Isaach de Bankole, en 'Le cri des gardes'

Isaach de Bankole, en 'Le cri des gardes'

Cine Festival de San Sebastián

Festival de San Sebastián: Claire Denis regresa a África con una rigurosa pesadilla poscolonial

'Le cri des gardes' es una película áspera, sí; también consecuente, rigurosa, libre. Por su parte, Aitor Arregi y José Mari Goenaga dejan el sabor amargo de las oportunidades perdidas al retratar el binomio homosexualidad-vejez.

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Claire Denis regresa con Le cri des gardes (2025) a un territorio que conoce bien y que ha abordado, desde distintas ópticas, en trabajos como Chocolat (1988), Beau travail (1999) o Una mujer en África (2009).

Sin embargo, en este nuevo capítulo de lo que podríamos denominar sus memorias africanas –en tanto hija de un funcionario de la Administración Colonial Francesa su infancia transcurrió en Camerún, Somalia, Burkina Faso y Yibuti-, la cineasta gala incorpora la esencia teatral de Combate de negro y de perros de Bernard-Marie Koltès, fechada en 1979, que adapta libremente en colaboración con Suzanne Lindon y Andrew Litvak.

El asentamiento sobre el que se levanta un gran proyecto de obras públicas se constituye como escenario único en el que conviven apenas cuatro personajes. El aroma a tragedia griega es evidente.

Si el título original, cuya traducción vendría a ser ‘el grito de los guardias’, remite a la figura del coro en el teatro clásico –en este caso un coro de guardias negros casi mudo, casi privado de voz-, la noche se descorre como un telón de fondo y el complejo laboral, separado del resto del mundo por una doble valla (de ahí que se haya elegido The Fence como título internacional) se nos presenta como un proscenio. Lejos de abominar del origen de la obra, Denis decide explotarlo a conciencia.

Esas elecciones derivan en una concentración que se mueve entre la asfixia y lo insoportable. Denis vuelve a reflexionar sobre los desmanes de la colonización, la masculinidad desnortada y el deseo reprimido partiendo de un doble resorte argumental: la llegada de Leone (Mia Mackenna-Bruce) al lugar en la que trabaja su marido Horn (Matt Dillon) y la aparición de Alboury, interpretado por Isaach de Bankolé, uno de los actores fetiches de la directora, que se presenta para reclamar el cadáver de su hermano, muerto en un accidente laboral. El cuarto hilo de este cable de alta tensión emocional lo encarna Cal (Tom Blyth), el ingeniero que trabaja a las órdenes de Horn.

Frente a las negativas de Horn a entregarle el cuerpo hasta la mañana siguiente – una demora que esconde la abominable verdad detrás de la muerte del operario-, Alboury responde siempre con la misma frase: "I’m here for my brother’s body and I will only leave with my brother’s body (Estoy aquí por el cuerpo de mi hermano y solo me iré con el cuerpo de mi hermano)".

Su estólido comportamiento, su monolítica resistencia ante ese hombre blanco que, ya sea con falsos pretextos o con acostumbrada vehemencia, se conduce con total impunidad, desgasta el relato como una gota malaya. Es cierto que, en su tramo intermedio, la película se torna reiterativa, pero ¿acaso no se está exponiendo una situación que se ha mantenido invariable durante siglos?

Matt Dillon, en la película de Denis

Matt Dillon, en la película de Denis

Si, por un lado, Denis retrata la oposición a la pervivencia de esa dominación –el control de los recursos, la explotación de la población– en clave de pesadilla poscolonial, por el otro señala una dinámica idéntica en lo relativo a las relaciones afectivo-sexuales. Leone termina avergonzándose de un marido adicto a las excusas (amén de impotente) con tal de salvar su situación de privilegio, mientras lucha contra la insistencia de Cal por seducirla (léanlo como un eufemismo).

