José Luis Guerin, en San Sebastián. Foto: EFE/ Javier Etxezarreta

José Luis Guerin, en San Sebastián. Foto: EFE/ Javier Etxezarreta

Cine Festival de San Sebastián

José Luis Guerin toca el cielo de San Sebastián con la magistral ‘Historias del buen valle’

El director ha estado dos años y medio en el barrio del extrarradio barcelonés de Vallbona, cargado con las baterías de la curiosidad, sin buenismo ni condescendencia, para retratar a dos generaciones de inmigrantes.

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Vallbona es un barrio situado en el extrarradio barcelonés. Vallbona está circundada por una ruidosa autopista, y aislada de la ciudad por la vía ferroviaria que la envuelve por el otro extremo. Una acequia refresca los huertos de Vallbona, bendecido por las aguas del río Besós. Vallbona todavía es verde.

A esta barriada de algo más de un millar de habitantes se desplazó José Luis Guerin con su cámara eternamente cargada con las baterías de la curiosidad, tan necesarias para dejar que el tiempo haga su trabajo. Estuvo dos años y medio rodando allí, rastreando historias, acoplándose al ritmo del barrio, dejando que el cine y la vida se diluyesen en un todo, ¿o es que acaso no son lo misma cosa?

Historias del buen valle se levanta sobre una construcción sedimentaria que arranca con una filmación en blanco y negro rodada en súper 8 mm –esos niños bañándose en el canal del Rec– y que adquiere un punto de ensoñación reforzado por la música de corte jazzístico que las acompaña antes de dar paso al color, que estalla en una imagen difusa, casi espectral, de las luces que alumbran el barrio.

De esa abstracción inicial pasaremos a la concreción más elemental, una sucesión de entrevistas a cámara sobre un fondo azul de algunos de los habitantes de Vallbona, a los que Guerin interroga desde el fuera de campo, acto seguido protagonistas de sus propias historias, desarrolladas en un entorno que se transforma ante nuestros ojos. Frente a la multiplicidad de relatos, la unidad del barrio.

Hay un proceder metódico en el modo en que Guerin ordena el material sin que ello termine por imponer una estructura mecánica, pues el cineasta se muestra muy atento a los regalos que la realidad puede ofrecerle y va encadenando pasajes a golpe de estudiada intuición, hallando un ritmo genuino solo al alcance de un maestro de esa alquimia llamada montaje de la que él mismo se ha encargado esta vez.

Una imagen de 'Historias del buen valle'

Una imagen de 'Historias del buen valle'

En este mosaico de historias se cruzan dos generaciones de inmigrantes, los andaluces llegados durante el franquismo que construyeron sus propias casas a espaldas de la ley con nocturnidad y alevosía, y los que llegan ahora de Marruecos, el África subsahariana, Ucrania o la República Dominicana –también los catalanes escupidos por la gran ciudad a golpe de desahucio– y que se agolpan en en los grandes bloques de edificios, literas de cemento de una ciudad dormitorio.

No hay buenismo ni condescendencia en la mirada de Guerin, que ausculta una realidad atravesada por la especulación inmobiliaria, los desmanes urbanísticos, la displicencia institucional, el cambio climático, la urgencia de un regreso al ecologismo, el respeto a la naturaleza sintetizado en un divertido ritornello que regresa puntualmente por boca de distintos personajes (¿hablas con las plantas?), las consecuencias de los conflictos bélicos o el desarraigo.

Todo ello para mostrarnos la posibilidad de una fraternidad multiétnica amasada a lo largo del tiempo, que no es ajena a los roces ni a las contradicciones, pero que está abonada a la solidaridad y a la empatía, como si Thoreau, en lugar de haberse ido a vivir solo al lago Walden, lo hubiese hecho acompañado por todos los residentes de la torre de Babel.

La ternura con la que el director contempla a sus personajes –y su inscripción como uno más en el arranque de la película, señal inequívoca de que estamos ante una construcción– no pretende ofrecernos una visión idílica del barrio, no es ajena al dolor de la muerte, ni al abandono ni al ominoso futuro que le espera a Vallbona. Y pese a estar salpicada de cierta melancolía, transmite un contagioso deseo de vivir, se nos ofrece como depositaria de una fe en un futuro donde el poder de la colectividad y el sentido de comunidad permanecen vigentes.

