Detalle del frontispicio de 'Nova Scientia' (Venecia, 1537),  de Niccolò Fontana Tartaglia

Detalle del frontispicio de 'Nova Scientia' (Venecia, 1537), de Niccolò Fontana Tartaglia

Entre dos aguas

La guerra y la ciencia sin ética

El académico recorre algunos momentos clave en los que la ciencia se ha puesto a disposición de los conflictos bélicos (incluido el actual de Putin contra Ucrania)

17 marzo, 2022 03:31

Escribo estas líneas en un momento en el que una gran parte de la civilización está conmocionada por el brutal ataque que la Rusia liderada por Vladímir Putin ha iniciado contra Ucrania. Y reflexiono sobre lo que sucede, intentando, con dificultad, que mis pensamientos no se limiten a la indignación que experimento ante el matonismo y el cinismo que exhibe el máximo dirigente de Rusia, una potencia nuclear, no lo olvidemos.

Tampoco quiero caer, o reducir mis reflexiones al tipo de discurso “No a la guerra” que a través de carteles se exhiben estos días en todo tipo de escenarios (sería más adecuado clamar por “No a las invasiones”).

Entiendo su origen y conveniencia pero rara vez en la historia de la humanidad semejante reacción ha bastado para amilanar a dictadores, autócratas o naciones deseosas de extender su poderío.

Del papel de la ciencia en la guerra recordamos las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki o los gases asfixiantes durante la Primera Guerra Mundial

Mahatma (alma grande en sánscrito) Gandhi constituye una de las pocas excepciones que conozco que con medios pacíficos consiguió liberar a un pueblo del yugo del, en este caso, abarcador y ambicioso imperio británico, conduciendo a la independencia de la India, aunque en realidad aquel movimiento de liberación estuvo acompañado de luchas no pacíficas, así como de tensiones internas, que llevaron al desgajamiento de una parte de lo que fue la antigua India, creándose un nuevo estado, Pakistán, y más tarde un tercero, Bangladés.

Pero volvamos a Rusia y Ucrania. Entre las circunstancias que observo en este desgraciado acontecimiento quiero reflexionar sobre dos. El uso de la fuerza que, por intereses propios, una gran potencia ejerce sobre un país soberano, y el papel que desempeña la ciencia y la tecnología militar en un conflicto armado.

El primero lo creíamos erradicado –ilusos acomodados a un bienestar, a un “buenismo” engañoso–, al menos en Europa desde el término de la Guerra Fría, con la caída del Muro de Berlín en 1989 y la decadencia de la ideología comunista, aunque acaso sea más adecuado pensar que esa derrota favoreció sentimientos ocultos de revancha que han aflorado ahora, algo no demasiado diferente a lo que ocurrió con la derrota de Alemania en la Primera Guerra Mundial, un hecho que, impulsado por los términos que las potencias aliadas impusieron a esta nación en la conferencia de Versalles, generó menos de dos décadas después la aparición y el éxito popular de Adolf Hitler.

En cuanto al papel de la ciencia y la tecnología, puestos de manifiesto en los primeros días de la invasión rusa en Ucrania merced a la precisión con la que las baterías y misiles rusos destruyeron centros ucranianos de importancia militar, su relevancia no es nueva. Ni nueva ni reciente.

Del papel de la ciencia en la guerra acostumbramos a recordar las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki o el empleo de gases asfixiantes durante la Primera Guerra Mundial, pero, por ejemplo, varios siglos antes el matemático e ingeniero italiano Niccolò Fontana (c. 1499-1557), más conocido como Tartaglia, dedicó un libro, Nova scientia (1537), al estudio de la trayectoria que sigue una bala de cañón, un problema con obvias aplicaciones militares.

Hoy, este libro es recordado especialmente por un maravilloso grabado en el que aparece Euclides dando la bienvenida a unos estudiantes en la puerta de un gran círculo, dentro del cual se encuentra Tartaglia acompañado por Aritmética, Geometría, Música, Astro- nomía y otras disciplinas matemáticas, apareciendo cerca de él la trayectoria curva de una bala lanzada por un cañón, mientras que en otro círculo, más alejado y pequeño y en el que reina Filosofía, Platón sostiene una banda en la que se lee: “Nadie que no sea experto en Geometría puede entrar aquí”.

Posteriormente, Galileo, condenado por la Inquisición, en su otro gran libro, Diálogo sobre dos nuevas ciencias (1638) (más importante para la física, ya que incluye la ley de la caída de los graves, que su Diálogo de 1632), mejoraba los estudios de Tartaglia determinando que esa trayectoria es una parábola. Y entre los ejemplos más recientes citaré la invención del máser y el láser, a los que llegó Charles Townes en la segunda mitad de la década de 1950 mientas estaba intentando desarrollar radares, para uso militar, que utilizasen longitudes de onda más pequeñas.

El avance de la ciencia ha sido y es el responsable de la mejora de la condición vital de la humanidad. Pero es un servil obediente de quienes la utilizan. Por muy grande que sea el progreso científico de la humanidad, siempre sobrevivirá una, digamos, “tensión esencial” con las humanidades, unas humanidades, eso sí, que no olviden reflexionar sobre la ética.

Leo en La peste escarlata (Visor, 2021), la novela futurista que Jack London publicó en 1912 –en la línea de, por ejemplo, Mono y esencia (1948) de Aldous Huxley o La carretera (2006) de Cormac McCarthy–, en la que un virus acaba con prácticamente todos los humanos, unas frases que me dan qué pensar: “[La recuperación de la civilización] será un proceso muy lento, muy lento. Nuestro salto a la civilización aún queda demasiado lejos. […] ¡Ojalá hubiera sobrevivido algún físico o químico! Pero no ha sido así, y hemos olvidado toda la ciencia. […] ¿Qué podía saber yo de esas artes? Yo era un hombre de letras, un humanista, no un químico”.

Quien así habla es un imaginado James Howard Smith, otrora catedrático de Literatura Inglesa. Y sí, ciencias como la química (más necesaria para sobrevivir), la física o la biología son esenciales para mantener una civilización al estilo de la que hemos alcanzado y disfrutado –una parte de la humanidad al menos– a partir del siglo XX, pero ¿basta con ellas?

Ciertamente necesitamos a los Galileo, Newton, Lavoisier, Darwin, Pasteur, Einstein y tantos otros, pero también nos son imprescindibles pensadores como el Aristóteles de la Ética a Nicómaco, el Marco Aurelio de las Meditaciones, el Kant de la Crítica de la razón práctica, el George H. Moore de Principia Ethica, o el John Rawls de La teoría de la justicia. Y también a los J. H. Smith, a esos otros pasados y futuros literatos, novelistas o poetas, que al escarbar en la caleidoscópica naturaleza humana nos ayudan a comprenderla. A comprendernos a nosotros mismos y a respetarnos.

Leo Bassi

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