Image: El éxtasis del primer amor según Guadagnino

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Cine

El éxtasis del primer amor según Guadagnino

8 septiembre, 2017 02:00

Una imagen de Llámame por tu nombre

El director italiano Luca Guadagnino se supera a sí mismo con Llámame por tu nombre, crónica canicular de un romance homosexual. John Woo entretiene con la muy disfrutable Manhunt y Janus Metz decepciona con la superficial y hermética Borg/McEnroe.

El italiano Luca Guadagnino (Yo soy el amor) se supera a sí mismo con Llámame por tu nombre, crónica canicular de un romance homosexual que huye de todos los tópicos del género. Nos hace sentir, como Elio (Timothé Chalame), que la agonía y el éxtasis del primer amor está ocurriendo por primera vez, que realmente nos enfrentamos a fuerzas incomprensibles y desconocidas, a toda una gama de sentimientos que van del deseo al miedo, de la rabia a la ternura. Con lirismo, un ritmo y una sobriedad que se distancia de la autoindulgente estilización de otros trabajos del italiano, el filme avanza en su primera parte como si fuera un verdadero estudio sobre los cánones de la belleza (el contacto con el arte antiguo juega en ello un importante papel), para en su segundo tramo desplegar una extraordinaria sensibilidad y emoción en el desarrollo de la historia romántica que viven el adolescente Elio, músico y lector voraz, y el universitario Oliver, experto en arte clásico y varios años mayor que Elio.

A partir de un extraordinario guion de James Ivory, basado en la primera novela de André Aciman, el filme, que transcurre en el verano de 1983 (bajo el contexto musical del periodo, con Talking Heads en primer término), logra bordear las convenciones alrededor de los amores prohibidos y la educación represora, y entrega un queer movie tan original como emotivo, de una intensidad, belleza y valentía realmente insólitos. La tensión sexual de la película se abre paso entre la risa y la tristeza, en un verano que parece destilar todas las emociones asociadas al descubrimiento del deseo y el amor. Acaso por primera vez en la notable filmografía del italiano -a quien no hay que menospreciar en equiparación a Paolo Sorrentino y Mateo Garrone, compañeros de generación-, la sustancia, brutal y delicada al mismo tiempo, cobra más peso que la superficie, por lo demás hipnótica.

Una imagen de Manhunt, de Luca Guadagnino

Sobre otras energías magnéticas se desliza el muy disfrutable y entretenido action-thriller de John Woo, Manhunt, que ha tenido su premiere mundial en la ciudad canadiense. Un abogado falsamente acusado de asesinato emprende la huida por la ciudad de Osaka perseguido por la policía, un detective y dos sicarias de una empresa farmacéutica con intereses espurios. La trama alrededor de una droga con fines militares (como un eco oriental de Bourne) combinada con una especie de reescritura hipertrofiada de El fugitivo, son apenas el pretexto para construir un impecable y endiablado dispositivo en el que el arte del montaje de atracciones golpea con una inventiva y una energía electrizantes. Además, el humor recorre con irónica distancia las convenciones habituales de los géneros que se trae entre manos el experimentado Woo, verdadero esteta de la violencia, quien en connivencia con Hiroyuki Ikeuchi y Masaharu Fukuyama también apuesta por el buddy-movie. Como se escucha en un momento del filme, todo "es muy impresionante aunque un poco excesivo", pero precisamente reside ahí, en los desenfrenos propios de la posmodernidad, el arte lúdico (y sangriento) del cineasta chino.

Una imagen de Borg/McEnroe, de Janus Metz

En una liga bastante menor juega el biopic bicéfalo Borg/McEnroe, a la postre superficial y hermético relato de la vida de los tenistas -interpretados por el sueco Sverrir Gidnason y Shia LaBeaouf- contada a partir de la primera y legendaria final de Wimbledom que disputaron en 1980. La rivalidad entre ambos tenistas, el sueco en el ocaso de su carrera (se retiró con apenas 26 años) y el norteamericano en sus inicios, se reduce a un match play entre la serenidad perfeccionista y la conducta visceral, y fracasa allí donde la historia (y el deporte) debe ofrecerse como metáfora de las actitudes vitales. Es muy difícil filmar cinematográficamente el deporte para hacerlo más emocionante que su retransmisión televisiva, y el director danés Janus Metz desde luego no logra llevar las escenas del juego a un territorio que lo haga relevante o medianamente comprensible: tiene que recurrir a los locutores de la retransmisión para que relaten al público la tensión que las imágenes son incapaces de evocar. El mérito del film consiste en trasladarnos al momento y lugar de los hechos (responsabilidad de una muy profesional dirección artística), pero el filme es incapaz de trascender su atractiva superficie. A través de los habituales flashbacks a la formación y el recorrido vital de los protagonistas, el trayecto psicológico propulsado por una descomunal competitividad se despliega durante el transcurso en dos semanas del histórico torneo británico, que al parecer cambió la vida de ambos deportistas, quienes después de aquello se convirtieron en grandes amigos.

@carlosreviriego