El Cultural

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Clásica

En la recámara de Beethoven

Su legado camerístico es impresionante. En él, explica Cibrán Sierra, violinista del Cuarteto Quiroga y catedrático de la Universidad Mozarteum de Salzburgo, se desnudó emocional y lingüísticamente, plasmando la constante tensión con editores y mecenas, y haciendo aflorar sus apasionantes contradicciones estéticas

11 noviembre, 2020 18:47

Qué sencillo es pensar que te estás percatando de lo que Beethoven te intenta contar y, sin embargo, cuando crees que has comprendido la proyección [dibujando dos tercios de un círculo sobre un papel en blanco], de repente [dibujando una protuberancia sobre ese círculo], te das cuenta de que no has entendido nada”. Así se expresaba el filósofo Ludwig Wittgenstein ante la escucha de una de las últimas y más enigmáticas composiciones del compositor alemán, el Opus 131, perteneciente a uno de los corpus musicales sobre los cuales se han derramado más ríos de tinta, causando caudalosas y turbulentas controversias musicológicas e interpretativas: sus cuartetos de cuerda.

La fascinación que han provocado estas obras desde su aparición en vida del compositor hasta nuestros días está plenamente justificada; como intentaremos resumir en estas breves líneas, fue en el terreno del cuarteto de cuerda y la música instrumental de pequeño formato, la así llamada música de cámara, donde Beethoven volcó lo más íntimo, honesto, experimental y revolucionario de su lenguaje musical, al igual que lo habían hecho sus grandes referentes (Haydn y Mozart) y del mismo modo que lo harían todos sus sucesores, desde Schubert a Widmann, pasando por Mendelssohn, Schumann, Brahms, Schönberg, Berg, Bartók, Janácek, Shostakovich, Ligeti o Kurtág, por mencionar sólo a algunos. De hecho, Beethoven, que batalló toda su vida por mantener un férreo control sobre sus obras publicadas, quiso inaugurar su catálogo precisamente con música de cámara –los tres tríos con piano Opus 1– y cerró su vida componiendo dos obras para cuarteto de cuerda –su último Opus 135 y el Finale alternativo que escribió por imperativo editorial para sustituir a la monumental Gran Fuga que cerraba originalmente su Opus 130–.

Volcó lo más íntimo, honesto, experimental y revolucionario de su lenguaje musical en el pequeño formato, que ha causado turbulentas controversias

En total, su legado camerístico incluye dieciséis cuartetos de cuerda originales, diez sonatas para violín y piano, siete tríos con piano, cinco tríos de cuerda, cinco sonatas para violonchelo y piano, y una pléyade de obras para vientos, piano y diversas agrupaciones instrumentales. Siguiendo esta impresionante producción, podemos observar de manera privilegiada la evolución de la escritura musical beethoveniana más íntima y personal, que nos revela todas sus apasionantes contradicciones estéticas: la batalla dialéctica entre pathos y ethos, el conflicto entre lo apolíneo y lo dionisíaco, entre esencia popular y voluntad de trascendencia; el difícil equilibrio entre Eros y Tánatos, entre convalecencia y curación, entre die ferne Geliebte (la amada lejana) y Dios; y la pugna constante entre el Beethoven compositor (Komponist), preocupado por el sentido lingüístico de la escritura, y el poeta sonoro (Tondichter), sólo interesado en el “dictado de su inspiración”.

Para acercarnos a su obra, es imprescindible visualizar el contexto cultural que hizo posible que Beethoven, como todos los grandes creadores europeos del momento, otorgase a la música de cámara un papel tan relevante en su producción compositiva. ¿Cómo es posible que un género que hasta 1750 era prácticamente un recurso utilitario y funcional, una mera herramienta para amenizar en segundo plano reuniones sociales de la alta nobleza, actividades institucionales y cortesanas, bailes o festejos de cámara, pasara en menos de un lustro a convertirse –con el cuarteto de cuerda como buque insignia– en un género de culto, la piedra de toque de cualquier compositor digno de merecer tal nombre? La explicación es compleja y daría para centenares de apasionantes páginas, pero podemos apuntar aquí, sucintamente, algunos elementos de interés.

