Image: 2001 La odisea cumplida

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Cine

2001 La odisea cumplida

La huella dejada por la obra maestra de Kubrick

26 julio, 2000 02:00

Stanley Kubrick (a la izquierda) en el rodaje de 2001, una odisea del espacio

Excesiva y visionaria, 2001, una odisea del espacio marcó un punto de inflexión en la historia de la ciencia-ficción cinematográfica. A las puertas del año que Arthur C. Clarke tomó como referencia, ¿qué ha quedado de la herencia de esta obra maestra? ¿Cómo el nuevo cine fantástico, revitalizado por los aires futuristas del siglo XXI, ha despejado las incógnitas planteadas por Kubrick? ¿Ha sustituido la máquina al hombre como predijeron cineasta y escritor? De lo que no hay duda es de que, pasados 32 años, el filme sigue siendo la piedra angular del género, que cambió una forma de acción por la reflexión.

Pronto tendremos el privilegio de ser ciudadanos del 2001. Cuando 2001, una odisea del espacio se estrenó en el Loew’s Capitol de Nueva York el 4 de abril de 1968, ni siquiera Kubrick podía imaginar que su futuro imaginado, monopolizado por un misterioso monolito, acertaría tanto en su afán megalómano y visionario. En efecto, los seres humanos somos prisioneros de una tecnología que hemos creado para ser más libres, prisioneros de ese Hal 9000 que quiere dominar nuestra voluntad desde el más profundo de sus circuitos. Liberándonos del peso específico de esa tecnología, podremos llegar, pues, a enfrentarnos a solas con nosotros mismos y alcanzar la categoría de superhombres, que es lo que alcanza David Bowman (Keir Dullea), el héroe kubrickiano por excelencia. Nos encontramos en el umbral de nuestro propio epílogo, y ahí radica la importancia y la perenne modernidad de la propuesta de Kubrick. Más allá de sus innegables innovaciones técnicas, que revolucionaron el género de ciencia-ficción (SF) sin darle la oportunidad de la nostalgia o la desdicha (lo destruyeron para reinventarlo), 2001, una odisea del espacio introdujo la noción de "metafísica" en la SF cinematográfica. Hasta aquel momento, la aproximación del séptimo arte (que no la de la literatura, siempre unos cuantos pasos por delante del cine: sin ir más lejos, El fin de la inocencia, novela de Arthur C. Clarke que está en el germen del filme de Kubrick, fue publicada en 1953), al género fue más bien frívola: un sideral fragmento de diversión con ciertos apuntes apocalípticos, asociados casi siempre al miedo a los invasores comunistas o al puro disfrute visual. Nadie (tal vez exceptuando la mítica y camp Planeta prohibido), sin embargo, había utilizado la SF con el fin de descubrir -no demostrar- la existencia de Dios: Kubrick lo hizo.

Según David Pringle, editor de las revistas especializadas en el género "Interzone" y "Foundation", la SF "proporciona a nuestra sociedad urbanizada y tecnológica sus mitos más eficaces (...), mitos literarios que no necesariamente fuerzan la fe, pero que nos ayudan a comprender los devastadores cambios que asuelan nuestro mundo (...) Es un conjunto de historias que nos contamos a nosotros mismos con el fin de superar el miedo y la perplejidad".

Vertiente fundacional

Pocas películas después de 2001 indagaron en esa vertiente fundacional de la SF: La guerra de las galaxias vendió los mitos de siempre -los del serial de aventuras- suspendidos en un vacío carente de gravedad y excedente de impecables efectos especiales, y Blade Runner vendió con maestría un complejo imaginario futurista, estéticamente precoz y visionario, que apuntaba ciertas reflexiones filosóficas sobre la identidad humana (concentradas en el hermoso discurso final de Rutger Hauer, replicante sin miedo a la vida). Ninguna de las dos, sin embargo, deseaba responder las preguntas que el famoso monolito de 2001 -según Kubrick, la definición científica de Dios en un universo habitado por la inteligencia, en el que las civilizaciones superiores estarían tan alejadas de nosotros como nosotros de las hormigas- había dejado flotando en la atmósfera cero.

