Gerald Durrell  en 1985, en Nueva Askania, Ucrania. Foto: Byron Patchett

Gerald Durrell en 1985, en Nueva Askania, Ucrania. Foto: Byron Patchett

Entre dos aguas

Gerald Durrell, cómo no te voy a querer

El conjunto de la obra del naturalista británico es un canto a la biodiversidad de nuestro planeta. Un milagro de la evolución que, turismo mediante, se está perdiendo.

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Como a tantos otros, los libros del naturalista y activista en defensa de los animales Gerald Durrell (1925-1995) me han proporcionado muchas horas de alegría, de esas que ayudan a reconciliarse con la naturaleza humana, empresa en la actualidad no tan fácil. En mi atiborrada y desordenada biblioteca, la denominada "Trilogía de Corfú" —Mi familia y otros animales, Bichos y demás parientes y El jardín de los dioses, todos publicados por Alianza Editorial— ocupa un lugar preferente. Y recuerdo también con placer la serie (cuatro temporadas) de Keeley Hawes Los Durrells, que recuperaba esas historias, en el luminoso escenario de la isla griega de Corfú.

Ahora Alianza acaba de publicar un libro, Yo mismo y otros animales, que, junto a escritos ya publicados, con frecuencia en lugares de difícil acceso, contiene otros textos inéditos de Durrell. Todos de carácter autobiográfico, pero en su caso su biografía es difícilmente separable de la naturaleza, especialmente, pero no únicamente, la del mundo animal que él tanto amó y tan bien describió.

Vaya como ejemplo lo que escribió sobre el ornitorrinco, con el que se familiarizó en un viaje a Australia: "Yo sabía antes de conocerlo lo fascinante que es este animal desde el punto de vista biológico, pero no estaba avisado de que tiene una tremenda personalidad. Viene a ser como si el Pato Donald hubiera cobrado realidad. Tiene, asomando por detrás del pico gomoso, unos ojillos chispeantes y guasones. Tiene unos andares arrebatadores, y un pelaje tan suave y un pellejo tan suelto que cuando le coges en brazos es como si viniera envuelto en un abrigo de moleskín diecisiete tallas por encima de la suya".

Al leer semejante descripción, me viene a la mente esa canción que los seguidores del equipo de mis amores a menudo entona: "¡Cómo no te voy a querer!". Y es que semejantes descripciones ayudan a conservar la biodiversidad —desde hace tiempo tan amenazada, o mejor, tan destruida—, a contemplar con empatía a los otros seres vivos, a tantos como se pueda, porque a mí, lo confieso, me es imposible ver así a las serpientes, aunque reconozco en su gran variedad la "Gran Obra de la Naturaleza".

Cada vez me maravilla más la inmensa variedad de seres vivos —aves, reptiles, plantas, peces…— con sus múltiples formas, colores y hábitats. Si no fuera porque lo constatamos, parecería inimaginable que los alambicados caminos de la evolución biológica hayan podido producir tal pluralidad.

Durrell fue afortunado, muy afortunado, en los caminos por los que le llevó la vida. "Cuando yo era niño tuve la suerte de crecer en la isla griega de Corfú. En aquella época, antes de la llegada de los insecticidas perjudiciales y del libro turístico que todo lo destruye, esa isla encantada era un paraíso para la fauna silvestre, y esa fue la razón de que yo tuviera una colección de animales vivos. […] mi cuarto estaba lleno de criaturas extrañas: mantis religiosas con sus caras chupadas y pérfidas y sus ojos bulbosos, ranas arbóreas que parecían esculpidas en jade, enormes sapos verrugosos de grandes ojos dorados, ardillas, lirones, musarañas, caballitos y babosas de mar; y afuera, en el jardín, un escuadrón de aves: abubillas, cernícalos, urracas y gaviotas, aparte de mis tres perros y mi burra".

Si hubo alguna vez un Paraíso, un "Jardín del Edén", ese debió de parecerse a la habitación y al jardín de Durrell en Corfú. Paraíso perdido por obra y desgracia de todos nosotros, consumidores y turistas ansiosos de nuevas experiencias, aunque parecería que más que ver con nuestros ojos biológicos, lo que queremos es que lo vean los "ojos" tecnológicos de los teléfonos inteligentes que llevamos.

Si hubo alguna vez un Paraíso, ese debió de parecerse a la habitación y al jardín de Durrell en Corfú

Como si fuera la reedición de aquel supuesto pecado original cometido por Eva y Adán, el turismo de masas está destruyendo aquello que, supuestamente, más admiramos. Es, ay, la dinámica de la historia, la consecuencia de nuestro éxito como especie, que ha producido medios técnicos que permiten los viajes de masas. Derecho, por supuesto, innegable, pero destructor. Y que estimulan gobiernos y medios de información. Lo hemos visto una vez más en la pasada Semana Santa con las declaraciones alborozadas de las elevadas cifras de ocupación hotelera.

Puede que esa dinámica histórica contenga las semillas de nuestra propia destrucción. Desde luego, contiene las de la destrucción de nuestro único hábitat. La dinámica histórica y también un capitalismo que permite riquezas individuales inimaginables.

"El mundo —escribe Durrell en otro de los capítulos de Yo mismo y otros animales— es algo tan complicado como una tela de araña y, al igual que ocurre con una tela de araña, cuando se toca un hilo se transmiten una serie de vibraciones por todos los demás hilos que forman la tela. Pero es que no estamos sencillamente tocando la tela, sino que la estamos desgarrando a tirones; estamos haciendo como una especie de guerra biológica contra el mundo que nos rodea. Talamos bosques sin que haga ninguna falta, con lo que creamos cuencas áridas, con lo cual se modifica incluso el clima. Estamos llenando nuestros ríos con desechos industriales, y ahora estamos contaminando los mares y el aire". Y esto lo escribió en la década de 1970. ¡Qué no habría dicho hoy!

En el capítulo que abre este libro, "Cómo dar a luz una autobiografía", Durrell reflexionaba sobre que "el autor es un alma solitaria, como un albatros. Desea conectar con el lector, pero no sabe si sus frases cuidadosamente estructuradas retratan fielmente (como es mi caso) la peluda intimidad de una tarántula pajarera, el palpitante crisol de color incandescente que es un colibrí. Tiene siempre acechando sobre sus hombros esa negra sombra, el saber que puede escribir cincuenta mil palabras y que nadie las lea, o, si las leen, entiendan lo que trata de decir".

Y cuenta la anécdota de que, cuando Edward Gibbon regaló al rey Jorge II un ejemplar de su Decadencia y caída del Imperio Romano, este le dijo: "Otro pedazo de libraco. Siempre garabateando, ¿eh, señor Gibbon?". Como el inmortal libro de Gibbon, aunque en otro campo muy diferente, los "garabatos" de Gerald Durrell forman parte de lo mejor de la cultura que ha producido la humanidad. En su caso, además, porque fueron un canto a la vida, a todas las vidas.