Image: Stanley Kubrick en DVD

Image: Stanley Kubrick en DVD

Cine

Stanley Kubrick en DVD

Todas las películas del revolucionario cineasta, con la Filmoteca de El Cultural

18 noviembre, 2004 01:00

Stanley Kubrick en 1974 durante el rodaje de Barry Lyndon

La Filmoteca de El Cultural vuelve a los quioscos con una nueva colección en DVD de obras capitales del cine. En esta ocasión, y sin precedentes en la historia de la Prensa española, será el visionario director norteamericano Stanley Kubrick (1928-1999) el protagonista de una colección que integra toda su filmografía, exceptuando su malparada ópera prima Fear & Desire (que él mismo se preocupó por quitar de la circulación). El domingo, 21, con el diario El Mundo, se podrá adquirir por sólo 8,95 euros la primera entrega de la colección, el controvertido y revolucionario filme La naranja mecánica (1971), y, gratis, el imprescindible documental Stanley Kubrick. Una vida en imágenes (2001), que recorre la vida y la obra del mítico cineasta. El resto de la colección, hasta completar los doce títulos de su filmografía, se podrá adquirir cada jueves con El Cultural por 8,95 euros cada DVD. En este número, analizamos una por una cada película de la colección en función de su orden de entrega y el crítico Sergi Sánchez recorre la trayectoria del director norteamericano, que hoy más que nunca se revela como una figura imprescindible del pasado siglo XX por obras como 2001: una odisea del espacio, Eyes Wide Shut, El resplandor, ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú, Lolita, Atraco perfecto o La chaqueta metálica.

El ojo de Dios
por Sergi Sánchez

Dios existió y se llamaba Stanley Kubrick (Bronx, Nueva York, 1928-Hertfordshire, Gran Bretaña, 1999). Pocos cineastas -tal vez Hitchcock, otro genio nacido bajo el signo de Leo- otearon nuestro destino con tal crueldad y lucidez como este ermitaño que se escondía de la vida en su mansión arbolada para que nadie pudiera controlarle en su púlpito. Tal vez porque, como decía Malcolm McDowell, era incapaz de entender el elemento humano, quiso acercarse a él respetando la distancia de los dioses que disfrutan más castigando que premiando a sus criaturas. Quizás por eso permitió que al protagonista de La naranja mecánica se le hiriera la córnea después de rodar sus escenas del tratamiento Ludovico. Quizás ese fuera el motivo de que hiciera llorar a Shelley Duvall después de obligarla a repetir tomas y más tomas. Quizás por eso supo retratar de un modo tan visionario la descomposición de una pareja (Kidman-Cruise) que, como en un espejo de la verdad, se veía reflejada en una fábula fantasmagórica, casi espectral, filmada como un testamento escrito en el aire. Porque en Eyes Wide Shut los personajes no existían, levitaban. Hubo un momento, fechado en 2001: una odisea del espacio, en que Kubrick decidió que la vida debía flotar en un decorado frío y despersonalizado. Sin gravedad, Barry Lyndon se desplazaba como un sonámbulo entre la iluminación natural de las velas, y la cámara, poseída por los espíritus del hotel Overlook, recorría los pasillos vacíos de la amenaza con la urgencia etérea de alguien que puede verlo todo. El Ojo, el Ojo Que Todo Lo Ve. Stanley Kubrick, ese hombre asustado por los hombres.