José Luis Guerin, durante el rodaje de la película. Foto: Óscar F. Orengo / Los ilusos films

José Luis Guerin, durante el rodaje de la película. Foto: Óscar F. Orengo / Los ilusos films

Historias del buen valle es, también, una inversión a plazo fijo en el fondo de la memoria colectiva, pues al igual que el Huw Morgan (Rody McDowall/Irving Pichel) de ¡Qué verde era mi valle! (John Ford, 1941) podía “cerrar los ojos ante mi valle tal como es hoy, y se ha ido, y lo veo como era cuando era niño. Era verde y poseía la abundancia de la Tierra”, la magistral película de Guerin se abre como testimonio al que volver cuando ya no quede nada, pero también como recordatorio de que otro mundo es posible.

Un mundo ajeno a un progreso que ha terminado por confundirse con el crecimiento depredador y que adquiere aquí la forma demoníaca de las grúas y las excavadoras que trabajan en una nueva ampliación del ferrocarril, ese enemigo sombrío al que Francesc, ya por siempre nuestro John Wayne desdentado, y sus vecinos deberán hacer frente con las armas de la dignidad. Si accedemos a la película como si penetrásemos en un sueño, ¿acaso no podemos soñar que Vallbona siga siendo verde?

Guerin jamás deja que su mirada erudita se imponga sobre las imágenes ni sobre las personas a las que filma con ejemplar respeto, lo mismo a esa pareja compuesta por una mujer de origen portugués que cuida a su marido aquejado de Alzheimer, que al viejo Francesc, convencido de que el paisaje de Vallbona da para rodar un wéstern del que Guerin lo convertirá, como ya hemos dicho, en protagonista.

Después, si se quiere, podemos hablar de cómo el director de Innisfree (1990) es capaz de acuñar planos de una inequívoca belleza clásica en una composición rabiosamente moderna: ese entierro al son del Red River Valley, enésimo ejemplo de cómo los mecanismos de la ficción son capaces de extraer verdad cuando se aplican a la realidad, enésimo ejemplo del borrado de la ya más que superada dicotomía entre ficción y documental, que sitúa al director de En construcción (2000) al lado de las grandes obras de otros tótems de la modernidad cinematográfica como Víctor Erice y Abbas Kiarostami.

También podemos analizar cómo utiliza la música para forjar transiciones cuyo poder expresivo facilita luminosas asociaciones. O de cómo agita el recuerdo de Vienna (Joan Crawford), de Link Jones (Gary Cooper) o de Cable Hogue (Jason Robards), todos ellos traicionados por una mecanización que se suponía iba a mejorarlo todo.

Todo eso está ahí, y también están Renoir y Ozu, pero no pasa nada si uno no se los encuentra, pues Guerin despliega ante nuestros ojos un abanico de emociones tal -ese familia gitana cantando rumbas, ‘El carbonero’ rememorando a su mujer fallecida- que obra el milagro de convertir un barrio en el universo.

Últimos apuntes

Cuando uno se topa con películas como las de Guerin –o como Los domingos o Las corrientes– casi se obliga a concederles todo el espacio de una crónica que atiende antes a los méritos cinematográficos que al reparto del texto en porciones equitativas. Así que es probable que algunos de nuestros lectores hayan notado la ausencia de algunos títulos pertenecientes a la sección oficial en las crónicas precedentes.

Regresaremos a esas obras en caso de que el palmarés bendiga películas como Six Days in Spring (2025), en la que Joachim Lafosse narra las vacaciones secretas de una madre divorciada, sus gemelos y su nuevo novio en la lujosa casa de los ex suegros, partiendo de un planteamiento forzado, un desarrollo reiterativo, sustentado en apenas un par de ideas de puesta en escena, y un intento fallido por ensordecer cualquier conflicto.

