Andrea Marcolongo corriendo en un vídeo promocional de la editorial.

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Historia

Andrea Marcolongo y 'El arte de correr': de la maratón letal de Filípides a la fiebre del 'running'

La autora del 'bestseller' 'La lengua de los dioses'  se convierte en maratonista 'amateur' para investigar la relación de los griegos con el cuerpo y el deporte. 

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“Si deseas obtener una victoria, corre los cien metros lisos. Si quieres disfrutar de una verdadera experiencia, corre un maratón”. La cita, atribuida al fondista checo Emil Zápotek, podría encabezar el último ensayo de Andrea Marcolongo (Milán, 1987).

El arte de correr

Andrea Marcolongo

Traducción de Juan Rabasseda y Teófilo de Lozoya. Taurus, 2025. 308 páginas. 19,85€

La helenista italiana, autora ya de varios ensayos magníficos sobre Grecia, se propuso en el último una empresa mucho más exigente que la redacción de un nuevo libro sobre los secretos de la cultura griega.

Dos mil quinientos años después de que el primer maratonista de la historia, Filípides, muriera extenuado tras recorrer los 41,8 kilómetros que separan Maratón de Atenas, ella haría lo mismo para contarlo en un libro.

La legendaria hazaña de Filípides está en el origen de la carrera de fondo más emblemática del deporte moderno.

Después de la batalla de Maratón, aquel griego audaz –que, según Heródoto, ya había cubierto en un día los 240 kilómetros que separan Atenas y Esparta– tuvo que llevar a Atenas la noticia de la victoria ateniense sobre los persas. Al llegar, justo antes de caer literalmente rendido, gritó: “Nenikékamen” (¡Hemos vencido!).

Marcolongo aprovecha los entrenamientos, y sobre todo las jornadas de recuperación, para hablarnos una vez más de Grecia. Salpica el texto de anécdotas y lecciones de los griegos sobre el deporte y deshace algunos malentendidos.

Por ejemplo, la idea de que los griegos eran especialistas en las carreras de resistencia, cuando lo cierto es que la carrera más larga de las Olimpiadas era de cinco kilómetros, una distancia que hoy sirve como mucho para iniciarse en el running.

La razón es sencilla: los griegos no estaban obsesionados con el progreso y la superación, como los deportistas contemporáneos. Querer traspasar los límites humanos era, para ellos, un acto de hýbris (“desmesura”), una actitud arrogante hacia la naturaleza y los límites que impone.

Según Marcolongo, “la obligación y el honor, por el contrario, provenían del valor a la hora de rellenar el espacio comprendido dentro de esos límites con empresas notables y con los laureles de la gloria”.

Una gloria que siempre venía envuelta en poesía, en versos inmortales que eran el mayor honor que le esperaba al héroe –solo importaba el primero, a los demás se los condenaba al olvido– tras la victoria.

Aunque la resistencia no contara tanto como la velocidad, algo había que sudar, no obstante, para que el movimiento se considerara deporte.

Frente a las métricas abrumadoras que le mostraba su smartwatch después de cada entrenamiento, Marcolongo recurre a la lógica aplastante de Galeno para saber si, en efecto, lo que hace está sirviendo de algo.

A falta de tecnología, el médico más famoso del mundo antiguo se fijaba en el resuello: “El límite de la fuerza del ejercicio es el cambio de la respiración; de ahí se deriva que los movimientos que no provocan variaciones de la respiración no merecen el nombre de ejercicios”.

Otro texto al que acude la autora tras gritar de dolor por las orillas del Sena (Marcolongo vive en París) es De arte Gymnastica, de Filóstrato.

Se trata del primer manual deportivo de la historia. El filósofo resume la visión del deporte que tenían los griegos antiguos, para quienes la gimnasia era connatural al ser humano.

Opina que el primer atleta de la historia habría sido Prometeo, el mismo que robó el fuego de Zeus para dárselo a los hombres.

Su entrenador habría sido Hermes y, más tarde, los primeros hombres que pisaron la tierra, aún débiles y con los músculos flácidos, habrían aprendido a ejercitarse bajo la supervisión del titán rebelde.

Marcolongo siente cierto alivio al comprobar que, según los griegos –y según cantaba Bruce Springsteen– hemos nacido para correr.

Marcolongo salpica el texto de anécdotas y lecciones de los griegos sobre el deporte y deshace algunos malentendidos

La italiana, asimismo, lee con atención clásicos contemporáneos sobre las carreras de fondo, como De qué hablo cuando hablo de correr, donde Murakami narra su propia aventura maratoniana por las carreteras griegas; Correr, la breve biografía de Zápotek escrita por Jean Echénoz; o Nacidos para correr, donde Christopher McDougall cuenta, entre otras, la historia de los tarahumaras, una tribu mexicana de superhombres y supermujeres con un talento legendario para correr larguísimas distancias.

Marcolongo, con un tono autoparódico y reacio a cualquier solemnidad, no puede menos que arrepentirse de sus malos hábitos juveniles.

Confiesa que durante años llevó una vida sedentaria debido en parte al desprecio con que se miraba el deporte en los ambientes cultos a los que aspiraba y en los que terminó integrándose.

Pero su vida, nos dice, cambió el día en que se ató por primera vez unas zapatillas de correr: “Yo, que hasta hace unos años prácticamente no desayunaba nunca, que era la reina de los cócteles con el estómago vacío y para quien cocinar era solo una buena excusa para descorchar una botella de vino blanco, llevo actualmente una vida basada en una higiene tan férrea y precisa que, comparado con ella, un ashram de yoga en India parecería una rave salvaje”, dice.

Respecto a la fiebre salutista asociada al deporte contemporáneo, la autora también encuentra precedentes en los textos antiguos. Porque hay cosas, dice, que no han cambiado en los dos últimos milenios.

Filóstrato ya ironizaba sobre la nutrición de los atletas griegos, que se habían vuelto “tragones, pues su estómago estaba siempre a punto para comer”.

Cuenta que los médicos les prescribían “una nutrición a base de pan con semilla de adormidera –que es muy indigesto– y una dietética del pescado según si es comestible o no, distinguiendo la naturaleza de los peces por la zona del mar de procedencia: los de las marismas hacen el cuerpo compacto, el pescado de roca reblandece el cuerpo, el de mar adentro propicia el desarrollo de los músculos y el de la playa lo mantiene ligero”.

Nada muy distinto, dice Marcolongo, a las semillas, las barritas y bebidas energéticas y los geles de carbohidratos que llenan la despensa de cualquier corredor amateur medio.

Para saber si el sufrimiento de la escritora —que nos recuerda que el primer castigo del infierno de Dante, a los ignavos, a los indolentes, era precisamente el de correr para siempre detrás de un lienzo blanco— dio sus frutos, es decir, para saber si Andrea Marcolongo terminó el maratón de Atenas, hay que llegar al final del libro y concluir con ella este viaje, ameno y lleno de sabiduría, por las piernas y los pies de los antiguos.