El Clan Solé reunido en una comida familiar

El Clan Solé reunido en una comida familiar

Cine

'Alcarràs', la sabia distancia

Un filme delicado y sincero, que se desarrolla con ritmo preciso y con una gran intuición para captar los gestos relevantes de sus personajes

29 abril, 2022 03:16

Noticias relacionadas

Como ya hiciera en la multipremiada Verano 1993 –mejor ópera prima del festival de Berlín, Biznaga de Oro del festival de Málaga, Goya a la mejor dirección novel…–, Carla Simón ha vuelto a partir de su propia biografía (allí, la muerte de sus padres a causa del VIH cuando tan solo era una niña; aquí, los veranos en casa de sus tíos, agricultores del melocotón), para realizar de nuevo un filme delicado y sincero, que se desarrolla con ritmo preciso y con una gran intuición para captar los gestos relevantes de sus personajes. La película, con justicia, conquistó al jurado de la Berlinale, presidido además por un director tan alejado de estos presupuestos estilísticos como el inquietante M. Night Shyamalan (El sexto sentido, El bosque).

Carla Simón se propone explorar un oficio milenario que se encuentra en riesgo de extinción y, al mismo tiempo, elaborar un relato coral que capture la esencia de esas familias de la zona que resisten aunque no haya esperanza en el campo. Es abrumadora la verdad que desprende cada una de las actuaciones de los intérpretes no profesionales, que la directora reclutó en la zona, conformando cuatro generaciones de un ficticio clan Solé al que cuesta no tomar por auténtico (destacan el obstinado y bruto Quimet –Jordi Pujol Dolcet– como cabeza de familia y el adolescente Roger –Albert Bosch–, fiestero y currante al mismo tiempo).

La familia se afana en la última recogida del melocotón antes de que las tierras les sean arrebatadas para poner placas solares, discuten y se pelean por el incierto futuro, organizan comilonas, se emborrachan, se empujan a la piscina, participan en las fiestas locales… No hay otra pretensión en el filme que hacer un registro de la vida, pero no por ello renuncia Simón a las armas de la ficción. Más bien al contrario. A pesar de la aparente sencillez que rezuma todo el filme, nos encontramos ante un minucioso trabajo de escritura, de cámara y de montaje para que cada una de las criaturas a las que da vida tenga su propia entidad y carácter, para que cada uno disponga de su espacio, para que el espectador empatice con todos ellos.

Si por algo destaca el filme es por la sensibilidad de la directora para abordar los conflictos dramáticos. Donde otros optarían por el primer plano para exprimir las emociones de los personajes, ella prefiere una sabía y respetuosa distancia que enriquece el relato. Ahí está ese enternecedor momento en el que la adolescente Mariona cierra la puerta de la habitación en la que se encuentra su abuelo para que no escuche la discusión entre su hija y su nuera. Este tipo de decisiones alertan sobre la prematura madurez de una directora que además es capaz de otorgar al filme una vertiente de denuncia –la inmigración, la masculinidad tóxica, el reverso oscuro del progreso, la memoria histórica...– sin forzar en ningún momento la maquinaria ni caer en maniqueísmos.

Además, Simón consigue que el espectador se zambulla en un moroso y cálido verano que es un festival para los sentidos, extrayendo toda la belleza de un paisaje que ya es historia de nuestro cine.