¿Sería el miedo lo que le empujó a aislarse? Justo antes del estreno de Espartaco vivía cerca de Central Park, en Nueva York, y empezó a sentirse agredido por su entorno. Fue entonces cuando se fue a Gran Bretaña, se encarceló voluntariamente y cultivó su paranoia. Tal y como escribe John Baxter en su excelente biografía, "se volvió hipersensible a las infecciones y mandaba a casa a cualquiera de su equipo que tuviese un catarro (...) Tenía pistolas (...) y llevaba un gran cuchillo de caza en su maletín". La historia de su vida fue la historia de sus excentricidades, la mayor de las cuales fue llorar en la proyección de su ópera prima, Fear and Desire, que escribió, produjo, montó y fotografió. Seguro que pensaba que llorar era síntoma de debilidad, algo que detestaba. Ninguna de sus películas hace llorar. Despiertan más admiración que adicción, más sorpresa que apego. Tal vez porque Kubrick, que llegó al cine a través de su afición a la fotografía, quería inventar por encima de todo, mirar al futuro como si fuera al primero a quien se le hubiera ocurrido crearlo. No es extraño, pues, que cada uno de los títulos de su filmografía visite géneros distintos con una mirada distinta. ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú no era una película sarcástica sino una siniestra y misantrópica declaración de principios. 2001 no era una película de ciencia-ficción sino un viaje astral. La naranja mecánica no era una película sobre la violencia de la sociedad democrática sino un ajuste de cuentas con la condición voyeurística del espectador. El resplandor no era una película de terror sino un dilatado paseo por el laberinto del Minotauro. La chaqueta metálica no era una película sobre la guerra del Vietnam sino una película de terror. Y Eyes Wide Shut no era un melodrama sino un documental onírico. Le faltó rodar una historia de amor auténtica, porque Lolita era la crónica de una neurosis, de una idealización y de una decepción. Kubrick era demasiado pesimista para creer en el amor: lo más cerca que estuvo de él fue utilizando con extraña sensibilidad el hermoso tema central de Espartaco, compuesto por Alex North, en las románticas secuencias entre Kirk Douglas y Jean Simmons. Siendo consciente de su talón de Aquiles, sabía que uno de sus proyectos más largamente acariciados, Inteligencia artificial, sólo podía caer en manos de un director como Steven Spielberg, capaz de inyectar toda la emoción que su cine, diseñado con escuadra y cartabón, no podía alcanzar.

Hablar de su obsesivo perfeccionismo es alimentar su leyenda con anécdotas de un déspota ilustrado que creía que rodar no era más que jugar una partida de ajedrez programada de antemano. Las piezas debían moverse a su antojo, cualquier error de cálculo podía modificarse, nada escapaba de su mano negra: de ahí que sus rodajes fueran tan dilatados -trescientos días para Barry Lyndon, más de un año para Eyes Wide Shut-, que sus actores se cansaran de sus exigencias -se dice que Harvey Keitel le envió a tomar viento fresco sin sonrojarse- y que sus caprichos, tolerados generosamente por los estudios, se materializaran en un puñado de obras que parecían perfectas. Rendido admirador de la tecnología, era para él una estupenda metáfora de la vida: aunque todo discurra según unos mecanismos previsibles y rotundamente ajustados, el sistema está predestinado a fallar. El hombre tiene que luchar contra su propio destino, la muerte, a través de un paisaje pintado con el color de la maldad. Y la maldad siempre gana. De repente, decía Kubrick, fue consciente de "una primitiva preocupación por sobrevivir. Luego, gradualmente, fui siendo consciente de la casi totalmente paradójica naturaleza de la disuasión. Si eres débil, puedes invitar al primer golpe. Si te estás volviendo demasiado fuerte, puedes provocar un golpe con derecha preferente. Si tratas de mantener un delicado equilibrio es casi imposible hacerlo porque el secreto te impide saber lo que está haciendo la otra parte, y viceversa, ad infinitum".

Su inmensa confianza en la imagen le separó del lenguaje. A cada película que rodaba las palabras desaparecían con más insistencia, dejando paso a un idioma que se justificaba a sí mismo a través del montaje y los movimientos de cámara. Tal vez por eso Eyes Wide Shut se parece tanto a una sesión de hipnosis o a un sueño donde todo es artificio, todo forma parte de un plan, todo es la imagen-túnel donde nos hundimos para salir a la luz con una solución sencilla, pronunciada después de una máscara sobre la almohada. "Follar", dice Nicole Kidman. Ese verbo tan prosaico cerró una de las trayectorias más mentales, más racionalizadas, de la historia del cine. El hombre que había demostrado lo mucho que tiene que ver el arte con la lógica, la creación con la razón, pronunciaba un epitafio en el que reconocía y reivindicaba la belleza de la sinrazón, la pasión como el principio y el fin de todas las cosas. Fue, casi, la única muestra de humildad (o de falsa modestia, quién sabe) de la reencarnación de Napoleón Bonaparte, uno de sus personajes históricos favoritos. O tal vez esa imagen de demiurgo totalitarista -eso sí, nutrida por todos los que colaboraron con él en alguna ocasión- no fuera otra cosa que una leyenda útil, una capa de hierro forjado que le protegiera de un mundo que siempre estaba por debajo de sus posibilidades. Seguramente Rilke tenía razón cuando decía que "la fama es la suma de los malentendidos que se reúnen alrededor de un hombre". Y la fama de Kubrick aún le precede: después de todo, ni siquiera Dios se ha librado de que le critiquen.