La revolución filosófica, estética y, a la postre, social, política y económica, con la que el terremoto cultural de la Ilustración puso Europa patas arriba, tuvo también su impacto musical. El mundo cambiaba a gran velocidad de la mano de corrientes de pensamiento que iban perfilando el tablero cultural de forma ciertamente revolucionaria. Desde perspectivas humanistas, escépticas y racionalistas, una nueva generación educada en el cartesianismo y el empirismo fue construyendo una nueva mentalidad que acabó coronando la música instrumental, despojada de la palabra, como el medio idóneo para condensar y comunicar los valores de universalidad que revestían de autenticidad el juicio estético. De mano de la emergente ágora ciudadana nacían también los conciertos públicos, y los nuevos actores sociales, desde los burgueses hasta la baja nobleza, compitieron con la aristocracia cortesana y el alto clero en revalorizar su capital social convirtiéndose en promotores culturales y mecenas de nuevos creadores. En ese contexto, la música de pequeño formato, portátil y apta para pequeños salones domésticos, se extendió como la espuma, y las cámaras de las residencias europeas se llenaron de composiciones dirigidas a un público ilustrado que era al tiempo oyente ávido de conocimientos musicales (Kenner) e intérprete amateur (Liebhaber), y que estaba deseoso de participar activamente en el acalorado debate estético que los ingleses llegaron a denominar The Republick of Music. En los años de la Viena de Beethoven, donde la represión ideológica de Franz den Kaiser fue durísima, los conciertos de música instrumental eran los únicos eventos culturales fuera del control gubernamental, pues su esencia aparentemente apolítica (por no-verbal) los libraba de los censores. La controversia pública sobre la nueva música de cámara, gracias a la vitalidad de su lenguaje de alusión y sátira, sustituyó al debate político y se convirtió, como dice el estudioso Leon Botstein, en un “arma de resistencia intelectual”.

Batalló con una realidad que le ponía en jaque: era aplaudido como pianista y visto con recelo como compositor

Paralelamente, el empresariado burgués hizo su triunfal entrada en escena con el pujante negocio editorial, que vio en ese contexto un nicho de mercado de gran recorrido. Los compositores se liberaron así de su condición de artesanos al servicio exclusivo de un gran noble o una diócesis poderosa para pasar a ejercer su trabajo como creadores libres que vendían su trabajo y lo difundían por toda Europa en formato impreso.

De todos los géneros que podemos englobar en esta emergente música de cámara (dúos, tríos, cuartetos, quintetos o sextetos, formados por varios instrumentos de viento y/o cuerda que unían frecuentemente fuerzas en torno a un teclado), el cuarteto de cuerda fue el que condensó mejor la utopía política de la ilustración: una sociedad de libres e iguales que conversan fraternalmente, en lo que Goethe definiría como un debate “razonable”. La realidad instrumental del cuarteto, formada por cuatro contertulios musicales (dos violines, viola y violonchelo) cuyos principios organológicos son idénticos (lo único que los diferencia es su tesitura), forzaba a Beethoven y sus coetáneos a una escritura musical en la cual no importaba ya la personalidad propia de cada voz, sino el objeto del debate. Así, el interés de la música viró hacia la calidad del lenguaje musical per se: en un cuarteto de cuerda, más que en ningún otro género instrumental, la arquitectura estructural, la retórica musical, la imaginación narrativa y la inventiva poética del autor quedaban al desnudo, haciendo imperativo un dominio de la técnica sin precedentes.