No ha sido hasta ahora, el momento en que el cine -y el hombre- se ha visto con el 2000 sobre sus hombros, inminente e inevitable, que las herencias de 2001 han vuelto a notarse en la SF. El género ha cambiado la acción por la reflexión, o ha optado por una combinación de ambas. En cuatro películas como Gattaca, de Andrew Niccol; Dark City, de Alex Proyas; The Matrix, de los hermanos Wachowski y Misión a Marte, de Brian de Palma, podemos ver en qué medida la película de Kubrick sigue viva a treinta y dos años de su realización. La relación entre el hombre y la máquina ha entrado en crisis, hasta el punto de hacer peligrar la libertad genética de nuestra biología molecular -en Gattaca, la película más parecida a lo que, durante los 70, se convino en llamar "SF de pensamiento", cultivada por cineastas tan dispares como Andrej Tarkovski (Solaris) y Robert Wise (La amenaza de Andrómeda)- o la realidad tal y como la conocemos (si es que la hemos conocido de verdad: el mundo, un sueño dentro de un sueño, se diluye en Dark City). La disolución de la realidad provocada por la dictadura de la máquina es, también, uno de los temas de The Matrix, película explícitamente religiosa en la que el Héroe Moderno se transmuta en Salvador Virtual. Las respuestas que nos ofrece el estupendo filme de los Wachowski, perfecta Biblia Digital para creyentes internautas, están orientadas -como las de Misión a Marte- a concretizar el elemento místico que Kubrick sintetizaba en un viaje lisérgico hacia los orígenes del hombre y en un renacimiento espacial en forma de feto primigenio. La película de Brian de Palma, que esconde sus deudas con la de Kubrick bajo una apariencia narrativa mucho más convencional -un viaje de rescate al planeta rojo-, termina su abstracto periplo argumental en el mismo lugar en el que Kubrick lo detuvo: una habitación de un blanco cegador en el que el encuentro con una inteligencia superior concluye con un delirante, grotesco resumen de la evolución de nuestra especie. Parece ser que el público de este siglo necesita respuestas y no enigmas, por lo que toda explicación "racional" de la divinidad está condenada al ridículo más espantoso. Sin embargo, los ecos de la voz de Kubrick están ahí: lo único que le diferencia de sus homólogos modernos es su confianza en la magia, en la falta de explicaciones (toda explicación de un enigma es absurda; Kubrick lo evidencia, también, en el discurso final de Sidney Pollack en la impresionante y perfecta Eyes Wide Shut).

Modernidad artesanal

La distancia que separa a los efectos especiales tradicionales de los efectos digitales se revela, después de una revisión de 2001, una odisea del espacio, como una distancia inútil. La extraña belleza que respira la danza de las naves espaciales de Kubrick no necesita de infografía para optimizar su eficacia. En aquella época, y con un presupuesto de diez millones y medio de dólares, el autor de Barry Lyndon logró lo imposible: una verosimilitud precisa y científica. Christian Aguilera lo explica en su monografía sobre el polémico cineasta: mientras Kubrick fotografiaba los objetos y maquetas diseñados por Tony Masters desde todos los ángulos y velocidades imaginables, "el taller de efectos ópticos separaba cada fotograma en láminas de acetato transparente y rellenaba los contornos de los vehículos espaciales con tinta negra", para luego filmarlas de forma secuenciada y proceder a un fotomontaje que requería mano hábil y afinada. Ese proceso, totalmente artesanal, relativiza la perfección virtual de los efectos digitales de The Matrix, a pesar de que son la lógica consecuencia de los avances técnicos de 2001. En la supervivencia de su modernidad está el clasicismo de esta obra maestra que ha dejado abiertos incontables caminos de reflexión, que el propio Kubrick hubiera desarrollado en su próximo proyecto, Inteligencia Artificial, si la muerte no le hubiera visitado prematuramente.

La cuestión está en si el cine de SF del nuevo siglo está preparado para viajar más allá del infinito e indagar en la naturaleza de nuestra existencia (y de la existencia de Dios) sin caer en el infantilismo (por otra parte precedido de una brillantísima puesta en escena) de Misión a Marte. Pero eso es, definitivamente, otra historia.

LAS MISIONES QUE LLEGAN

Parece que el cine de ciencia-ficción está de enhorabuena. El éxito de The Matrix, el nuevo despertar de George Lucas con La amenaza fantasma, la Misión a Marte de Brian de Palma, Inteligencia Artificial, proyecto póstumo de Stanley Kubrick que dirigirá Spielberg, y el advenimiento del recién estrenado milenio han resucitado el cine que llega del espacio. ¿Qué nos espera para la próxima temporada? ¿Con qué celebrará el séptimo arte el premonitorio año 2001?

Space Cowboys, de Clint Eastwood. Harry el Sucio vuelve para reivindicar el heroismo y el sentido del honor de la tercera edad en el espacio. No es una película de ciencia-ficción al uso: cuatro astronautas (Eastwood, Tommy Lee Jones, Donald Sutherland y James Garner) deciden viajar a una galaxia no muy lejana para reparar un satélite averiado. ¿El crepúsculo del género?

Impostor, de Gary Fleder. Philip K. Dick, el legendario autor de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? también está detrás de este filme situado en el año 2075, en el que un científico encargado de vigilar y controlar la llegada de unos alienígenas ladrones de cuerpos es acusado de ser, él mismo, un extraterrestre.

Red Planet, de Anthony Hoffman. La Warner se apresuró a facturar esta película de viajes marcianos para estrenarla antes que Misión a Marte. Perdió la batalla de las fechas, pero ganó tiempo para arreglar el desaguisado tras del estrepitoso fracaso de sus competidores. La misma historia con diferentes rostros: Val Kilmer, Carrie-Ann Moss, Benjamin Bratt, Tom Sizemore y Terence Stamp.

Titán A.E., de Don Bluth. El cine de animación no ha podido resistirse al género. Influenciado por el manga japonés, el autor de Anastasia ha dibujado la historia de un grupo de elegidos que sobreviven a la destrucción de la Tierra. Con las voces originales de Matt Damon, Drew Barrymoore y Bill Pullman.