Image: Una chica cortada en dos

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Cine

Una chica cortada en dos

Director: Claude Chabrol

15 mayo, 2008 02:00

Mathilda May en una escena de la película.

Francia, 2007. Intérpretes: Ludivine Sagnier, Benoît Magimel, François Berleand, Mathilda May. Guión: Claude Chabrol y Cécil Maistre. Título original: Une fille coupée en deux. Duración: 115 minutos. Estren

Nadie podrá llamarse a engaño. Cuando vamos a ver "un Chabrol", sabemos lo que nos espera, y desde luego no será Una chica cortada en dos la película que lo desmienta. El ámbito geográfico lo conocemos bien: la Francia interior, las pequeñas ciudades de provincias (aunque no sean tan pequeñas, como en este caso). El marco social también: la media y alta burguesía enredada en liturgias casi ancestrales de hipocresía, codicia y doblez moral. Los códigos genéricos permanecen incólumes: los del cine negro con apariencia de crónica social. Las tonalidades del retrato pueden variar, pero convengamos que comparten siempre una acidez vitriólica de fondo que se expresa a veces de forma seca y contenida, otras con acentos estridentes y casi siempre con una frialdad propia del entomólogo que disecciona a sus insectos con el bisturí.

Y así vuelve a suceder en este nuevo filme, inspirado -como el propio Chabrol ha reconocido a Cahiers du cinéma. España- por el argumento (basado en un hecho real) que ya se contaba en La muchacha del trapecio rojo (Richard Fleischer, 1955); es decir, las conflictivas y finalmente fatales relaciones entre un profesional de éxito ya en edad madura, un jovencito millonario y celoso de carácter impulsivo y una mujer joven en el medio, apetecible para los dos. Chabrol se lo ha llevado a su terreno, claro está, y la resultante es una radiografía clínica de tres figuras que en realidad están ya "cortadas en dos" desde el comienzo mismo de la historia: 1) un maduro novelista de éxito, brillante y famoso, descreído y cínico, que no deja de jugar a seducir a la primera jovencita que se le ponga a tiro; 2) una joven presentadora de la meteorología en la televisión local, fascinada por aquél y dispuesta a dejarse atrapar en sus diabólicas redes, y 3) un mequetrefe millonario y dandy, desequilibrado y temperamental, muy marcado por el fuerte dominio matriarcal de la elegante y oligarca familia a la que pertenece.
Conviene aclararlo: este no es un relato de víctimas y verdugos. Los tres protagonistas viven escindidos -de forma inestable- entre el rol social que han decidido jugar y los impulsos más atávicos de su psique y de su sexualidad. Los tres se comportan como lo hacen porque no pueden conformarse con las satisfacciones del primero y necesitan alimentar al segundo, aunque ello les conduzca a coquetear con el abismo de manera tan evidente como peligrosa. Y esa evidencia no sólo atañe a su comportamiento y a sus motivaciones, sino a la propia materia de la película, a su discurso y a su propia puesta en escena, pues toda ella es pura evidencia.
Pocas veces ha sido Chabrol tan evidente (y quizás tan plano) como en esta ocasión, pues el autor de obras como La mujer infiel, Al anochecer, El carnicero, Accidente sin huella y La ceremonia, por citar solamente algunos de los títulos mayores de su obra, filma la historia de Una chica cortada en dos con los procedimientos propios de la televisión y coloca las imágenes del filme en el límite del hiperrealismo: una estrategia muy probablemente deliberada para subrayar así la condición de estereotipos burgueses que manifiestan los protagonistas. "El drama de la hipocresía burguesa reside en que no toman conciencia de que son estereotipos, pues piensan que los modelos estereotipados son los de sus vecinos", advierte el cineasta. Estereotipos de un estereotipo, por lo tanto, los protagonistas se comportan como lo hacen de forma transparente, sin apenas recámara ni ambigöedad: algo que potencia la puesta en escena, pero sin duda también los actores (François Berléand, Ludivine Sagnier, Benoît Magimel), cuyas interpretaciones y cuerpos son portadores, a su vez, de esa misma transparencia unidireccional, a medio camino entre lo sofisticado y lo simple.
Con todo, este nuevo retrato de género (burgués), atravesado de tensiones que están a flor de piel y bañado en malignas dosis de ponzoña, discurre sobre la pantalla con una tersura, un dominio del tempo y una capacidad analítica que son herederas directas de Gracias por el chocolate, La flor del mal, La dama de honor y Borrachera de poder, sus más recientes precursoras en la filmografía de Chabrol. Se configura así una línea de trabajo que hace de la ligereza en el tono, de la voluntad antirretórica y de la dramaturgia distendida otras tantas y afiladas herramientas para esculpir estos vitriólicos retratos de una burguesía permanentemente atrapada en peligrosas dicotomías que tratan de negociar con lo más perturbador de sus instintos y con lo más educado de sus apariencias. De manera que el espectáculo está servido: su rito y su liturgia se siguen, a fin de cuentas, con el mismo placer socarrón que proporciona casi cualquier Chabrol.