Fotograma de 'Siempre es invierno' de David Trueba.

Fotograma de 'Siempre es invierno' de David Trueba.

Cine

'Siempre es invierno': a David Trueba le sienta bien un poco de mala leche

El director adapta su propia novela, 'Blitz', para contar la debacle de un treintañero en crisis al que David Verdaguer da gracia en su desastre. 

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A los Trueba les fastidia que se lo digan, pero siempre han sido los afrancesados del cine español. En el caso de David, ese afrancesamiento se traduce en un gusto exquisito, a veces demasiado.

Siempre es invierno, adaptación de su propia novela Blitz, se percibe autobiográfica y quizá ahí reside su chispa —porque la tiene—.

Para empezar, está muy bien interpretada por David Verdaguer, que repite con Trueba después de su Goya por Saben aquell, el biopic del humorista Eugenio.

Los tipos fracasados siempre nos caen mejor, sobre todo si son españoles, y Verdaguer aporta a su personaje un sarcasmo entrañable, una mezcla de patetismo y encanto.

Ambientada en gran parte en Lieja, entre brumas y cielos grises, la película sigue a un arquitecto paisajista que viaja allí para presentar un proyecto en un congreso.

Le acompaña su novia (Amaia Salamanca), que no tarda en confesarle que ha vuelto con su ex: un cantautor uruguayo, caricaturizado de manera un tanto tosca.

De pronto, el protagonista se queda solo en Bélgica, sin novia, sin trabajo, sin idioma y sin demasiadas certezas —tampoco sabemos muy bien de qué vive, porque ninguno de sus proyectos parece salir adelante—. Entonces conoce a una mujer de 63 años (Isabelle Renauld) y se acuestan.

Cuestión de edad

Trueba vuelve sobre un tema que ya exploró en una de sus películas menos recordadas, Madrid, 1987 (2011), donde encerraba a José Sacristán en un baño con María Valverde hasta que acababan liados.

Si en aquella cinta el romance entre el escritor cascarrabias y machista y su joven admiradora resultaba desconcertante, en Siempre es invierno el asunto tiene más fondo y resulta más verosímil.

En Todos nos llamamos Alí (1974), el siempre brutal Fassbinder contaba el amor entre una anciana y un inmigrante negro de dos metros. Aquella pareja imposible alcanzaba lo sublime: el milagro de hacer creíble lo inverosímil. Trueba no llega tan lejos, pero logra algo valioso: que su historia funcione con naturalidad y ternura.

En Siempre es invierno las apariencias engañan: el arquitecto rival que se quita los zapatos en mitad de un coloquio resulta ser mejor persona de lo que parecía, y la estrella del paisajismo coreano, que parecía ejemplar, se revela como el verdadero villano. Al pobre Miguel —así se llama el protagonista— casi nada le sale bien, y acabas cogiéndole cariño.

No todo encaja: los jardines con relojes de arena que diseña el protagonista no parecen una gran idea, ni práctica ni sostenible, y los tambores de Calanda irrumpen de repente, como un capricho del director que mete cosas solo porque le gustan.

Y aunque el personaje sea menos dulce y burgués que los habituales en Trueba, al cineasta todavía le cuesta soltarse del todo y mirar de frente los abismos más hondos de la devastación humana.

Se agradece que Miguel sea catastrófico, imperfecto y humano (además es más bien guapo e ingenioso), pero a veces va demasiado “bien puesto”, aquello de “jodido pero bien vestido”, que es, eso sí, muy francés.

Cuando no hay amor, siempre es invierno. Entre la melancolía y la abulia siempre ha habido un paso y Miguel logra cierta hondura.

Aun así, Siempre es invierno tiene encanto: diálogos inteligentes que no suenan impostados, una melancolía amable y un tono que combina ironía y ternura.

El romance entre el treintañero desorientado y la jubilada luminosa, improbable pero sincero, acaba funcionando. Trueba, cuando se permite un poco de mala leche, parece más vivo que nunca.