
El espectáculo de baile flamenco De Sheherazade con la compañía María Pagés. Foto: MARÍA ALPERI / GRAN TEATRO
El susurro del cuerpo: elogio de la danza en su día
En el Día Internacional de la Danza celebramos esa fuga gloriosa de la materia y el alma, recordando que danzar es rezar, es protestar, es amar, es nacer de nuevo cada vez que el pie acaricia el escenario.
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Hay un instante, suspendido en el tiempo, en que el cuerpo escapa a la gravedad y se convierte en pura emoción, en latido compartido, en idioma universal sin palabras. Ese instante es la danza, arte milenario y siempre nuevo, donde la carne deviene aire y la historia se escribe en el espacio efímero del movimiento.
Hoy, en el Día Internacional de la Danza, celebramos esa fuga gloriosa de la materia y el alma, recordando que —desde los albores de la humanidad— danzar es rezar, es protestar, es amar, es nacer de nuevo cada vez que el pie acaricia el escenario.
La danza, a diferencia de otras artes, no deja huella tangible: su legado es memoria y mirada, emoción fugitiva que sólo existe en el aquí y el ahora de la representación. Sin embargo, pocas disciplinas han sabido dibujar tan nítidamente la evolución del espíritu humano, ni han abrazado, con igual pasión, la tradición y la ruptura.
Si cerramos los ojos y evocamos la imagen arquetípica del ballet clásico, inevitablemente aparece la figura etérea de Alicia Alonso. La gran dama cubana, con su mirada profunda incluso cuando la ceguera la acechaba, elevó la técnica del ballet a cotas de expresividad insólitas.
Ella fue Giselle, fue Carmen, fue la encarnación misma de la disciplina que convierte el sufrimiento en belleza. Alonso llevó consigo la llama del academicismo, ese equilibrio entre rigor y lirismo, donde cada giro es una plegaria y cada salto un desafío al destino.
Pero la danza, como la vida, es una tensión entre el orden y el caos, entre la verticalidad del cisne y el temblor telúrico de la tierra. De esa rebeldía nacieron las vanguardias del siglo XX, y con ellas la figura indómita de Isadora Duncan, la “sacerdotisa de la danza libre”.
Duncan, envuelta en túnicas de inspiración helénica, descalzó el ballet, liberó el torso y devolvió al cuerpo su derecho primigenio al gozo y al dolor. En su movimiento, la naturaleza —el viento, las olas, el susurro de los árboles— se hizo carne, y la danza se abrió a la emoción sin filtro, al grito de la autenticidad.
En las décadas siguientes, la modernidad siguió desbordando los márgenes de lo conocido. Pina Bausch, con su Tanztheater Wuppertal, erigió un universo donde la coreografía era también teatro y la emoción brotaba a borbotones, áspera y bella, a veces violenta y siempre necesaria. Sus obras son auténticas cartografías del deseo, la soledad, la risa y la herida, donde el escenario es un campo de batalla y redención.
De la melancolía europea a la fogosidad española, la danza ha encontrado en el flamenco un crisol de raíces y futuro. María Pagés, señora de la bata de cola, ha sabido escuchar el pulso de la tradición y reinventarlo con la modernidad de una mujer que mira de frente al siglo XXI. En su baile habitan la pena y el júbilo, la herida y el renacimiento, la memoria de la sangre y el vértigo de la innovación. Con cada taconeo, con cada braceo, Pagés rinde tributo a todas las mujeres que bailaron antes que ella y allana el camino para quienes vendrán después.
En el mosaico de la danza actual, otros nombres y geografías dialogan con igual intensidad. Akram Khan, hijo de la diáspora bangladesí, conjuga la tradición con el lenguaje físico de la contemporaneidad, entretejiendo cuentos de migración, identidad y pertenencia. Su cuerpo, que fluye entre la percusión ancestral y la abstracción minimalista, nos recuerda que este arte es también un mapa de la memoria y una brújula para la esperanza.
Por su parte, Nacho Duato, poeta del espacio y del silencio, ha esculpido en la danza contemporánea un territorio de belleza insólita y elegante sobriedad. Sus creaciones exploran la relación entre el ser humano y el entorno, entre la música y la emoción. Duato, exdirector de la Compañía Nacional de Danza (CND), es, quizá, el mejor ejemplo de cómo España ha abrazado la modernidad sin olvidar su raíz.
Y hablando de la CND, en el latido cultural de nuestro país esta compañía ocupa un lugar central. Fundada el siglo pasado y dirigida por maestros como Maya Plisétskaya, Nacho Duato, José Carlos Martínez y Joaquín de Luz, ha sabido conjugar el repertorio clásico y la creación contemporánea, dando cabida tanto a los grandes ballets del canon como a obras de vanguardia que cuestionan los límites del género.
Bajo la dirección actual de Muriel Romero, la compañía sigue apostando por la excelencia, el mestizaje y el riesgo, y se ha consolidado como embajadora de la danza española en el mundo.
Junto a la CND, el Centro Danza Matadero –bajo la dirección de María Pagés y El Arbi El Harti—es el gran laboratorio del movimiento en Madrid. Este espacio, nacido para la experimentación y el cruce de lenguajes, acoge desde grandísimas compañías a residencias, talleres y encuentros donde juventud y la experiencia van de la mano para explorar nuevas formas de expresión.
Definitivamente, el Centro Danza Matadero, con su arquitectura industrial reconvertida, es un refugio para la creatividad y un motor de renovación constante, donde la danza se imagina y se reinventa cada día.
Pero, el arte puede peligrar. Recordemos que el escenario es una metáfora del mundo: un lugar donde el cuerpo desafía los límites y busca, incansable, la trascendencia. Frente a la inmediatez líquida de las pantallas, la danza es resistencia y milagro, una invitación a la presencia y al asombro. En la penumbra del teatro, cada respiración es compartida, cada gesto es un puente entre almas.
Por eso, hoy más que nunca, urge acudir a los teatros. Dejarse interpelar por la belleza fugaz del movimiento, por la entrega de quienes, noche tras noche, transforman el dolor y la alegría en arte puro. Sólo en la comunión del aquí y el ahora la danza revela su sentido más profundo: recordarnos que estamos vivos, que somos cuerpo, emoción y deseo de eternidad.
No basta con mirar desde lejos: hay que estar presentes, celebrar el arte de la danza como se merece. Porque cada función es única, irrepetible y, en su breve latido, nos regala el misterio de lo eterno.