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Vicio y libertinaje de Albert Serra

El indómito Albert Serra vuelve a ejercer la transgresión con 'Liberté', una película con antecedentes en el teatro y la videoinstalación caracterizada por la radicalidad estética y el tenebrismo digital

15 noviembre, 2019 09:07

Vaya por delante que este texto ocupa las páginas (papel y web) de la sección Cine de igual modo que podría ocuparlas en la sección Arte. Y, sin tensar demasiado, la de Escenarios. La naturaleza huidiza de Liberté es la misma que caracteriza a su director, Albert Serra (Bañolas, Gerona, 1975), artista libertino que lo mismo presenta un trabajo cinematográfico en Cannes y Locarno que una película de encargo; una exposición audiovisual de 200 horas en la Documenta de Kassel que una obra teatral en el Volksbühne de Berlín.

Pertenece a la tradición del cine y a la del arte contemporáneo, de hecho reconoce que se siente más cercano a la segunda, a las vanguardias y las iconoclastias. Posiblemente es más de Duchamp que de Pasolini. De ahí que se antoje necesario, en este caso, trazar una fuga hacia ese territorio fronterizo de feas nomenclaturas (multidisciplinar, transmedia, postcine, etc.) que en el caso de Serra se sienten extrañas tanto a un lado (la sala) como a los otros (espacios museísticos y escenarios), pues son sus trabajos expresiones que responden a un arte indómito, especular y promiscuo, de vocación irredenta, desmitificadora y subversiva (¿provocadora?), para los que no caben nichos que los aten, formatos que los amordacen o espectadores que los posean.

El estreno en salas, seis meses después de su presentación mundial en Cannes, obliga en cualquier caso a hablar de Liberté bajo la convención de un estreno cinematográfico. Y lo es. Y en la pantalla grande debe verse. Conviene señalar en todo caso que su origen es una obra teatral que presentó Serra en Berlín en 2018, en la que el Marqués de Sade y el deseo carnal actuaban de vectores y territorios de exploración, allí donde confluyen exhibicionismo y voyerismo. Y también que algunas imágenes de la película que hoy se estrena ya formaron parte este año de una videoinstalación de pantallas enfrentadas en los espacios del Reina Sofía, titulada Personalien, donde de nuevo la pugna entre el deseo y la moral actuaba de motor creativo. En la reveladora entrevista que concedió a El Cultural por entonces, el cineasta catalán decía: “Estoy intentando ver cuál es la mejor obra posible con estas imágenes: si más abstracta, videoartística, dramática…”. Liberté se antoja, entonces, como un punto de llegada, el fin de una exploración, el embalsamiento de un work in progress.

El relato es inexistente, apenas la insinuación de un contexto histórico y unos personajes que devienen en cuerpos autómatas, instrumentos de placer y tortura, de sadismo y lascivia. Pocas propuestas más antidramáticas que este último largometraje del autor que en su primer y laureado trabajo, Honor de cavallería (2006), ya estableció la agonía del tiempo suspendido y los rituales físicos como elemento vertebrador de su discurso, profundamente anclado en el empleo de la tecnología digital. Liberté, para entendernos, es una noche de cruising libertino en las profundidades de un bosque francés y dieciochesco (con carromatos, pelucas, nobles y sirvientes, novicias y enaguas), allá en el crepúsculo del Siglo de las Luces.

'Liberté' es una noche de 'cruising' en las profundidades de un bosque francés en el crepúsculo del Siglo de las Luces

Mediante una sucesión de prácticas sexuales que ejercitan como maníacos hasta que despunta la aurora rosada de la mañana, el erotismo deviene en tiranía del deseo y en transgresión – la del cuerpo, los sentidos y la moral–, en una suerte de extremismo que se expresa bajo la radicalidad estética, con brochazos de tenebrismo digital y figuraciones misteriosas que nos obligan a forzar la mirada, imaginar lo que se oculta y repugnar lo que se muestra. El corazón de la propuesta es la necesidad de filmar el vicio –el gesto masturbatorio como estímulo perpetuo, los latigazos como fuente de placer– y aniquilar la virtud de aquel tiempo, como el nuestro, de crepúsculos y decadencia: el Antiguo Régimen.

En verdad, Liberté representa un eslabón más en el promiscuo y prolífico relato por la historia y los mitos que Serra ha convertido en cosmogonía propia, en obsesión o seña de identidad, indagando desde nuestro descreído presente en los confines del deseo, la decadencia y los límites morales, pero tratando de mirar como lo hacían los pioneros, sin instrucciones para domar la inestabilidad del ojo humano. Del mismo modo que el registro minucioso del deceso monárquico –tanto en el largometraje La muerte de Luis XIV (2016) como en la instalación Roi soleil (2019)– nivelaba a reyes y taberneros frente a la indiferencia cósmica de la muerte; aquí es el deseo, y su tiranía, el que arrebata la voluntad de nobles y plebeyos. La putrefacción y corrupción de los cuerpos, la muerte y el vicio, auscultados como igualadores de la condición humana. También en el tránsito de la Ilustración al Romanticismo, Serra fabuló el encuentro entre Casanova y el conde Drácula con Historia de mi muerte (2013), de imágenes atravesadas asimismo por el vicio y la escatología, de una pulsión de deseo que confluía en los mundos cuasioníricos de Sade, Apollinaire y Bataille.

El erotismo como tiranía

La Carta Blanca que Serra programó para el Reina Sofía hace diez meses resulta relevante por el modo en que el artista, de vasta cinefilia a pesar de su resistencia, articula precisamente un recorrido por las formas del deseo y el delito en el cine. Bajo el espíritu de Adolf Loos y Amos Vogel –autor del ensayo de culto Film as Subversive Art (1974)–, el cineasta alzaba su propio #MeToo titulando el programa “Yo también. Deseo y delito”, donde la perversión asiática de Wakamatsu y Terayama convivían con la carne de contracultura de Paul Morrisey o las mutaciones y prisiones del cuerpo que han filmado João Pedro Rodrigues y Ulrich Seidl. Según Serra, a todos los títulos que seleccionó no solo les unía la tiranía del deseo, sino “sus formas rompedoras y la obsesión por la creación de imágenes inéditas de verdad”. Como ellos, también quiere el autor de El cant del ocells (2008) que sus creaciones nos alumbren formas de ver nunca vistas antes.

Como mínimo son obras esencialmente furtivas (las de un cazador en cotos privados), que obedecen a las fronteras que ellas mismas trazan, donde el primitivismo (¿inocencia?) convive con la autocomplacencia (¿cinismo o capricho?), la intuición con el pensamiento, la sensibilidad estética con la insubordinación narrativa. Recrea el pasado atmosférica y pictóricamente (y es ahí donde aparece una sensibilidad goyesca), pero lo atrapa desde el presente con métodos de documentalista (cada instante es único, no graba varias tomas de la misma escena), y así se erige en un creador de espacios y de imágenes contemporáneas. El bosque oscuro de Liberté, poblado de vicio y voyerismo, se antoja un lugar idóneo para adentrarnos en el grotesco y bello mundo de Serra. Es una película, al cabo, que observamos sintiéndonos observados. No la vean en soledad. No es porno. Es una manifestación de “Libertad” (¿libertinaje?) que realmente no habíamos visto hasta ahora.

@carlosreviriego