El estatismo y la morosidad de su árida parte central se transforma en un último acto que muestra la ruptura de ese orden también desde lo fílmico. Es ahí donde se encuentran las imágenes más poderosas del último trabajo de la siempre interesante Clarie Denis: Leone deambulando con su negligé rojo por un escenario espectral que simboliza el ruinoso destino de sus protagonistas; el rebaño de ñúes que abreva en una charca hasta entonces inaccesible por el vallado; el plano secuencia final sobre los títulos de crédito, un movimiento que solo es posible cuando el cuerpo del hermano de Alboury ha sido restituido y un acto de justicia ha tenido lugar.

Le cri des gardes es una película áspera, sí; también consecuente, rigurosa, libre.

No puede decirse lo mismo de Maspalomas (2025), la nueva obra de Jose Mari Goenaga y Aitor Arregi –esta vez sin Jon Garaño–, habituales de un Festival de San Sebastián que ya hace tiempo que desterró aquel refrán que apuntaba que nadie podía ser profeta en su tierra, como refrendan los premios a Handia (2017) y a La trinchera infinita (2019).

Vicente (José Ramón Soroiz) es un septuagenario homosexual que pasa los últimos años de su vida en Maspalomas, disfrutando del ocio y del sexo con total naturalidad hasta que un ictus le obliga a regresar a su Donostia natal y enfrentarse, encerrado en una residencia, a un pasado que había querido dejar atrás a toda costa.

Lo que empieza mirándose en determinados modelos del cine queer contemporáneo que van de El desconocido del lago (Alain Guiraudie, 2013) a Theo y Hugo, Paris 5:59 (Olivier Ducastel & Jacques Martineau, 2015), se desvía hacia el melodrama acartonado en cuanto Vicente se queda postrado.

El segundo acto, que implica el reingreso en el armario del protagonista y el inicio de un nuevo proceso de emancipación, contiene no pocas contradicciones que desembocan en un desenlace que oscila entre lo gratuito y lo arbitrario.

Pero los problemas vienen antes, cuando de la grisura mortecina que aporta desde la dirección de fotografía Javier Agirre y el trabajo con el reencuadre, traducción formal del estado de un Vicente que apenas se puede mover, que no tiene un duro y que se ve obligado a retomar la relación con su hija, se pasa a la inyección de vitaminas visuales en forma de aparatosos travellings circulares y de secuencias de montaje que dotan de un contradictorio dinamismo a unos pasajes que demandan quietud (es justo lo contrario a lo que hace Claire Denis).

Una imagen de 'Maspalomas'

Una imagen de 'Maspalomas'

Todo ello sin olvidar los apuntes ideológicos escritos con un Edding 850 –el compañero de habitación de Vicente, encarnado por Kandido Uranga, diciendo que es de Vox nada más hacer acto de aparición– que también afectan al retrato del mundo gay. El binomio homosexualidad-vejez sobre el que se articula Maspalomas desprende el sabor amargo de las oportunidades perdidas.

Pero para licencias de guion las que se toma Arnaud Desplechin en Deux pianos (2025), en la que, arteramente, rompe la linealidad de una trama sencilla para trufarla de golpes de efecto hasta que sitúa el relato en el lugar que a él le interesa.

Mathias Vogler (François Civil), un prestigioso y joven pianista –y guapo, aquí todos son guapísimos-, regresa a Francia tras una larga ausencia para preparar un concierto con la que fue su mentora, Elena (Charlotte Rampling). Esa vuelta le llevará a reencontrarse con Claude (Nadia Tereszkiewicz), mujer con la que mantuvo una relación y que ahora está casada con el que fuera el mejor amigo de Mathias, con el que, además, tiene un hijo.

Desplechin desmadeja los mimbres de ese argumento a voluntad, juguetea con el punto de vista y trata a sus personajes como si fuesen marionetas sin vida, salpicando el relato con una muerte tan imprevisible como caprichosa y abundando en las revelaciones inverosímiles y las confesiones afectadas.

'Dos pianos'

'Dos pianos'

La historia del artista torturado situado en un entorno burgués y, sobre todo, las relaciones que mantiene con las mujeres nos recuerdan que Desplechin sigue tratando de emular al Truffaut de El amante del amor (1977) o El amor en fuga (1979), eso sí, sin actualizar ni un ápice aquellos arquetipos en un ejercicio que, en pleno 2025, reviste un aire demodé poco alentador.