El gran compositor europeo de este periodo, el más famoso internacionalmente y el más influyente en todo el continente, Joseph Haydn, se valió de este género para experimentar con su lenguaje musical de la manera más íntima, inconformista y revolucionaria. Tras él vino Mozart con las páginas más personales de su catálogo, los seis cuartetos dedicados a Haydn, “fruto de un largo y laborioso trabajo” (lo cual para Mozart era mucho decir). Años más tarde, un joven de Bonn llegado a Viena “para recibir de manos de Haydn el espíritu de Mozart” acabó llevando la música de cámara y el cuarteto de cuerda a cumbres cuya naturaleza musical sigue incluso hoy suscitando controversia y desconcierto, pues nos habla, como dijo el propio Wittgenstein, “en el oscuro lenguaje de la profecía”.

Beethoven batalló toda su vida con una realidad que le ponía en jaque constante: mientras su iconoclasta instinto creador era aplaudido y aceptado con fascinación por el público de la época cuando ejercía de brillante improvisador al piano, como compositor, sus excesos fueron siempre vistos con recelo y desdén por la crítica, por sus colegas compositores y hasta por los instrumentistas a los que llevaba al límite con su experimental escritura. Obligado a que su música tuviese salida mercantil, capeó el temporal como pudo, componiendo a veces con una clara orientación comercial. Su Septeto Opus 20, por ejemplo, fue su obra de más éxito en vida, aunque él, íntimamente, la despreciaba.

tras sus últimos cuartetos vino el diluvio, una larga sombra de inhibición vestida devoción 'quasi' religiosa

Simultáneamente, continuaba trabajando, haciendo oídos sordos al mercado y siguiendo el dictado exclusivo de su imaginación poética. El estudioso Joseph Kerman nos habla de tres periodos en su obra: el que compone para un público real (tríos con piano Op. 1 y de cuerda Op. 9, Cuarteto para piano y vientos Op. 16, cuartetos de cuerda Op. 18, Quinteto de cuerdas Op. 29, primeras sonatas para para violonchelo Op. 5, para violín Opp. 12, 23 y 24, y para trompa Op. 17), el que se dirige a un público potencial (cuartetos Opp. 59, 74 y 95, tríos Op. 70 y Op. 97, Sexteto de vientos Op. 71, sonatas para violín Opp. 47 y 96, y para violonchelo Op. 69) y el que, en sus últimos años, recluido en su sordera, escribe para un público ideal, que no existe… escribe porque tiene que escribir (sonatas para violonchelo Op. 102 y últimos cuartetos de cuerda Opp. 127, 130, 131, 132 y 135), sellando con histórico lacre el certificado de defunción del artesano y celebrando con contestataria rebeldía el nacimiento del artista romántico, en un gesto creativo que podríamos hoy traducir, al hilo de lo que propone Eugenio Trías, con una lapidaria paráfrasis al estilo del Rey Sol: “la Música soy Yo”.

En efecto, después de los últimos cuartetos de Beethoven vino el diluvio. Su obra camerística –especialmente la de madurez, con la Gran Fuga como epítome y aquelarre– trazó una larga sombra de inhibición, vestida de devoción romántica quasi religiosa, de la que Europa sólo empezaría a despertar tras el preludio brahmsiano al universo sonoro alumbrado por la Segunda Escuela de Viena. Gracias a ese nuevo horizonte, incubado en el estudio y redescubrimiento de sus últimas obras de cámara, el legado beethoveniano sigue hoy vivo y quizás más vigente que nunca, pues propone, como dijo Adorno, la perfecta paradoja entre negación y extensión del lenguaje clásico. Beethoven, en su obra camerística –y muy paradigmáticamente en sus cuartetos–, traza el perfil musical más político de todos los compositores europeos modernos, por su constante agenda de ruptura poética y desafío al orden, jugando con el límite del caos y desnudando con enorme humanidad y fragilidad una dialéctica musical que más que una búsqueda de síntesis es, sobre todo, un desinhibido y librepensador ejercicio de contradicción.

Una música inefable escrita desde la recámara de su silencio que resulta ser, como dijo Stravinsky al describir esa mastodóntica fuga que cierra su Cuarteto Opus 130, “radicalmente contemporánea, y que permanecerá siendo contemporánea por siempre”.