Humboldt y su colega científico Aimé Bonpland, al pie del volcán Chimborazo. Pintura de Friedrich Georg Weitsch

Humboldt y su colega científico Aimé Bonpland, al pie del volcán Chimborazo. Pintura de Friedrich Georg Weitsch

ENTRE DOS AGUAS

Humboldt, del volcán Chimborazo al realismo mágico de Macondo

El nuevo libro de William Ospina sigue el rastro del naturalista alemán con rigor histórico y con un estilo narrativo cercano a García Márquez

14 julio, 2023 02:39

Raras veces una novela conjuga la narración de un episodio de la ciencia con una prosa tan exuberante como imaginativa, en la que la realidad, lo que realmente sucedió, si no coincide siempre con lo que el autor describe bien pudiera haber sido como él la ha imaginado. Este es el caso de Pondré mi oído en la piedra hasta que hable (Random House, 2023) del poeta, novelista y ensayista colombiano William Ospina.

El protagonista de esta esplendorosa novela es el muy conocido explorador y científico alemán Alexander von Humboldt (1769-1859). De este Humboldt –su hermano, Wilhelm, lingüista y educador, uno de los fundadores de la Universidad de Berlín, daría también mucho de qué hablar– se ha escrito en abundancia, y él también lo hizo con obras como Ensayo político sobre la isla de Cuba (Ediciones Doce Calles) o su gran Cosmos (Los Libros de la Catarata-Consejo Superior de Investigaciones Científicas).

En el primero, por cierto, Humboldt no solo vio el presente que lo rodeaba sino también el futuro que iba a llegar, escribiendo: “Todo el tiempo que la España, desconociendo sus verdaderos intereses, tarde en reconocer la independencia de las nuevas repúblicas, la isla de Cuba, amenazada por Colombia y la Confederación mejicana, debe mantener para su defensa interior un apresto militar que absorbe las rentas coloniales. Solo la marina española apostada en el puerto de la Habana cuesta generalmente más de 650.000 duros, y la tropa de tierra necesita anualmente cerca de millón y medio. Semejante estado de cosas no puede durar mucho, si la península no alivia la carga que pesa sobre la colonia”.

Me imagino a Humboldt en un estado de efervescencia, de embriaguez cultural y cognitiva permanente

Debía haber escuchado España tan sabios consejos, y no profundizar la herida luchando por conservar lo que ya no podía –y no debía– mantener, luchas que acabaron, ajusticiados –qué palabra tan horrible y tan injusta–, con la vida de personajes cuyas existencias se cruzaron con la de Humboldt, y que también aparecen en este libro: los casos de Francisco José de Caldas y José Carlos Montúfar.

El núcleo de la novela de Ospina gira en torno al viaje que Humboldt, acompañado del botánico francés Aimé Bonpland, realizó a la América hispana, y que duró cinco años, desde el 5 de junio de 1799, cuando zarpó de La Coruña, hasta el 1 de agosto de 1804, día en que llegó a Burdeos.

A lo largo de las 353 páginas de este libro se puede aprender mucho de lo que Humboldt hizo, exploró, observó, midió (temperaturas, alturas, magnetismos, humedades…), recolectó, así como de algunas de las personas que conoció, pero no es esto lo más valioso; no compite en este sentido con el esplendoroso libro de Andrea Wulf, La invención de la naturaleza (Taurus, 2016).

Lo mejor, lo difícilmente superable de la obra de Ospina se encuentra en su lenguaje, en ocasiones desbordante, imaginativo, poético incluso. Desde casi las primeras páginas tuve la impresión de estar leyendo a un hermano literario suyo, o por lo menos un pariente no lejano. Como si el Aureliano Buendía en Cien años de soledad de García Márquez se hubiera reencarnado en el Humboldt de Ospina, y la América de este fuese una versión amplificada de Macondo.

La América que conoció ese alemán sediento de saber era –y aún es, aunque explotadores sin escrúpulos, asesinos del futuro, no tengan reparos en tratar de destruirlo–, escribe Ospina, un “bosque interminable, lleno de seres voladores, rastreros, con alas y con élitros que parecen metales, escarabajos, mariposas, de reptiles palmípedos que corren sobre el agua, ramajes animados que resultan ser monos y una colorida fecundidad que canta y que grita”.

Son tantas las plantas, los animales, los ríos, los volcanes, los cielos del hemisferio sur, los pueblos, las costumbres, los lenguajes, que parecería necesario que esta obra fuese acompañada de un diccionario especial, uno que hiciera justicia, como hace Ospina, a la inmensa riqueza del continente americano.

Vaya como ejemplo la siguiente cita, en la que aparece José Celestino Mutis, el botánico gaditano –y muchas otras cosas más–, que hizo de América, de Nueva Granada (constituida, básicamente, por los hoy Colombia, Ecuador, Venezuela y Panamá), su hogar definitivo: “Mutis consiguió reunir en su gabinete gramáticas del chibcha, el mosca y el sáliba, vocabularios de las lenguas otomaca, taparita y yarura, voces del idioma de los huaques a los que algunos llamaban murciélagos, y vocabularios del andaquí, del ceona, del guama, del pariagoto y de la lengua de los motilones, lo mismo que un catecismo en guaraní, y palabras recogidas de un ciertamente quimérico arte de confesar guaraúnos”.

Me imagino a Humboldt en un estado de efervescencia, de embriaguez cultural y cognitiva permanente. Rodeado de experiencias tan novedosas como abrumadoras, debió sentir también –como si fuera un inevitable oxímoron– la soledad de la que trataría más de un siglo y medio después García Márquez.

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Apropiadamente escribe Ospina: “En medio de miles de cosas espléndidas, tres cosas muy tristes ocupaban su mente, y sobre ellas escribió más tarde con énfasis: la soledad de unas costas que siglos atrás estuvieron pobladas de nativos taínos […]; el horror de la esclavitud, que le repugnaba desde niño […]; y el modo lento como se iba borrando la naturaleza primitiva”.

Me recuerda también esta tristeza humboldtiana el final de Cien años de soledad, en la que se cuenta la historia de un hombre al que un día su padre llevó a conocer el hielo, detalle que recordó frente al pelotón de fusilamiento: “Las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra”.

Si continuamos destruyendo la naturaleza americana, con la amazónica a la cabeza, y la de tantos y tantos otros lugares de nuestro planeta, nuestra especie “no tendrá una segunda oportunidad sobre la Tierra”. Un final no demasiado alejado del de Pondré mi oído en la piedra hasta que hable, y muy apropiado para esta época nuestra de profundos cambios tecnológicos y sociales: “No sabemos cómo será el futuro, solo sabemos que, si hay alguno, se fundará sobre cimientos nuevos, y que casi nada de lo que hoy mueve el mundo va a sobrevivir a los estremecimientos y a los grandes colapsos que se avecinan”.

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