Image: La ola, escuela de totalitarismo

Image: La ola, escuela de totalitarismo

Escenarios

La ola, escuela de totalitarismo

30 enero, 2015 01:00

El profesor Ron Jones (Xavi Mira) somete a sus alumnos a una disciplina marcial en su clase. Foto: Sergio Enríquez-Nistal.

El profesor Ron Jones consiguió transformar en unos pocos días a sus alumnos en un compacto grupo marcial. Algo insólito en medio de las turbulencias contraculturales de la época. Demostró que nadie era inmune al totalitarismo. Tras el impacto de la película de Dennis Gansel, García May y Marc Montserrat han recreado en La ola aquel experimento, una apuesta escénica cercana al documental que llega al Valle-Inclán este viernes, 30. Hablamos con sus protagonistas, incluido el propio Ron Jones, que recuerda aquel "laboratorio sociológico". Además, Vicente Verdú parte de esta experiencia para alertar de las derivas ideológicas que recorren Europa.

1967: estamos en la progre y cool California. En un instituto de Palo Alto pionero en la integración racial. Blancos y negros comparten aulas, algo extrañísimo en unos Estados Unidos donde sólo un año después Luther King será baleado por el segregacionismo. Mientras por todo el país se extiende el incendio contracultural, un profesor de 25 años alecciona a sus alumnos sobre el nazismo y su manifestación más abyecta: el Holocausto. Para ilustrar el fervor enajenado del pueblo alemán se apoya en la proyección de las imágenes de Leni Riefenstahl, documentalista de cabecera del führer. Los adolescentes flipan. Son incapaces de asimilar lo que están viendo. Y fusilan al profesor con una batería de preguntas, que se resumen en una sola: cómo la ‘la gente normal' pudo permitir a un grupo de exaltados envenenar a todo el país y ejecutar un plan de exterminio masivo delante de sus narices. Lo dijo Primo Levi en el epílogo de Si esto es un hombre: en el fondo, por muchas vueltas que le demos, por muchas teorías que formulemos, es imposible articular una respuesta convincente, definitiva. Pero Ron Jones (ese es el nombre del profesor: un tipo con mucho tirón entre los adolescentes por su juventud, idealismo e informalidad) tiene la obligación docente de dar una explicación. Es viernes, la campana suena y le acaba sacando del aprieto.

A lo largo del fin de semana diseña un plan. Sus alumnos sabrán cómo una idea totalitaria, que en un principio desprecian, puede acabar conquistándoles y llevándoles a un extremismo despiadado. Sabrán que la mutación no es tan inverosímil como creen. Y lo sabrán viviéndolo en primera persona. El lunes Jones llega a clase con el semblante demudado por un gesto grave y autoritario, y escribe en la pizarra: Poder de la Disciplina. Ahí arranca un experimento que ha dado pie a novelas, series de televisión, musicales, documentales, películas... Aunque aquí en España apenas había trascendido hasta que se estrenó la versión cinematográfica alemana de Denis Gansel en 2008, un fenómeno de impacto internacional. El teatro también ha puesto el foco en un material tan sugestivo. Aunque los trabajos en el territorio escénico no habían pasado del amateurismo hasta que el director catalán Marc Montserrat se empeñó en montar una producción que documentase lo más fielmente posible el audaz ensayo de Jones: más allá de aditamentos melodrámaticos, como la historia de amor incrustada en la novela de Morton Rhue, y los crímenes insertos en la exitosa adaptación de Gansel.

Esta es la versión más realista del experimento. Me impresionó la réplica del instituto", Ron Jones

Para Montserrat, con ancestros judíos represaliados en los campos de concentración, contar esta historia era una determinación íntima. Hace más de una década se enteró de que en algunos kibutz la novela de Rhue era de lectura obligatoria. Tras leerla, se puso en contacto con Jones. Al comentarle su intención (recrear el experimento sin adherencias impostadas), encontró un aliado incondicional que le suministró una valiosa base documental para levantar el proyecto. Montserrat cruzó su camino con Ignacio García May, dramaturgo con una marcada querencia intelectual por los convulsos 60 norteamericanos, que acabó trabando el texto de la pieza. No fue fácil encontrar teatro para estrenarla. Fue Lluís Pasqual quien tiró la primera piedra. El Lliure la exhibió en 2013 y, refrendado por el éxito de público, la repuso a principios de 2014, volviendo a concitar la curiosidad de cientos de jóvenes, muy identificados con los dilemas y agobios de los personajes. Ernesto Caballero se acercó a verla y tuvo clarísimo que quería traerla al Centro Dramático Nacional, a donde llega este viernes (30) con el mismo equipo creativo pero con diferente elenco (Xavi Mira, Alba Ribas, Javier Ballesteros...).

Jones también se desplazó a Barcelona para testar el resultado. Le encantó: "Es la versión más realista que se ha hecho. Me quedé impresionado al ver sobre el escenario una réplica exacta del aula del instituto Cubberley. Fue toparse de frente con mi pasado: los sonidos, el lenguaje corporal de los adolescentes, el mobiliario y los carteles típicamente norteamericanos, las emociones que disparan determinadas conductas, la maestría al contar la historia, la pizarra que habla, las botas desfilando, la proyección de imágenes sobre el Holocausto...", enumera Jones a El Cultural.

