José María Obregón:  el descubrimiento  del pulque, 1869. Foto: Museo Nacional de arte, México

José María Obregón: el descubrimiento del pulque, 1869. Foto: Museo Nacional de arte, México

Historia

Las pinturas que inventaron México, la nación “doliente” que parece condenada al fracaso

Tomás Pérez Vejo analiza como el país redefinió su pasado a través de una iconografía que abarca desde lo prehispánico a la independencia.

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En la segunda mitad del siglo XIX se inicia en México el desarrollo de una pintura de historia que aspira a forjar un relato nacional, con la Academia de San Carlos como institución impulsora de un nuevo imaginario laico que, al servicio del Estado, acaba con la hegemonía de la pintura religiosa. Y sobre el que las élites mexicanas afirman la existencia de una nación intemporal.

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México, la nación doliente. Imágenes profanas para una historia sagrada

Tomás Pérez Vejo
Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2024. 388 páginas. 26€

Tomás Pérez Vejo (Caloca, Cantabria, 1954) analiza en México, la nación doliente. Imágenes profanas para una historia sagrada (Prensas de la Universidad de Zaragoza) este proceso de construcción visual de una memoria nacional inspirado por la voluntad de articular una narración coherente que cifrara “el destino de México en tres actos”: el nacimiento (etapa prehispánica), la muerte (la Conquista) y la resurrección (la Independencia). Una nación “doliente” que “parece estar siempre condenada al fracaso”. Un relato que hoy se sigue transmitiendo.

Como afirma el historiador, “los Estados nacidos del fin del Antiguo Régimen, de la disgregación de la monarquía católica en el caso de México, necesitaron construirse naciones capaces de legitimar su existencia como sujetos políticos soberanos”. La nación como nueva religión que tiene como base de su existencia “la fe en un relato, un mito de origen”, y que para el desarrollo de su identidad colectiva necesita fabricar una memoria en imágenes, una estrategia narrativa, ideológica e iconográfica, un imaginario que remita a su pasado y a su esencia.

Una tercera parte de la pintura de historia decimonónica de México alude a la época prehispánica, “piedra angular de la construcción nacional”, que establece una “continuidad” entre el Estado azteca y el Estado nación contemporáneo. No obstante, la aparición de estas imágenes fue tardía (a partir de 1865, con el emperador Maximiliano). Entre ellas, El descubrimiento del pulque de José Obregón y El Senado de Tlaxcala de Rodrigo Gutiérrez, que formaron parte de la colección del mecenas Felipe Sánchez Solís.

Otras obras relevantes son Fundación de la ciudad de México de José María Jara, Moctezuma visita en Chapultepec los retratos de los monarcas, sus antecesores de Daniel del Valle y Vista del valle de México desde el cerro de Santa Isabel de José María Velasco. Y es que el siglo XIX mexicano “no solo inventó un pasado para la nación sino también su paisaje, el escenario donde la historia habría tenido lugar”.

En el relato nacional del liberalismo mexicano, “el tiempo luminoso del mundo prehispánico da paso a las tinieblas de la Conquista, la muerte de México”. Algunos cuadros inspirados en esta época, como El suplicio de Cuauhtémoc de Leandro Izaguirre, figuran entre los que más impacto han tenido en el imaginario nacional.

Los pintores representan el encuentro entre Cortés y Moctezuma, la matanza de Cholula, la Noche Triste... Félix Parra alcanzó el éxito con Fray Bartolomé de las Casas, enviado a la Exposición Universal de Nueva Orleans de 1884 y elogiado por la prensa estadounidense, que vio en él “un ejemplo de la proverbial crueldad española”. El Estado logra construir en estos años un relato iconográfico sobre la Conquista que “todavía hoy es el sustrato básico del imaginario mexicano”.

Tres siglos después de la muerte, la resurrección. Pero la presencia de la guerra de Independencia en el inventario de la pintura de historia mexicana es significativamente menos importante que la del mundo prehispánico y la Conquista.

'El Tzompantli', de Adrián Unzueta, 1898.

'El Tzompantli', de Adrián Unzueta, 1898.

Por otra parte, el país se abona a un modelo de cíclicas resurrecciones (guerra de Independencia contra España, Juárez contra Maximiliano, Revolución de 1910) retomado en el siglo XXI por López Obrador y su Cuarta Transformación, la cuarta resurrección: “El mito histórico de una nación doliente, vagando de sepultura en sepultura, siempre a la espera del nuevo grito que la devuelva al mundo de los vivos. Una especie de milenarismo laico en el que la última resurrección es siempre la final y definitiva”.

En la memoria construida por el Estado, Miguel Hidalgo y Costilla es el padre de la Independencia, “el héroe inmaculado iniciador del proceso que permitió a la nación recuperar la libertad perdida”, protagonista de General Miguel Hidalgo y Costilla de Tiburcio Sánchez de la Barquera o El cura Hidalgo victorioso después de la batalla del monte de las Cruces de Antonio Fabrés.

El Estado logra construir un relato iconográfico sobre la Conquista que todavía hoy perdura en el imaginario mexicano

Otro símbolo de la Independencia, Agustín de Iturbide, es retratado por Primitivo Miranda en El héroe de Iguala. Pero, frente al caudal de las ensoñaciones prehispánicas y de las indignaciones por la Conquista, la Independencia, con sus componentes de guerra civil y sus hechos poco edificantes, ha tenido “un difícil encaje en la memoria en imágenes sobre el pasado de la nación”.

El autor repara en que “en el uso del pasado como afirmación de identidad es tan importante lo que se recuerda como lo que se olvida”, y que toda identidad colectiva “está construida sobre una sucesión de amnesias más o menos voluntaria”. En el caso mexicano hay olvidos significativos como el mundo prehispánico ajeno a los mexicas, la complejidad del proceso anterior y posterior a la conquista de Tenochtitlan o el carácter guerracivilista de la guerra de Independencia.

Y la época virreinal, casi borrada del imaginario: “La Colonia no existe porque no es México sino solo un largo paréntesis de dominio extranjero que habría apartado al país del camino de la civilización”. Tiene esto que ver con la falta de referencias en la pintura mexicana a una tradición cultural autóctona.

El último capítulo del libro está dedicado al año 1910, centenario de la Independencia. México ya tiene una nación, pero el conflicto identitario y el choque de relatos (liberal/conservador) perviven. El Porfiriato proyecta “el mito del mestizaje” e intenta desterrar la imagen de la nación doliente. Hay una voluntad de reconciliación con la antigua metrópoli. Pero ese mismo año estalla la Revolución, un nuevo ensayo de resurrección que radicaliza el proyecto de nación liberal. Y que genera el relato (la memoria imaginada) que será hegemónico durante el siguiente siglo.