un libro que se parece a la vida, ese es el Quijote, hecho a partes mellizas con jirones de quimeras y con inclementes chaparrones de realidad.

[En la imagen, dibujo y texto de Fernando Arrabal: "Me identifico con el burro muerto de Sancho y con la cebada (de 500 escudos de oro) en su rabo. Miguel de Cervantes Saavedra. Copia conforme: F. Arrabal"]

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