Juan Vicente Cots: Primera hazaña del Cid, 1864. Museo del Prado.

Juan Vicente Cots: "Primera hazaña del Cid", 1864. Museo del Prado.

Historia

El Cid, lejos de las leyendas: un mercenario al que le gustaba más el dinero que la Reconquista

El libro de Nora Berend desmitifica la figura de Rodrigo Díaz de Vivar y excava en todas las convenientes historias que se le han atribuído al héroe literario.

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En manos de un buen poeta cualquier historia es digna de hacerse mito, pero son pocas las que consiguen mantenerse en los renglones de la Historia. La del Cid campeador o Rodrigo Díaz de Vivar es la épica de un mercenario que rara vez conoció la derrota. Un hombre que se mantuvo siempre con su espada Tizona en la mano y la cabeza en el campo de batalla, al que las cosas le fueron aun mejor de muerto que de vivo.

Lejos de las leyendas, Rodrigo Díaz de Vivar fue un guerrero con un talento y, por qué no, gusto especial por la violencia y la guerra, pero sin apenas inquietudes religiosas y ya ni decir morales. Como cualquier personaje ilustre de su tiempo, el Cid nació en el momento y lugar adecuados. Cuando la España de la Reconquista —un concepto problemático— comenzaba a revolverse y la Iglesia necesitaba de nuevos héroes.

En su nuevo libro, El Cid: Vida y Leyenda de un mercenario medieval, Nora Berend sortea las inconcreciones históricas, las ficciones religiosas y la falta de documentación para intentar entender "qué es lo que nos atrae de las gestas militares y por qué insistimos en transformar a individuos de lo más inapropiados en héroes?". Las hazañas del Cid siguieron creciendo tras la muerte de Rodrigo en boca de aquellos que adoran la barbarie, como si aún cabalgase la meseta a lomos de Babieca.

Ruy Díaz, como aparece en los textos medievales, nació probablemente entre mediados y finales de la década de 1040. Lejos de ser un hombre hecho a sí mismo que emergió de la nada, seguramente Díaz se crió en el seno de una familia aristócrata donde aprendió artes militares y a firmar en latín con una caligrafía zafia, aunque no se conoce si sabía leer ni escribir.

A pesar del antagonismo histórico entre moros y católicos que siempre se ha promulgado desde el discurso de la Reconquista, "los reyes cristianos de la península tenían más probabilidades de morir a consecuencia de las hostilidades con otros de su misma fe que luchando contra los musulmanes", explica Berend. En el siglo XI, los bandos no estaban muy claros y la noción de "lucha santa" tan solo servía para adornar los sermones de los curas.

Estatua del Cid en el Parque de Balboa. Foto: Wikimedia Commons.

Estatua del Cid en el Parque de Balboa. Foto: Wikimedia Commons.

Dicho esto, y a sabiendas de que el concepto de Reconquista se crea a posteriori, más o menos alrededor del siglo XIX, y se potencia en manos del nacional-catolicismo, es difícil pensar que un personaje como Rodrigo Díaz de Vivar, quien buscaba premoniciones sobre sus victorias y derrotas en el vuelo de las aves —unas prácticas que la Iglesia consideraba como profanas—, se dejase la piel por ser el héroe de los cristianos.

Pero su papel como guerrero pródigo, eso sí, es innegable. Cuando Rodrigo aparece por primera vez en la escena histórica ya era el líder de la mesnada personal de Sancho II de Castilla. Entre las edades de los 18 a los 25 años, por ejemplo, ya había salido airoso de un duelo con otro paladín navarro por el destino de una fortaleza fronteriza.

"Los reyes cristianos de la península tenían más probabilidades de morir a consecuencia de las hostilidades con otros de su misma fe que luchando contra los musulmanes".

Fue también un hombre de armas y de confianza para el rey Alfonso VI, quien le desterró en dos ocasiones separándole de su mujer Jimena y sus hijos. Aunque no le causó mucho problema, pues la pericia de Rodrigo iba más allá de sus destrezas en batalla: su capacidad para la estrategia y para conseguir buena tajada de sus gestas militares le permitieron tener una vida de abundancia.

Está claro que el verdadero Cid fue un hombre al que las hazañas le acompañaron durante casi toda su vida, aunque sus acciones estaban muy lejos del honorable caballero de las leyendas. Algunas de sus mejores crueldades medievales fueron matar de hambre a los habitantes de Valencia, quemar vivos a los que se atrevían a salir del entonces terreno musulmán o acusar falsamente de robar el tesoro de la ciudad al gobernador de la taifa valenciana para así dilapidarlo a él y otros 35 supuestos cómplices.

Una palabra que describe a las mil maravillas al paladín de Vivar es mercenario. Rodrigo se vendía, en cierto modo, al mejor postor. Sirvió a reyes cristianos como Alfonso VI o Sancho II, pero también fue un soldado habitual y fundamental en la protección de la taifa de Zaragoza a lo largo de la vida de diferentes dirigentes musulmanes. De hecho, el poco tiempo que conservó Valencia se negó a ser el vasallo de Alfonso VI, apostando por un modelo de gobierno independiente.

A lo largo de las obras que han compuesto el relato mitológico del Cid, Berend destaca tres: el clásico Poema de mio Cid (Cantar del destierro, Cantar de las bodas y Cantar de la afrenta de Corpes), Leyenda de Cardeñaque incorporaba fragmentos que también idealizaban al caballero— y Las mocedades de Rodrigo.

El Cantar o Poema de mio Cid, una obra fundamental dentro de la literatura española, fue el comienzo de la fractura entre el Rodrigo real y la leyenda del Cid campeador. El relato primigenio pretendía ascender al Cid a la altura de un honorable siervo de la corona y un devoto cristiano que luchaba por la fuerza de su fe. Los cantares originales se tomaban bastantes libertades, por ejemplo: los condes de Carrión existieron, pero nunca fueron infantes, ni se casaron con las hijas de Rodrigo y mucho menos las agredieron.

La obra más optimista, grandilocuente y hasta extravagante fue Leyenda de Cardeña. En ella un Cid moribundo preparaba su autoembalsamamiento en vida para así, una vez muerto, quedar momificado encima de su caballo. Después de eso, lo transportaban durante una semana a San Pedro de Cardeña aun a lomos de Babieca y lo dejaban sobre una baqueta de marfil sosteniendo su espada enfundada.

Como bien señala Brend, sería muy aventurado asegurar que esto de desenterrar el recuerdo totémico, épico y ficticio del Cid no vaya a volver a suceder. Hay muchos compatriotas españoles que esperan, no tan agazapados como antes, a que una de las múltiples versiones de Rodrigo Diaz de Vivar vuelva a venir en su rescate.