Image: Los Dardenne, el tiempo y la fábrica

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Cine

Los Dardenne, el tiempo y la fábrica

24 octubre, 2014 02:00

Una soberbia Marion Cotillard en Dos días, una noche

Los Dardenne revisan en Dos días, una noche el más viejo argumento del cine de forma tan precisa como herida. Presentado en Cannes, donde los directores belgas ya han conquistado dos Palmas de Oro, el filme narra la peripecia de una trabajadora para convencer a sus compañeros de que no la echen de la fábrica. Quizá es el acercamiento mas evidente de los autores de Rosetta al cine social, pero su impacto y humanismo es clarividente.

El mismo año que los hermanos Lumière patentaron el cinematógrafo rodaron acto seguido su primera película: La salida de los obreros de la fábrica. Corría el año 1895. Es decir, hace más de un siglo de convenios colectivos, ajustes de plantilla, reestructuraciones y, en efecto, despidos. Lo que, en ‘marxismo paladino' viene siendo lucha de clases, con perdón. De entonces a ahora, desde La huelga, de Eisenstein, a Novencento, de Bertolucci, pasando por Metrópolis, Tiempos modernos o La sal de la tierra, pocos asuntos tan cinematográficos como el tiempo dividido en horas productivas, el rigor de, digamos, la explotación.

Al fin y al cabo, la última revolución industrial y el cine son lo mismo. Los dos discurren por bandas de montaje exactamente igual que el ensamblaje de los coches. Forzando un poco se podría decir que si los obreros de la Comuna de París salían a la calle y disparaban contra los relojes, el símbolo de su tiempo encarcelado en segundos, minutos y horas de trabajo, la labor del cine desde entonces ha sido disparar contra la tiranía del tiempo lineal. El cine, de alguna forma, también es una lucha contra el tiempo cronológicamente funcional. O, cuanto menos, la parte de él más interesante.

Pues bien, los hermanos Dardenne ofrecen en su último trabajo lo que, con un poco de imaginación, se podría considerar una reformulación y desmontaje de la tradición y, si se quiere, hasta un remake de la película de los Lumière; una reelaboración lúcida, dolida y, por supuesto, desolada, pero reescritura al fin y al cabo.

Los belgas con ya dos Palmas de Oro en su haber ofrecen en Dos días, una noche el relato de una mujer que sale de la fábrica. La echan. Pero no del todo. El sistema se ha complicado tanto que da opciones muy diversas a, digamos, la perversidad. Sus compañeros deben votar si renuncian a una bonificación de 1.000 euros y ella se queda. O no, y fuera. Toda la película no hace sino contar el periplo equinoccial de la protagonista (una soberbia Marion Cotillard) de puerta en puerta, de miseria en miseria. Y todo ello en dos días y una noche. La idea es, obviamente, sobrevivir, convencer a sus "colegas" que la apoyen.

El mundo no puede ser partido entre buenos y malos, por lo menos es de hoy en día" Jean-Pierre Dardenne

Dicen los directores que en ningún momento se trataba de contar la historia de una pobre mujer contra sus insolidarios y salvajes compañeros. "Cada encuentro", comenta Luc, "es un cara a cara de estructura compleja. Sandra [Marion] comprende a sus interlocutores y, quizá, ella misma en la situación contraria aceptaría la bonificación. Las preguntas con las que trabajamos son: ¿Qué haría ella en la postura contraria? ¿Hasta dónde está dispuesta a llegar para salvar su vida?".

De nuevo, como es ley en el cine de los Dardenne, la cámara se maneja a escasos centímetros de la protagonista para acertar a describir con precisión la angustia, el miedo, el orgullo humillado. Y así hasta conseguir que, a través de la transparente mirada de Cotillard, se acierte a ver la tristeza gris de nosotros mismos y de nuestros días. Pero, cuidado, sin moralismos (con moral, pero sin moralismos. Nótese el matiz). "Los obreros", continúa ahora Jean-Pierre, "son continuamente presionados y expuestos a una situación de máxima rivalidad. Esto, probablemente, siempre ha sido así, pero hoy más, y más en la situación de una pequeña empresa en la que los sindicatos apenas tienen poder; y más en una situación de crisis tan brutal como la que vivimos. Esto hace que no haya buenos de un lado y malvados de otro. La realidad es otra cosa. No entendemos que el mundo pueda ser entendido así, partido por la mitad entre buenos y malos, explotadores y explotados. Por lo menos el mundo de hoy. Ni el mundo ni, por supuesto, el propio cine". En la última declaración, va algo más que una explicación. Detrás del entrecomillado se esconde una declaración de principios que delimita tanto el oficio de cineasta hoy según lo entienden los Dardenne como la estructura misma de la sociedad en la que se desenvuelve su quehacer. La fábrica de los Lumière nada tiene que ver con las que ahora determinan en IPC, ni los que trabajan en ella son ya el compacto pueblo obrero que imaginaran Eisenstein o Bertolucci. Todo es más confuso, todo es más perverso.

¿Cine social?

Los hermanos Dardenne

Si se quiere, ésta es la cinta de los Dardenne menos lírica, menos fábula, menos pendiente de sorprender al espectador en una esquina milagrosa de la cotidianidad. Queriendo, éste es el acercamiento más evidente a eso que el tiempo ha dado en llamar cine social. Pero sin exagerar. El pulso firme, limpio y sin melodrama de los realizadores se mantiene, en efecto, transparente y atento a las aristas de una realidad algo más que imperfecta. Sencillamente injusta, por compleja, por sucia.

Esta es la cinta de los Dardenne menos lírica, menos fabuladora, menos pendiente de sorprender al espectador
De nuevo, la película atiende a una engañosa sencillez en la que el tiempo se fractura en micropartículas de emoción. El relato discurre en línea recta, pero no lineal. Los propios directores reconocen que no entienden grabar a saltos. La progresión cronológica del drama exige que el tiempo discurra de la misma manera durante el rodaje. La idea no es otra que provocar que la herida se amplie hasta tocar el fondo de un drama sin tragedia; de una guerra sin heridos. Sólo muertos, quizá muertos en vida. No es tanto simpleza como sencillez; no es tanto claridad como clarividencia.

Los obreros de los Lumière salían tranquilos, no diremos felices. Unos reparaban en la cámara, otro no; unos andando, otros en bicicleta, pero todos con el gesto sosegado del que abandona el tiempo de trabajo para dedicarse a partir de ese momento al otro tiempo, al suyo. Como saben, eso del trabajo es sólo una cuestión de propiedad: quién es el propietario de los medios de producción y quién vende lo único que posee, su fuerza de trabajo; quién es, en definitiva, el dueño del tiempo. Marx, di algo.

Cotillard sale de la fábrica amenazada, temerosa de verse de repente con todo su tiempo cancelado. Humillada. Ha cambiado el cine desde los Lumière; se ha afinado el carácter perverso del lugar que habitamos. Del cine incluso.