Verano 1993

Para su edición de 2007, en la que se celebraba su 60° aniversario, el Festival de Cannes comisionó la realización de una película colectiva en la que 36 aclamados directores (ningún español, sólo una mujer) celebraban en tres minutos su "amor a la gran pantalla". El filme en cuestión llevaba un título casi más sugerente que el desigual conjunto de cortometrajes: Chacun son cinema, que podría traducirse como ‘A cada uno, su cine'. Como lema, aquel título abogaba por la disparidad de perspectivas, por la resistencia a la estandarización, y en última instancia por la libertad e independencia de la mirada autoral, el gran capital del certamen francés. Si se atiende al conjunto de nominadas a la Mejor Película en los Premios Goya de 2018, se diría que la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas de España ha asumido de pleno derecho el mantra cannoise. Y es que las cinco candidatas dibujan un mapa heterogéneo de sensibilidades autorales, cada una aferrada a unos códigos formales y culturales específicos. A cada una, su cine.



Se diría que ni el programador cinematográfico más avispado ni el analista más agudo habrían sido capaces de conformar un escaparate de miradas tan diverso. Si hacia algo apuntan los Goya de este año es a la singularidad. ¿Qué vínculos pueden establecerse entre el drama naturalista de Verano 1993, el terror castizo de Verónica, la contenida loa cultural de La librería, la expansiva crónica histórica de Handia y la claustrofóbica reflexividad de El autor?



Fidelidad y manierismo

Más que hacia la promiscuidad o el intercambio, cualquier apreciación sobre un título perfila una diferencia respecto a los otros. A la fidelidad respecto a la novela de Penélope Fitzgerald de la que hace gala Isabel Coixet en La librería, responde el Manuel Martín Cuenca de El autor sumando nuevos puntos de vista al (a priori inadaptable) relato de Javier Cercas. Por su parte, el manierismo sombrío del Paco Plaza de Verónica, o la permanente niebla que espesa las imágenes de la Handia de Jon Garaño y Aitor Arregi, chocan de lleno con la transparencia lumínica de la brillante Verano 1993 de Carla Simón.



La librería

La disparidad también se impone si se piensa en el quinteto de elegidas en términos de escala industrial. Poco o nada tiene que ver el empaque de gran producción histórica que exhibe Handia con la austeridad de medios que optimiza Verano 1993. Por no hablar del repertorio de vínculos con lo real que establecen estos filmes. Hallamos desde una película que transcurre, en gran medida, en el interior de la mente de un personaje (El autor) hasta un filme autobiográfico que supura verdad en cada fotograma (Verano 1993), pasando por sendas lecturas estilizadas de historias verídicas en la literal y vibrante Verónica y en la metafórica y morosa Handia.



Más allá de las numerosas diferencias que singularizan a las potenciales triunfadoras de los Goya, existen unos pocos rasgos que permiten establecer puentes de diálogo.



Intimismo y terror doméstico

El más evidente podría ser la apuesta por un cierto intimismo, que se hace patente incluso en una película como Handia, que, pese a algún alarde paisajístico, prefiere arraigarse en escenas de interiores para perfilar su itinerario multinacional, reflejando de paso un universo, el vasco, enraizado en la tradición y el hogar. Este mismo recogimiento se percibe en las otras cuatro nominadas, que en su enclaustramiento figurado hallan un modo de fortalecer su especificidad cultural. En el terror doméstico de Verónica vibra con fuerza proletaria el espíritu de Vallecas; la confinada El autor bebe del deseo del protagonista de escribir una suerte de Gran Novela Sevillana; mientras que Verano 1993 y La librería completan, gracias al uso del catalán y el inglés, un fantástico póker idiomático junto al castellano y el euskera.



Handia

Menos obvio resulta quizá el modo en que estas películas hallan un cierto acomodo dentro de sus esquemas formales. Ajenas a la disonancia, este variopinto grupo de obras personales hacen del rumbo fijo y la apuesta unívoca su sino estilístico: nada hay que resquebraje el naturalismo tembloroso de Verano 1993, el realismo poético de La librería o el academicismo preciosista de Handia. Incluso cuando se plantea un aparente juego al despiste, como ocurre con el subjetivismo en Verónica y El autor, se trata menos de un elemento desestabilizador que de una forma de consolidar el abordaje a unas psiques incuestionablemente trastornadas.



Corrección y desajustes

En este sentido, parece casi lógico el destierro, fuera de las nominaciones, de una serie de títulos españoles que, durante la pasada temporada, propusieron discursos fílmicos escindidos, incorrectos o alérgicos a lo conclusivo. Colossal de Nacho Vigalondo reunió varios de estos desajustes en su surrealista hibridación de cine indie norteamericano y Kaiju-eiga, el cine japonés de monstruos gigantescos; mientras que Oliver Laxe situó la mística Mimosas a medio camino entre la aventura alucinada y el western metafísico. Por último, desde la comedia, Fe de etarras de Borja Cobeaga -con su delicado equilibrio entre hilaridad y melancolía- o Algo muy gordo de Carlo Padial -con su permanente autoboicot narrativo- podrían haber trastabillado ligeramente la corrección fílmica imperante en estos Goya 2018.