La obra es una alarma frente a los movimientos totalitarios que crecen en Europa", Marc Montserrat

Perturba profundamente cómo los chavales, hijos en su mayoría de profesionales liberales e inmersos en un entorno contestatario, que tienen en el aula plagada de pósters del Che, James Brown y simbología pacifista, abracen en tan pocos días y con tanto entusiasmo el señuelo totalitario urdido por Jones. Recordemos que son los tiempos en que muchos jóvenes queman en piras las cartillas de reclutamiento para la guerra de Vietnam y huyen a México de la leva forzosa. Tiempos en los que en la geografía estadounidense eclosionan los hippies, los Panteras Negras, la canción protesta de los folkies... En fin: un estallido de rebeldía que Jones, a través de una serie de ardides (sobre todo lingüísticos), desactiva entre sus alumnos en apenas unas clases. Desactiva primero y tritura después, cuando sus pequeños nazis del 67 acaban vistiendo uniforme y exaltando, a coro, "¡el poder de la disciplina, el poder de la comunidad y el poder de la acción". Ese es lema de La ola, el nombre con el que bautizan a un grupo que adopta modales castrenses, autoritarios y expansivos: con su saludo, sus insignias, sus informadores, sus juicios populares...

Un chamán de la palabra

"Esa fue mi gran sorpresa: la facilidad con la que renunciaron a su libertad individual por la promesa de ser superiores al resto de sus compañeros", confiesa Jones, casi medio siglo después. "Es un fenómeno que sólo puede explicarse por el ansia que todos tenemos de respuestas sencillas para complejas cuestiones sociales. Por la seguridad que nos brinda poseer una identidad y el orgullo de trabajar por una causa destinada a solucionar los problemas y los miedos que debemos afrontar a diario. Y porque al identificar y vituperar al enemigo, uno empieza a sentirse superior y a trabajar para derrotarlo".

Son todas razones de peso que pueden desnortar a cualquiera que no tenga bien apuntalada la personalidad y su sistema de creencias. Pero hace falta un chamán de la palabra para detonar ese polvorín de complejos, anhelos, miedos... Y Ron Jones lo era. García May lo perfila como uno de esos timadores y catedráticos del sablazo que pueblan la dramaturgia de su admirado David Mamet. "Lo que hace es una estafa ideológica. Pero su conducta es muy similar a esos vampiros capaces de venderte una casa que no es suya o un coche que no funciona y que se lanzan como tiburones sobre cualquier debilidad de sus víctimas. Él consigue manipular a los chavales jugando con las palabras. Sabe revestir conceptos como disciplina, comunidad y acción con una pátina atractiva tras la que se esconde el abismo totalitario". Jones es un trilero de la semántica que remite directamente a mucho de nuestros políticos, que, como añade García May, "encubren fines más oscuros con palabras bellas como democracia, educación, libertad, país...".

Ahora, en la desesperación de la crisis, somos más vulnerables al engaño", García May

La diferencia es que a Jones le movía la buena fe. Quería mostrar la crueldad y la banalidad del totalitarismo a los muchachos, para blindarles así cuando brotase en su entorno. Algunos de ellos reconocieron después que fue una experiencia clave en su formación cívica. Aprendieron que, como seres humanos, podían tropezar en la misma piedra y alimentar de nuevo a una bestia totalitaria que acabaría devorándoles. A pesar de ese efecto tan positivo, Jones no es partidario de introducir de nuevo adolescentes en una probeta sociológica como la suya. "Les puse en peligro y bajo una fuerte tensión emocional". Tampoco Montserrat cree que tenga sentido incluir en los planes lectivos del bachillerato experimentos así. Le cede al teatro esa labor ejemplarizante: "Esta obra es una alarma. Lo era ya en su día cuando empezamos a trabajar en ella y lo es más ahora, cuando movimientos totalitarios y xenófobos están tomando cada vez más fuerza en Francia, Alemania, Grecia...", señala, espantado por el ascenso de Pegida, el Frente Nacional, Aurora Dorada...

Son tiempos críticos, en los que la crispación del ánimo ciudadano puede abandonarse a derivas inquietantes. García May recuerda (y suscribe) la afirmación del filósofo Zizek, que vino a decir, en el momento álgido del 15-M, que no vivíamos tiempos para la acción sino para la reflexión. Un jarro de agua fría para los indignados que lo esgrimían como pensador-ariete. "Toca muy bien pensar a quién facultamos para liderar un cambio. El sistema es asqueroso y yo me alegro de que se caiga en pedazos. Pero, ojo, ahora, en la desesperación, somos más vulnerables al engaño", denuncia García May. Así que no está de más matricularse en el curso que el profesor Jones imparte estos días en el Valle-Inclán para extremar cautelas. Como hicieron ya para siempre los teenagers del Cubberley cuando su líder decidió levantar el cubilete y comprobaron que debajo no había ninguna bolita. Y que, como les reprocha su maestro en una filípica final memorable, habían escogido la mentira por encima de sus convicciones, negociado con su libertad a cambio de seguridad, corrompido el lenguaje, castigado al inocente... Concesiones que les habían emparentado con esos alemanes ‘normales' sobre los que se aupó el nazismo. La lección ya jamás la olvidarían: para desembocar en el infierno había bastado con doblar la esquina.