O como el indigesto biopic sobre Kafka que Agnieska Holland firma en Franz (2025), una película que rima en sus ansias por apabullar al espectador con Maldita suerte (Edward Berger, 2025). El nuevo largometraje del director de Cónclave (2024) se centra en un jugador compulsivo que trata de huir de las deudas acumuladas en los casinos de Macao. Pese a estar basada en una novela de Lawrence Boone, más bien parece una mala adaptación de El jugador con injertos de Miedo y asco en las vegas (Terry Gilliam, 1998), todo ello aliñado con un amargo toque de misticismo.

Colin Farrell carga a sus espaldas con un mundo en colapso cuyo lujo exterior esconde la nada absoluta -nada es lo que se cuenta, al fin y al cabo- y Berger se parece por momentos a un Wes Anderson subido a una nube de ácido lisérgico cuyas composiciones simétricas y frontales se van abombachando hasta conformar un retrato deformado, excesivo y machacón de nuestro tiempo, un tiempo marcado por el consumo desmedido y la acumulación insensata.

Tampoco deberían pasar a la historia del certamen Ungrateful Beings (Olmo Olmerzu, 2025), un relato sobre la descomposición/recomposición familiar que aborda de manera caprichosa e hiriente una enfermedad como la anorexia con afán provocador, o una película tan formularia como Nuremberg (James Vanderbilt, 2025), en la que un estupendo Russell Crowe se mete en la piel de Göring en esta reproducción de los juicios contra el nazismo que ya se abordaba en ¿Vencedores o vencidos? (Stanley Kramer, 1961.

Aquí se encara desde una óptica más o menos nueva –la fascinación que el mal despierta en el psicólogo que debe evaluar al oficial alemán– pero carente de cualquier sutileza: en la primera imagen del filme, un soldado norteamericano orina sobre una esvástica (sic).

Russell Crowe, en 'Nuremberg'

Russell Crowe, en 'Nuremberg'

Sí merecen su hueco en este último repaso las dos películas asiáticas a competición. La producción china Her Heart Beats in Its Cage (Qin Xiayou, 2025) cuenta la historia de Hong (Zhao Xiaohong), una mujer que pasa sus últimos días en prisión tras diez años de condena por haber matado a su marido. A la salida, querrá hacerse cargo de su hijo Lele, al que apenas conoce y que ha sido criado por su abuela, madre del marido asesinado.

Pese algún apunte sobreexplicativo final, Xiayou retrata con pulso, de manera elíptica y sin excesos melodramáticos las dificultades que Hong tiene para lograr el cariño de un hijo que solo quiere regresar con su abuela mientras trata de garantizar el sustento de ambos acumulando trabajos y renuncias.

El director chino reproduce los perfiles carcelarios en el exterior –dentro o fuera, Hong nunca termina de abandonar su reclusión– y mantiene una pudorosa distancia con respecto a los hechos narrados, respetando el drama de su protagonista. El momento en el que su hijo le dice que no quiere vivir con ella, rodado sobre una pantalla en negro, es difícil de olvidar.

Cerremos con SAI: Disaster (Yutaro Seki & Hirase Kentaro, 2025), película japonesa que llega a San Sebastián para desmentir a todos aquellos que insisten en que en las series de televisión no hay puesta en escena. Pues bien, esta miniserie de seis episodios remontada en forma de largometraje supone una enmienda a tal afirmación.

Una imagen de 'SAI: Disaster'

Una imagen de 'SAI: Disaster'

Varias personas sin ninguna conexión entre ellas, residentes en diferentes ciudades japonesas, se cruzan con el mismo hombre, un tipo que adopta distintas personalidades y que ejerce distintas profesiones. Tras su aparición, la muerte.

Una detective tratará de desentrañar si detrás de estos crímenes se esconde un asesino en serie –lo único que tienen en común es que les corta una porción de cabello– y junto a ella nos adentraremos en un rompecabezas espacio-temporal que la duración del largometraje torna un tanto enrevesado y cuyo seguimiento exige plena atención.

Con todo, la utilización de la música, la tan perturbadora como meditada planificación perpetrada por Seki y Kentaro y un final demoledor invitan a solicitar a cualquiera de las plataformas que operan en nuestro país a que se haga con los derechos de la serie cuanto antes.