Image: El espía converso, por Germán Gullón

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Letras

El espía converso, por Germán Gullón

Graham Greene, 100 años del espía de Dios

30 septiembre, 2004 02:00

Graham Greene

A estas alturas, cuando se celebra el centenario del nacimiento de Graham Greene el próximo sábado 2 de octubre, aún quedan inéditos del novelista a quien algunos llamaron "el espía de Dios". El año que viene Richard Greene, de la Universidad de Toronto, publicará su epistolario completo, del que El Cultural reproduce varias cartas, alguna tan significativa como la que en 1954 le envió al futuro Papa Pablo VI defendiéndose del Santo Oficio, y la que remitió al cardenal que le amenazaba con incluir en el índice su novela El poder y la gloria. Y a su amigo Evelyn Waugh, y a su amigo español, el padre Leopoldo Durán, dos días antes de que le extirparan dos terceras partes del estómago. Y un fragmento de su Diario póstumo. Católico converso, atormentado por el horror de un mundo tiznado de dudas y traiciones, también escriben sobre todas las caras del novelista (la literatura, los espías, el cine) Germán Gullón, Lorenzo Silva y Manuel Hidalgo.

Al doblar la esquina del año 2000 no sólo inauguramos siglo, sino que el XX se hizo pasado. Por eso entendemos mejor el apreciable cambio cultural ocurrido entonces. Hubo autores, James Joyce o Marcel Proust, cuyas obras constituyen cimas del arte literario. Mientras otros, como Ernest Hemingway o Graham Greene, que pertenecen sin duda al canon, escribieron obras narrativas híbridas, donde la belleza aparece injertada con toques de gusto popular. Es como si la existencia misma, vivida por ambos al límite, les exigiera una cuota, pidiendo su inclusión en los textos. O quizás fuera por influencia del cine, del que recibían una educación por libre, complementaria de la literaria dada en la escuela o en la universidad. En fin, sus agitadas biografías hablan de un gozo vital incongruente con la vida del escritor sedente.

Son autores de narraciones inolvidables: Las cumbres del Kilimanjaro (1938), extraordinaria narración de Hemingway, o El poder y la gloria (1940), de Greene, que tienen la fuerza de lo mejor de su tiempo, pero también publicaron obras de enorme éxito popular, de entretenimiento; así empezó Greene su carrera, con tres thrillers, que luego fueron llevados a la pantalla, y los espectadores las convirtieron en taquilleras. O su cuento El tercer hombre, hecho película por Orson Wells, que llegará a ser un clásico. La cinematografía, la música, la intriga, pocas veces han alcanzado tan perfecta sincronización de propósito.

El inglés Graham Greene (1904-1991) ejemplifica como ningún otro escritor de su tiempo la influencia del arte cinematográfico, el séptimo arte que se desarrolló el siglo pasado, al que a los literatos les cuesta conceder el valor merecido. Y no es pequeño el logro de Greene, escribir obras de intriga, que se hicieron populares y acabaron trasladadas a la pantalla con éxito. Cultivó, pues, lo que en esencia constituye el arte de narrar en su estado más puro, el de atraer la atención del lector o del público. Pero sus novelas de suspense no son sólo intrigas bien urdidas, tienen como las de la americana Patricia Highsmith, autora del inolvidable Extraños en el tren (1950), un plus, el que sus personajes exhiben una medida de humanidad compleja, fiel reflejo de los dilemas del ser humano de hoy.

La novela reciente existe encajonada por el comercialismo, entre las novelas fórmulas y las de estrellas fijas o las fulgurantes, de un día de brillo. Si quiere sobrevivir le quedan pocas salidas, pero una de ellas es precisamente el volver a contar historias y contarlas bien. Graham Greene era un maestro en este arte, consiguió dejar a sus personajes en suspenso, sin que acabemos de saber nunca cómo son. La contradicción personal, el no averiguar qué opción tomar, los constituye y define.

Tampoco debemos olvidar la figura del autor en el trasfondo, otro manojo de contradicciones. Su origen social, de clase media alta, educado en Oxford, contó entre sus amistades a lo mejor de la literatura de su tiempo, aunque a la vez era un escritor de novelas de intriga, con las que alzanzó la fama. Sonada fue su conversión al catolicismo, que parece contradecirse con los temas tratados en carne viva de sus obras, conocidos los viajes alrededor del mundo como periodista y su aversión a dejar que su imagen apareciese en la televisión y el constante evitar aparecer en actos públicos, especialmente si eran literarios. Escandalizó con las multiples amantes, Dorothy Glober, Anita Bjürk, Catherine Walston, probablemente el amor de su vida, Yvonne Cloetta, treinte y dos años de cariño en la sombra, por nombrar a algunas. Y por último, las buenas relaciones habidas con Fidel Castro, Ho Chi Minh y con el hombre fuerte de Panamá, Omar Torrijos, le proyectaron a las páginas de noticias.

La palabra contradicción irá siempre unida a su nombre. Era un hombre asombrosamente culto, cuyo autor preferido era Henry James, mientras en sus novelas gusta del sexo, de las sorpresas narrativas, del golpe de efecto. Cada lector tiene una obra favorita de Greene, yo me detengo en El americano impasible (1955), porque en ella se dan todos los rasgos mencionados. Gran novela, que fue llevada al cine, El americano, excelente filme, que refleja perfectamente el argumento de la novela, la trama en que un maduro periodista inglés en Vietnam, amante de una joven nativa, ve que un americano se la va a arrebatar y consigue que lo asesinen. La novela como la película lo tiene todo, la intriga, magníficamente tramada, con la guerra de Vietnam en el trasfondo, y luego los deseos soterrados que guían el sentir de unos personajes que viven al borde del egoísmo, sentimiento humano tan común y tan negado.

Enumerar quienes son los escritores contemporáneos que permanecerán en los anales culturales futuros resulta arriesgado, aunque la presencia de Graham Greene parece asegurada, porque su obra sintetiza las dos formas de representación del sentir humano que mejor recogen ese testimonio: el cine y la literatura. Y porque sus contradicciones son una condensación del dilema ético de nuestro tiempo: el de intentar compaginar el disfrute de la existencia, extremado en su caso, con la conciencia de las limitaciones de la civilización, en su caso las marcadas por el catolicismo. Unas palabras suyas lo expresan espléndidamente, y parafraseo: tengo que encontrar una religión que me permita medir mi capacidad para hacer el mal.